Cuando los humanos se hayan vuelto tan perfectos en la obediencia voluntaria como la creación inanimada lo es en su obediencia sin vida, entonces aumentarán su gloria o, mejor dicho, esa mayor gloria de la cual la naturaleza es apenas el primer esbozo.
—C. S. Lewis
El significado griego para la palabra obediencia es “escuchar desde abajo”. Hace veinte años, mi esposo Chris y yo dejamos Nueva York y llegamos a Australia —Down Under, como se le llama, es decir, allá abajo— inmediatamente después de lo que se conoce como la Sequía del Milenio. Un voto de obediencia nos llevó allí. Luego del viaje más largo de nuestra vida, llegamos agotados a la sala de arribos del aeropuerto de Sídney, con nuestros hijos, de dos años y diez semanas respectivamente, colgados de nosotros como pequeños koalas. Chris me miró y, sabiamente, hurgó en mi bolso, tomó mi cepillo y dijo: “Yo me quedo con los niños”. Cuando regresé, bien peinada, me encontré con un vaso de vino blanco bien frío junto a un bol de sopa thai con fideos. Mi primer sorbo de crujiente chardonnay australiano (“chardy”, como pronto aprendí a llamarlo) hizo que me brotaran unas lágrimas. Mi hombre sabía justo lo que necesitaba. Pero el día no terminó ahí.
Abordamos aviones cada vez más pequeños que volaban sobre tierra chamuscada, lagunas secas (“embalses”) y ganado flaco. Mientras el avión de correos local aterrizaba en Inverell, aparentemente “la ciudad de los zafiros”, los canguros iban saltando junto a a la pista. Hacía cuatro años y medio que nos habíamos casado. Cinco años son las bodas de zafiro, pensé. Por favor, déjanos librarnos de este lugar para entonces.
Una hora más tarde, llegamos y nuestra iglesia comunidad del Bruderhof nos dio la bienvenida, cuarenta hermanos y hermanas, la mayoría de los cuales era importada como nosotros. Ya llevaban un par de años enfrentando esa tierra y habían emprendido la tarea de transformar nuestro nuevo hogar, “Danthonia”, de una granja ovina propiedad de una sola familia a un lugar de bienvenida para muchos. Chris y yo y nuestros hijos fuimos conducidos a nuestro nuevo apartamento en la casa original. Las alfombras de lana recién lavadas desprendían un suave olor a lanolina. Agradecidos, nos derrumbamos en la cama, y nos despertamos a la mañana siguiente con el aroma del jacarandá, el graznido de las urracas y unas mariposas tamborileando en nuestra ventana.
Este lugar tiene una aspereza maravillosa que me encanta, escribí a mis padres una semana después. Sobre nuestra casa florece un jacarandá lila, y en torno a él hay unas adelfas rosadas y blancas. Hay fuertes tormentas y amaneceres serenos; es una tierra cuya impetuosidad a menudo me atrapa con la guardia baja. Pero mis intentos por aceptar lo nuevo pronto se desvanecieron y mi diario se convirtió en un refugio para mis sentimientos de extravío: Me siento espantosamente sola y seca por dentro. Cada noche observamos los incendios forestales en la cadena de colinas al sur de donde nos encontramos. Sé que estamos seguros —los incendios no están tan cerca como parecen por la noche—, pero aun así me aferro a mi pequeñito mientras observo ese inquietante resplandor. Las estaciones estaban al revés, la comida era diferente. No conocía a nadie. Mi vida se parecía al interior de mi refrigerador: apenas podía identificar algo. ¿Qué estoy haciendo aquí? Una y otra vez me descubría sentada haciéndome esa pregunta, incluso cuando mi corazón ya susurraba la respuesta.
Tenía veinte años cuando supe que Dios me estaba llamando —y dándome una vocación— a integrar el Bruderhof, una comunidad cristiana intencional que c0mparte todo y busca una vida de absoluta devoción a Jesús y su reino. Todos los miembros plenos del Bruderhof hacen votos de por vida. Recuerdo el momento cuando compartí mi decisión con mi padre. Me dijo que acababa de inscribirme para la mayor aventura de mi vida. Después de varios años de probar mi llamamiento y de adquirir un conocimiento más profundo a través de la experiencia de primera mano de una comunidad basada en la fe que comprendía a personas con todas sus imperfecciones, hice mis votos.
Los votos son inequívocos. “¿Estás dispuesta, por la causa de Cristo, a colocarte a ti mismo completamente a disposición de la iglesia comunidad hasta el fin de tu vida, así como todas tus facultades, la fuerza total de tu cuerpo y alma y todas tus posesiones, tanto las que poseas ahora como aquellas que más tarde puedas heredar o ganar?”. Pero es la formulación singular de la última pregunta que respondí ese día aquello a lo que he vuelto con más frecuencia a lo largo de los años transcurridos desde entonces: “¿Estás firmemente decidida a permanecer fiel y leal, unida a nosotros en el servicio de amor como hermanos y hermanas construyendo la iglesia comunidad, alcanzando a todas las personas y proclamando el evangelio?”. Me encanta la parte que dice “unida a nosotros en el servicio de amor” porque recuerda un llamamiento diario a la acción, una invitación a ese modo radical de vivir y esforzarse por el discipulado junto a otros. La obediencia a ese voto no se trata de algo árido y obligatorio.
Las estaciones estaban al revés, la comida era diferente. No conocía a nadie. Mi vida se parecía al interior de mi refrigerador: apenas podía identificar algo.
No resulta sorprendente que mi padre me recordara aquella charla de hacía unos años en la que mencionó algo acerca de una “aventura” cuando Chris y yo le dijimos que nos habíamos comprometido (tanto los padres de Chris como los míos habían bendecido nuestro noviazgo). Después de todo, no es difícil comprender que los votos de obediencia, ya sea al llamamiento personal o al cónyuge, significan atravesar los inevitables valles y montañas del corazón, con el agregado de una ocasional y épica peregrinación de fe, para completar el cuadro. Sin embargo, en aquel momento no me pareció que la obediencia a aquellos votos podría encontrarme físicamente desarraigada de todo aquello que me era seguro y familiar, lanzada a un nuevo hemisferio, hacia nuevas circunstancias y actitudes.
Pero esto es lo que sucedió: nuestra iglesia nos pidió a Chris y a mí que nos trasladáramos a Australia para trabajar junto a nuestros hermanos y hermanas en la construcción de una vida de fraternidad, a medio mundo de distancia de nuestros seres queridos. Naturalmente, dijimos que sí; después de todo, en la versión espejo del voto benedictino de estabilidad, nuestros votos incluyen la promesa de ir a cualquier lado en donde nuestra iglesia nos necesite, y a darle lo mejor de nosotros apenas llegar. Y así partimos, enfrentando nuestra primera época navideña sofocante (créanme, “En el sombrío invierno” no tiene el mismo impacto emocional cuando lo estás cantando mientras el sudor te gotea de las axilas y unas moscas negras revolotean en torno a tu nariz y tu boca), observando el cielo por la noche solo para descubrir que las constelaciones que conocíamos estaban patas arriba.
Nos tomó un poco de tiempo encontrar nuestro ritmo —no nos avergüenza admitirlo—, pero una vez que lo logramos, la belleza de nuestra nueva patria y, lo más importante, las posibilidades ilimitadas de trabajo creativo que nos rodeaban, abrieron nuestro corazón; comenzamos a enamorarnos de Australia y de su gente, a echar raíces, a crecer. Sin embargo, para mí el cambio real llegó cuando ya llevábamos cinco años de nuestra aventura australiana: descubrí que estaba embarazada de nuestro largamente deseado tercer hijo. Nada salió como estaba planeado. Pasé la mayor parte de los meses de enero y febrero del sofocante verano australiano en hospitales donde unos doctores severos me decían que me quedara quieta o perdería a mi hijo. El estar físicamente inactiva me obligó a transcurrir un indeseado tiempo de calma: necesitaba ser obediente durante una temporada de quietud para mantener vivo a mi hijo. Ese pequeño ser estaba vigorosamente creciendo, luchando por su fortaleza, pero solo si permanecía dentro de un círculo de descanso sereno.
Soy una emprendedora nata; ese es mi lenguaje del amor. Pero por una vez, y por el bien de alguien más, debía detenerme y escuchar. Estar quieta me dio la oportunidad de considerar la naturaleza de la obediencia. Comprendí que, así como mi obediencia hacia mi cuerpo daría vida a un niño, la obediencia a mis votos no era ciega ni claustrofóbica, sino una liberación vivificante hacia la verdadera libertad. La obediencia da lugar a unos dones que jamás pudimos prever, una transformación creativa que inicia el trabajo real, una liberación para recibir los dones que Dios tiene en mente para nosotros. Estaba comenzando a hacer el trabajo de corazón, el entrenamiento, el aprendizaje a decir que sí a las cosas pequeñas, aparentemente insignificantes que permiten una mayor entrega.
La palabra obediencia es a veces lanzada como algo negativo y restrictivo, pero en mi experiencia es profundamente liberadora y renovadora. Depende de mí decidir la calidad de la obediencia a la que me he comprometido, tanto como depende de mí decidir el grado al que busco el amor, la alegría y la dulzura en mi matrimonio. Con mi voto de fidelidad hacia mi esposo Chris, prometo continuar esa búsqueda. Con un voto de obediencia a un cuerpo eclesial, prometo buscar la verdad de Dios, la vida y el llamamiento por encima de todo. Si la obediencia verdaderamente significa “escuchar desde abajo”, necesito creer que mis hermanos y hermanas, que conforman la iglesia a la que profeso mi obediencia, a veces me conocen mejor de lo que yo me conozco a mí misma. Por consiguiente, además, Dios conoce mi corazón con más profundidad y mi camino con más claridad de lo que jamás imagine. Es lo mismo para cada uno de nosotros. La obediencia no debería cegar ni restringir, sino ponernos en un camino continuo en busca del corazón de Jesús y su misión, sin que la gloria personal importe.
Depende de mí decidir la calidad de la obediencia a la que me he comprometido, tanto como depende de mí decidir el grado al que busco el amor, la alegría y la dulzura en mi matrimonio.
Mientras plantábamos árboles en la tierra con sedimento de fosfato, íbamos fijando tallos fértiles en lugares áridos. Deseábamos que echaran raíces, que crecieran, que se regeneraran. Y, lentamente, lo hicieron. Nuestro hijo nació en un día de intensa lluvia, y la llegada de ese niño fue el comienzo de la sanación de nuestro corazón, una conexión nueva y permanente con ese país, que quizá no fuera nuestra tierra natal, pero quizá sí la de nuestro renacimiento. Fue una especie de renacimiento, una realización del milagro de la obediencia que nos había llevado allí y nos estaba transformando de la mejor manera posible. La obediencia es el descubrimiento de la alegría en la aventura, una alegría que no depende de la circunstancia, sino que permite deleitarse con el viaje.
Permanecer conectado con la tierra requiere fe, tanto como requiere fe permanecer conectado con un cuerpo específico de creyentes. Inesperadamente empezará a surgir todo tipo de obstáculos: tormentas, sequías, incendios, inundaciones. Y, sin embargo, si la obediencia está allí —la constancia, el compromiso—, el orden será restablecido sin dificultad. La obediencia nos mantiene firmes cuando el clima nos debilita. La obediencia nos conduce a través de los tiempos difíciles hacia estaciones fructíferas de regeneración; nos permite ser trasplantados a lugares que jamás hubiéramos imaginado alcanzar, y florecer de modos que jamás pensamos que podríamos. Si no alimentamos la fidelidad, jamás cosecharemos los frutos de la obediencia.
Las semanas posteriores al nacimiento de nuestro hijo fueron como una epifanía. Mientras las flores de acacia inundaban nuestro campo de oro, y los perales, los manzanos y los melocotoneros que una joven novia de guerra había plantado alrededor de nuestra casa décadas atrás florecían, llevé a nuestro bebé a esa tierra que tanto me había esforzado por amar. “Esta es la tierra donde naciste”, le susurré mientras lo sostenía en la tibieza del sol bajo los árboles donde zumbaban las abejas. “Tu lugar de nacimiento y mi tierra del corazón”. Finalmente, comenzaba a entender el consejo de la Madre Teresa acerca de que “la obediencia bien vivida nos libera del egoísmo y del orgullo, y de ese modo nos ayuda a encontrar a Dios y en él a todo el mundo. La obediencia es una gracia especial, y produce una paz perdurable, una alegría interior y una unión cercana con Dios”. Los árboles nuevos que plantamos comenzaron a resistir, la tierra que sanaba comenzó a retener el agua y, cuando nuestro pequeño hijo cumplió dos años, las lluvias volvieron y persistieron en abundancia durante los siguientes dos años. Finalmente, la obediencia dio frutos.
No puedo decir que comprendo la obediencia totalmente, incluso mientras continúo viviendo en busca de una vida que conforme una entrega total. Comenzar a aprender la obediencia significó aprovechar un poder transformador, una entrega viviente que empezó a sostenerme, incluso mientras nuestra tierra comenzaba a corresponder nuestra dedicación para sanar su agotamiento. La obediencia significó aceptar la quietud, crear la calma y el desprendimiento en los cuales “escuchar desde abajo” fuera posible. He aprendido que la obediencia es la brida que guía, la quilla que estabiliza, el ala que eleva, el mapa seguro que muestra el camino confiable.
Traducción de Claudia Amengual