Gunnel Vallquist, la primera traductora al sueco de Marcel Proust, una vez me dedicó su diario del Concilio Vaticano Segundo, que ella cubrió de principio a fin como corresponsal para la prensa sueca. Transcribió Gálatas 5:1: “Cristo nos liberó para que viviéramos en libertad”. Esa frase significaba para ella, como debería para cualquier cristiano, el núcleo del evangelio y, por lo tanto, de la misión de la Iglesia.
¿La enseñanza de la iglesia acerca del sexo y la castidad liberan? Muchas personas creen que no. Sin embargo, al observar la pregunta con más atención, es necesario hacer un par de precisiones.
En tanto sociedad, estamos enredados en lo que significa ser liberados: ser “libres”. Habitualmente pensamos en la libertad como un ámbito en el que podemos hacer lo que deseamos. Pensamos en términos de libertad de, no de libertad para. En términos cristianos, la libertad tiene que ver con permitir el compromiso. La perspectiva bíblica de la naturaleza humana, evidenciada en Cristo, considera al ser humano como esencialmente relacional, definido por la entrega y el compromiso. Por ese motivo, la búsqueda ilimitada de tendencias pasajeras no es libertad. Es esclavitud para encapricharse, lo que, hablando empíricamente, rara vez produce libertad duradera. Es posible que de ella surjan emociones fascinantes, es cierto, pero no significarán mucho en tanto base para construir una vida.
En segundo lugar, la libertad de la que Pablo habla es de un tipo específico: aquella para la que Cristo nos ha liberado. Esta libertad presupone un llamamiento a la autotrascendencia. El objetivo de la vida, hablando bíblicamente, no se limita a la prosperidad existente. Esa prosperidad es buena, pero radicalmente incompleta.
Los textos del cristianismo siríaco hablan del “manto de gloria” en referencia a la vestimenta dada por Dios, que Adán y Eva dejaron de lado por “ropas de piel de animales” cuando abandonaron el Edén hacia un mundo caído y fracturado. Cuando suponemos que nuestra prosperidad actual es el principio y el final de la existencia, nos vestimos con esas “ropas de piel de animales”, nos encerramos en la autocomprensión limitada y derrotada que asumimos después de la Caída. Perdemos de vista el “manto de gloria” que revela por sí solo el sentido de nuestros deseos y conlleva la promesa de satisfacerlos.
La santidad, la vida eterna, la resurrección del cuerpo: esas nociones no figuran demasiado, ahora, en el pensamiento de las personas acerca de las relaciones y la sexualidad. Nos hemos alejado de la mentalidad que propició la elevada verticalidad de las catedrales del siglo XII, edificios que contienen la totalidad de la vida mientras la elevan.
¿No hubo una propuesta reciente para instalar una piscina en el tejado reconstruido de Notre-Dame de París? A mí me parecía adecuado. Hubiera reestablecido simbólicamente la bóveda de agua que separaba la tierra del cielo en el primer día de la creación, antes de que la imagen de Dios se manifestara (cf. Gn 1.7).
Fuera cual fuera el fragmento de misterio que pudiera permanecer, la iglesia lo hubiera representado bajo el chapoteo de cuerpos esforzándose por perfeccionar su forma. La parábola hubiera sido significativa.
Una vez que lo sobrenatural ha desaparecido del cristianismo, ¿qué queda? El sentimiento bienintencionado y un conjunto de mandamientos resultan aplastantes, al ser rechazada de modo sumario la naturaleza profunda del cambio que debían satisfacer.
Sin duda, la iglesia es llamada a marcar el rumbo según el cual las personas de buena voluntad podrían orientarse en tiempos de confusión.
Es hora de realizar el sursum corda, es decir, “levantar nuestro corazón”, para corregir una tendencia introspectiva y hacia la horizontalidad para recuperar la dimensión trascendental de intimidad encarnada, parte integral del llamamiento universal a la santidad. Por supuesto que deberíamos llegar hasta aquellos distanciados por la enseñanza cristiana y atraerlos, aquellos que se sienten marginados o consideran que deben cumplir con un estándar imposible. Al mismo tiempo, no podemos olvidar que esta situación no es nueva.
En los primeros siglos de la Iglesia, hubo una tensión colosal entre los valores mundanos y los cristianos, en particular en lo concerniente a la castidad. Esto no se debía a que los cristianos fueran mejores ―la mayoría de nosotros, ahora como antes, vivimos existencias mediocres―, sino a que tenían una concepción diferente con respecto a de qué se trata la vida. Fueron siglos de sutiles controversias acerca de qué significaba realmente encarnar. La iglesia luchó, de manera incansable, para expresar con claridad quién es Jesús: “Dios de Dios” y, sin embargo, “nacido de la Virgen María”; enteramente humano, enteramente divino. Sobre esa base la iglesia continuó dando sentido a lo que significa ser humano y mostrar cómo un orden social humano podría desarrollarse.
En la actualidad, esta idea de quién es Jesucristo ha sido opacada. Aún afirmamos que “Dios se hizo hombre”. Pero en gran parte aplicamos esta máxima al revés, proyectando una imagen de “Dios” que surge de nuestra concepción “de ropas de piel de animales” acerca de qué es el hombre. El resultado es una caricatura. Lo divino se reduce a nuestra medida.
El hecho de que muchos contemporáneos rechacen a este falso “Dios” es, de muchas maneras, una señal de su buen criterio. Qué contraste con tiempos pasados. Nicolás Cabasilas ―quien vivió en la época de Walter Hilton y Juliana de Norwich, grandes místicos medievales― escribe: “La naturaleza humana fue creada originalmente para el Hombre Nuevo; por él, el intelecto y el deseo fueron hechos. Recibimos el raciocinio para que pudiéramos conocer a Cristo y deseáramos correr hacia él. Pues el viejo Adán no es un modelo para el nuevo, sino un nuevo modelo para el viejo”.
En medio de la perplejidad actual, con la iglesia sobrecargada por una historia de abuso, con la deconstrucción de categorías de la sociedad que, apenas ayer, creíamos normativas, y sin escasez de personas que, al igual que los compañeros de Isaías “tienen las tinieblas por luz (…) y lo dulce por amargo” (Is 5:20), necesitamos ser traídos de vuelta a esta perspectiva.
La máxima de los Padres del Desierto nos dice que “miremos hacia arriba, no hacia abajo”. El consejo es sensato. Sin duda, la iglesia es llamada a marcar el rumbo según el cual las personas de buena voluntad podrían orientarse en tiempos de confusión, para no correr tras la muchedumbre como un perro jadeante que intenta mantener el ritmo de la partida de caza.
Esto no quiere decir que la Iglesia deba condenar al mundo. “Tampoco yo te condeno”. Estas palabras de Jesús dirigidas a la mujer atrapada cometiendo adulterio aún son una regla a la que cualquier embajador de Cristo está sometido. Así como las palabras que siguen: “Ahora vete y no vuelvas a pecar” (Jn 8:11). ¡Eviten tomar los desvíos equivocados! La libertad para la cual Cristo nos ha liberado es la libertad de seguirlo y de obtener la bienaventuranza que tiene reservada para nosotros, para que no nos perdamos en el bosque.
La propuesta cristiana de castidad es poco atractiva cuando se expone con furia, una actitud falsa de superioridad moral por parte de quienes la proponen. Mientras tanto, Dios, como muestra Juan 8, considera los asuntos referidos al corazón y al cuerpo humanos con una paciencia carente de toda ilusión; aunque no olvidemos que la “paciencia” es más que la capacidad de esperar; en su corazón está la raíz patior, que significa “yo sufro”.
Cristo no huye de nuestras contradicciones. No evita con repugnancia el mundo de lujuria y esperanzas instantáneas que Siddhartha, en la novela homónima de Herman Hesse, llama el mundo de “personas que son como niños” (Una vez oí a un confesor experimentado decir: “¿Sabes? No hay adultos; solo niños”). Ingresa en ese mundo y nos llama: “Adán, ¿dónde estás?”. A veces, llama solo mirándonos, omnisciente, apenado por nuestro alejamiento, pero sin perder la esperanza en nosotros.
Con facilidad olvidamos que Dios tiene esperanza en nosotros. Sabe que necesitamos crecer y madurar. Ireneo de Lyon, Padre de la Iglesia, presenta a Adán y a Eva como niños en el jardín: “El hombre era un niño que aún no había perfeccionado su entendimiento; por lo tanto, era fácilmente engañado”. Pero por lo mismo, además, tenía la capacidad de crecer, aprender y cambiar libremente.
Una perspectiva cristiana de la naturaleza humana es dinámica. Sí, claro que estamos condicionados por factores que no dependen de nuestra decisión; por supuesto que portamos dones y heridas de todo tipo. Todo esto nos condiciona, pero no nos determina. Lo que determina una vida no es el lugar desde donde parte, sino el objetivo hacia el que va. Si creemos, como Cabasilas, que el nuevo Adán es un modelo para el viejo, viviremos expectantes, atraídos por la paciente esperanza de Dios en nosotros.
La condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a un llamamiento a la perfección mientras se sondea la profundidad de nuestra imperfección, sin desesperar y sin renunciar al ideal.
Estamos en el mismo bote. La apología del siglo II Epístola a Diogneto enfatiza que, abandonados a nosotros, todos somos arrastrados por “impulsos desordenados [ἀτάκτοις φοραῖς], llevados por deseos y anhelos”. Para algunos, el desorden será más patentemente “objetivo” que para otros. Pero todos nosotros somos llamados a reorientar nuestra vida hacia el fin último revelado en Cristo. En él la plenitud de la vida nos espera. En ningún otro lugar.
Después de la muerte del teólogo cardenal Jean Daniélou en 1974, Gunnel Vallquist escribió un ensayo sobre “El misterio de Daniélou”. Ella conoció bien al cardenal. Sin embargo, no partió de recuerdos privados, sino de un caso público que se interpretó como lascivia: ¿Cómo sucedió que él, un príncipe de la Iglesia, hubiera muerto de una apoplejía en el piso de una prostituta parisina, con su billetera repleta de dinero? Vallquist señala que Daniélou había servido como ministro a mujeres que trabajaban en las calles de Batignolles. Las ayudaba con limosnas para asistir a sus frecuentemente complicadas redes de dependientes. Llevó adelante esa tarea después de haber sido nombrado cardenal en 1969. Para Daniélou, ese contacto, iluminado por una amistad cristiana, con personas consideradas inaceptables, no era un problema. Su conciencia del abismo que nos separa de la gloria increada de Dios era tan aguda que el cálculo de las categorías humanas le parecía absurdo. Ser amigo de prostitutas no lo hacía relativizar la enseñanza católica: escribía enérgicamente en defensa de la castidad. Pero no tenía vergüenza de visitar y asistir a aquellas personas que, para alcanzar ese ideal, tenían un largo camino por recorrer. Simplemente estaba actuando como su Maestro.
La condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a un llamamiento a la perfección mientras se sondea la profundidad de nuestra imperfección, sin desesperar y sin renunciar al ideal. Cancelar el ideal es equivalente a transformar catedrales en piscinas, a reemplazar el llamamiento personal de Cristo, “Vengan, síganme” (Mc 1:17), por un mensaje preimpreso de “descansa, come, bebe y goza de la vida” (Lc 12:19). El objetivo al cual somos llamados siempre está delante. Anquilosarse es mortal.
Pero, ¿qué sucede si no tengo fuerza para caminar? Bueno, debo aprender a dejarme llevar. Del éxodo de Israel, ese tortuoso viaje ejemplar durante el cual las personas intentaron todo tipo de transgresiones, surgió la siguiente declaración: “… por siempre te sostiene entre sus brazos” (Dt 33:27). Según Israel, la Providencia los había ayudado a atravesar la enfermedad y el pecado. Su realización se correspondió con el oráculo que Dios les dio cuando estaban en el umbral de la Tierra Prometida: “hasta llegar a este lugar, ustedes han visto cómo el Señor su Dios los ha guiado, como lo hace un padre con su hijo” (Dt 1:31).
La forma principal de ascesis, de autodisciplina, requerida en un cristiano es la confianza. Por medio de la confianza renunciamos a las exigencias ilusorias de omnisciencia. Nos ponemos en manos de Dios y elegimos ser reformados según su propósito. Solo él puede percatarse de su semejanza en nosotros, uniendo en un todo casto los factores dispares que constituyen nuestra historia y nuestra personalidad.
Un error que los cristianos han cometido a menudo es asumir que la castidad es, de algún modo, normal; pero no, es excepcional. La virtud no nos llega con facilidad: cuando intentamos practicarla, descubrimos que las heridas de los pecados son profundas. Nos condicionan a fallar en nuestro propósito. Incluso cuando nos esforzamos en aprender a ser caritativos, pacientes y valientes debemos volvernos castos, dejar que la gracia haga su obra lenta y transformadora. Escaso en excepciones deslumbrantes, el crecimiento en la gracia, como otro crecimiento, es orgánico. Sucede lenta y secretamente, no sabemos cómo (cf. Mc 4:27). Pero, con el tiempo, da frutos.
En Sobre la encarnación, Atanasio se maravilla ante aquellos cristianos que practican el celibato. Para él, su testimonio es signo del fin de los tiempos. Posteriormente, la continencia fue subestimada. Se esperaba que aquellos jóvenes que abrazaban la vida clerical o consagrada simplemente fueran castos, y no siempre se comprendía lo que representaba su pasión física, un don de Dios, o cómo podía ser canalizada responsablemente. Muchos vivieron vidas marcadas por la división, como si los sentidos estuvieran persiguiendo una vida rebelde que debiera ser anestesiada o suprimida por la fuerza de la voluntad.
Con respecto a su descripción de María Magdalena, Marguerite Yourcenar señala en Fuegos, su colección de textos breves, que el proceso mediante el cual la vulnerabilidad, el deseo y el amor se transforman en un vínculo sobrenatural no se trata de “sublimación”, sino de orientación. Concuerdo con ella en que la “sublimación” es “en sí misma un término muy desafortunado e insultante para el cuerpo”. Lo que está en juego es algo más: “una oscura percepción de que el amor hacia una persona en particular, algo tan conmovedor, a menudo solo es un hermoso accidente fugaz, de algún modo menos real que las predisposiciones y elecciones que lo precedieron y que lo sobrevivirán”. ¿Cómo las manejamos?
Los impulsos físicos y afectivos se ordenan según una atracción del alma que se hace consciente a través de la mente. La reconciliación integral de nuestro ser (por mucho tiempo, “integridad” fue un sinónimo de “castidad”) presupone un cierto tipo de energía motivadora, un ímpetu. En la versión de un salmo que aparece en la Vulgata, el objetivo hacia el que Israel se trasladó a través del desierto se describe como “la tierra deseable” (Sl 105:24, Vulgata). La tipología es atemporal.
El objetivo es la libertad y la plenitud. Aprender de ese modo es verme a mí mismo en términos de una realidad que me excede. Significa ser liberado de la prisión de mis ideas limitadas.
El único consejo ascético que San Benito da acerca de la castidad es “Castitatem amare”, “Amen la castidad”. Solo aquello que amo me cambiará con belleza. Los comportamientos originados en el miedo o en el desprecio tienden a desfigurarse. El amor debe ser perfeccionado. El consejo acerca de la castidad se complementa con “Ieiunium amare”, “Amen el ayuno”. Abstenerse de alimentar un apetito, incluso un hambre física, puede ser una forma de aprender a amar de un modo ordenado y fructífero.
Enfatizo este aspecto del aprendizaje. La Ley, escribió San Pablo a los Gálatas es, según la traducción de Douay-Rheims, un “pedagogo” (Ga 3:24). La retórica de la epístola nos permite considerar el término de un modo crítico. Pero tener un pedagogo confiable es algo espléndido. En la virtud, así como en la ciencia y en la sabiduría, necesitamos que alguien nos enseñe. Nuestra conciencia debe ser formada. El sentido de la enseñanza moral cristiana es delinear un proceso de aprendizaje concebido en términos de conversión y ascesis, un término que proviene de la palabra griega empleada para decir “ejercicio”: una metáfora adecuada en nuestra sociedad. El objetivo es la libertad y la plenitud. Aprender de ese modo es verme a mí mismo en términos de una realidad que me excede. Significa ser liberado de la prisión de mis ideas limitadas.
Si nos basamos en la verdad, podemos alcanzar una estatura inmensa. La vida que late en nosotros conlleva un eco de Dios incluso cuando se la atasca en patrones autodestructivos. San Juan Clímaco, abad del Monte Sinaí durante el pontificado de Gregorio el Grande, habla de la curación que ha observado en personas atrapadas en lo que hoy llamaríamos adicción sexual:
He visto a almas impuras enloquecidas por el amor físico, pero transformando lo que conocían de ese amor en una razón para hacer penitencia y transfiriendo esa misma capacidad de amar al Señor. Las he visto dominar el miedo al punto de volverse incansablemente hacia el amor de Dios. Es el motivo por el cual, cuando habla de esa ramera casta, el Señor no dice “porque ella temía”, sino “porque ella amaba mucho” pudo expulsar el amor con amor (ἔρωτιἔρωτα διακρούσασθαι).
Es una aseveración sorprendente. Desmonta de un modo efectivo la visión que separaría el eros espiritual ―el amor― del eros carnal. Para Clímaco, pertenecen a un único continuo. Recurre a la “ramera casta” para dar testimonio de su tesis. Esta perspectiva no “insulta al cuerpo”. No ofrece ni sublimación ni apaciguamiento. Reconoce un parpadeo de eternidad en la pasión. Hasta el eros desordenado puede despertar un amor santificante a Dios que expulsa el miedo. Nada está más allá del amor ordenador de Dios. Nada en el hombre queda sin redimir. Todo lo que es natural al hombre se hace a la luz del manto de gloria. El nuevo Adán espera abrazar al viejo. Las ropas de piel de animales nos son dadas por un tiempo, para calentarnos y protegernos. Luego debemos dejarlas atrás.
Extraído de Erik Varden, Chastity: Reconciliation of the Senses (Bloomsbury, 2024). Usado con permiso en todos los idiomas. Traducción al español de Claudia Amengual.