Simone de Beauvoir no nació atea; llegó a serlo. En una inversión de la apuesta de Pascal, la idea de cualquier negociación con Dios le resultaba baladí e irrelevante. En su autobiografía de 1958, Memorias de una joven formal, escribe: “No podía admitir ningún tipo de argumento de consenso con el cielo. Por poco que una se ocultara de él, sería demasiado si Dios existiera; y por poco que una le diera, sería otra vez demasiado si él no existiera”. La lógica de todo o nada era la única satisfactoria.

Simone de Beauvoir Fotografía del dominio público

Nacida en 1908, Beauvoir creció en la bruma espesa y emotiva de los vestigios del catolicismo francés del siglo XIX, trasladada a la Francia de la preguerra. Fue educada en la misma clase de religiosidad envolvente que proporcionaba muchas oportunidades para el heroísmo espiritual, en especial, para las jóvenes, la misma clase de crianza que produjo una Santa Teresa de Lisieux, la Pequeña Flor, que aspiró a la santidad desde su más temprana juventud y al morir, en 1897. Beauvoir, quien durante varios años aspiró a ser monja, escribe acerca de los exquisitos trances de las lágrimas confesionales, imaginándose extasiada en los brazos de los ángeles; se enorgullecía de inventar mortificaciones en sus escasos momentos de soledad. Pero, a diferencia de Teresa, Beauvoir no encontró un consuelo duradero dentro o incluso lejanamente cerca del cristianismo.

No fue evitando los trances de emoción ni abandonando el todo o nada metafísico como finalmente encontró una imagen de la adultez con la que pudiera vivir; tampoco bastó con los atractivos de la filosofía, que ella descubrió a través del tomismo de su escuela para niñas ni el grupo de justicia social en el que era voluntaria. Fueron la literatura, en tanto arte, y ella, en tanto autora, las circunstancias que mantuvieron el encanto fuerte y sostenible de la vocación. Aunque cueste creerlo, el primer individuo no santo que Beauvoir encontró realmente atractivo fue un personaje de ficción estadounidense y protestante, Jo March, una de las heroínas de Mujercitas, la enormemente popular novela de Louisa May Alcott publicada en 1868. Después de todo, Beauvoir no pudo escapar del siglo XIX.

Al igual que tantos lectores, la joven Simone se sintió apasionadamente atraída por el personaje de Jo en su condición de escritora, y se volcó hacia el género del cuento corto para imitarla. Como era inevitable, también sostuvo opiniones extremadamente tajantes acerca del “asunto Laurie”, el vecino rico que declara su amor a una y luego a otra de las hermanas March. Al abrir por accidente el segundo volumen de Aquellas mujercitas, se topó con el compromiso de Laurie y Amy (sin tener el contexto del rechazo de Jo), y su respuesta fue inmediata y absoluta: “Odié a Louisa M. Alcott por eso”. Pero las similitudes entre el estilo de vida familiar de las March (una ficción construida a partir de la propia experiencia de Alcott) y el propio le daban placer: “Les enseñaban, como a mí, que una mente cultivada y la rectitud moral eran algo mejor que el dinero”. Eso era algo a que aferrarse, mucho más teniendo en cuenta que, al igual que las March y la propia Alcott, la familia de Beauvoir lidiaba con apuros económicos, el recuerdo de tiempos mejores y la riqueza y el confort demasiado evidentes de vecinos y parientes. La recompensa a su virtud debía encontrarse en las causas que abrazaban: para Alcott, el abolicionismo y el sufragio; para Beauvoir, el existencialismo, el marxismo y su propia variedad de feminismo existencialista marxista. La necesidad de una circunspección social estricta en el comportamiento de las hijas se perdió del mismo modo en Simone, Louisa y Jo.

Louisa May Alcott

Este curioso entrecruzamiento entre la vida de Alcott y la de Beauvoir continúa provocando mi sentido de lo importante, con la coincidencia añadida de la película de Greta Gerwig y una nueva biografía de Beauvoir escrita por Kate Kirkpatrick, ambas de 2019. La película es encantadora, aunque estoy bastante lejos de ser una fan de ella; yo también leí Mujercitas con placer en mi juventud, pero jamás me pareció el reflejo o la idealización de mi infancia. De hecho, fue recién cuando leí Memorias de una joven formal de Beauvoir que tuve la experiencia de lectura análoga a la que muchas declaran con respecto a Alcott, donde las descripciones de la autora parecen corresponderse con o provocar algún recuerdo mío. Crecí en la excolonia francesa de Luisiana, en la iglesia romana posterior al Concilio Vaticano II. Al igual que Beauvoir, yo tenía una hermana menor, un progenitor devoto y uno más escéptico, una gran familia extendida que debía visitar, un vestido blanco en la primera comunión y el confesionario pronto para absolver incluso el más pequeño de los pecados de la semana. El panorama de Alcott, por contraste, me era extraño: que las March prestaran tanta atención a arrepentirse de las fallas en su comportamiento, que renunciaran al vino (renunciar al vino para siempre, incluso en las bodas, que se preocuparan acerca de si habían conferido demasiado poder a sus pasiones, todas actitudes fundamentalmente poco francesas, no adoptadas por ningún adulto que conociera bien. Para mí, el mundo protestante de Mujercitas se interpretaba como una fantasía.

Simone también encontró un poco desconcertante el protestantismo de las March, la única excepción en su cercana correspondencia. Leyó Mujercitas en inglés; la traducción al francés convierte al Sr. March en doctor, lo mejor para no escandalizar a sus lectores con un clero que pudiera casarse. Las March tenían El progreso del peregrino, pero la madre de Beauvoir le regaló el libro de Tomás de Kempis Imitación de Cristo. Beauvoir toma su primera comunión con un tul y un velo de encaje irlandés (no el traje de moda en la Luisiana de 1980, ¡ay con la época!). Pero la mortificación continua de Meg y de Amy ante la sencillez de sus ropas de adolescentes, tan similar a la de Simone a su edad, era una verdad de la vida y la religión que Beauvoir no podía perdonar. Un día, una nueva alumna llega a la escuela; está bastante mejor vestida que las otras: “su cabello corto, su suéter con buen corte y su falda plisada, su actitud deportiva y su voz desinhibida eran señales obvias de que no había crecido bajo la influencia de Santo Tomás de Aquino”. A pesar de la preferencia de Simone por Jo, es obvio que se parece un poco a Amy. Tiene un deseo similar de ser hermosa y admirada que resulta encantador, una razón para quererla, una mancha perdonable, aunque real en su carácter. En las novelas de Beauvoir, cada una de sus dobles deambula por París y por el mundo, deseando nuevas formas de ser adoradas.

Toma de la pélicula Mujercitas (2019) de Greta Gerwig. Fotografía de imdb.com.

El objeto de la propia adoración juvenil de Simone fue su mejor amiga, Zaza, incluida en sus memorias como el complemento narrativo para sus propios sueños de rebelión. Juntas transcurrieron la adolescencia en su escuela apodada Le Cours Désir, donde el catolicismo era la justificación de varias extrañas expectativas. La madre de Zaza, que tenía otros ocho hijos, “hubiera considerado inmoral comprar en una tienda productos que podían ser hechos en casa: tortas, dulces, ropa interior, vestidos y abrigos”. Esto no se hacía tanto en aras del ahorro —siendo el ahorro un ideal virtuoso, aunque innecesario para las jóvenes destinadas a casarse con hombres que eran dueños de los medios de producción—, como de ser fuente de una ocupación que se necesitaba desesperadamente: la vida de vestir ropa hermosa y sentarse con la espalda derecha en las reuniones sociales adecuadas solo puede ocupar varias horas del día. Y así, Zaza fue enviada a comparar los precios de la ropa o puesta a trabajar enlatando grandes cantidades de dulce, de manera tal que casi no tuviera tiempo de hablar con Simone. (En El segundo sexo Beauvoir se muestra particularmente virulenta acerca de las tendencias destructivas de hacer dulce). “Zaza”, escribe Beauvoir con un poco de celos, “era demasiado cristiana para soñar con desobedecer a su madre”. Pero, en tanto Zaza obedecía, ella también sentía la rareza de lo que la religión estaba pidiendo, en nombre de la religión, a pesar de todo: “No podía forzarse a creer que yendo a las tiendas y a tomar el té estaba observando fielmente los preceptos del evangelio”.

Las privaciones menores de Beauvoir son insignificantes ante las de Alcott, cuya familia no solo era pobre, sino a menudo pobre a través de la búsqueda de ideales de otro mundo. Durante sus días como frutarianos, corría el rumor de que el padre de Alcott les prohibía cultivar patatas debido a su naturaleza terrenal. Pero hay elementos de la vida de Alcott que bien podrían haber dado envidia a Beauvoir. La educación superior de Beauvoir se debió a que su familia no podía permitirse casarla con la dote habitual, y por eso fue enviada a estudiar al instituto para ser maestra. Su padre consideraba el aprendizaje de su hija como una manifestación vergonzosa de su propio fracaso, y le decía que leía demasiado. Para Alcott, en cambio, aunque no era broma tener como padre a un utopista fracasado, alguien que rechazaba recibir un salario, y era a veces un philosophe que, de algún modo, nunca fue capaz de poner sus mejores pensamientos por escrito, la situación de su familia tenía ciertos beneficios. Bronson Alcott se tomó la educación de Louisa en serio, y sus contactos familiares con el trascendentalista Ralph Waldo Emerson, el abolicionista William Garrison y el ministro unitario Theodore Parker fueron la razón por la que la filosofía radical, la política radical y la religión radical eran parte natural de la vida familiar, no algo que los padres se esforzaran desesperadamente por mantener lejos.

Para mí, el mundo protestante de Mujercitas se interpretaba como una fantasía.

Con su incipiente conciencia social, Beauvoir recibió por parte de figuras de autoridad la vaga certeza de que la condición de los trabajadores estaba mucho mejor en aquellos días. Más tarde, insistiría en comprobarlo ella misma viajando lejos para ser testigo de las diferentes condiciones sociales en el trabajo; sus visitas a Estados Unidos la involucraron en un estudio acerca de los efectos de la segregación, lo que acabó por ser un gran impulso para escribir El segundo sexo. La filosofía, incluida la filosofía política, se volvió el medio de rebelión mediante el cual la realidad, en todo su padecimiento, podía ser finalmente vista de manera veraz.

Para Alcott, en cambio, el cuidado radical de los pobres —no solo ayudar a los otros de vez en cuando, sino intentar determinar cuáles condiciones sociales terminarían con la pobreza— era el tipo de cristianismo que conocía desde su temprana juventud. La libertad de experimentar la fe de ese modo es parte del encanto de la vida de las hermanas March, a pesar de que es difícil encontrar una sola palabra de ellas que sea indicio de que la cuestión de la abolición esté entre sus pensamientos. La libertad de Beauvoir para permitir que la política estuviera incluida de forma evidente en sus obras publicadas pudo, a su vez, haber causado la envidia de Alcott. Es fascinante ver cómo sus dos experiencias religiosas de juventud, muy similares entre sí, fueron tomadas de manera completamente diferente por las personas que las rodeaban. Escribe Alcott: “Mientras estaba ahí, un sentimiento muy solemne y extraño me embargó, sin más sonido que el susurro de los pinos, sin nadie cerca, y con el sol tan glorioso, solo para mí. Era como si sintiera a Dios de una manera jamás experimentada y oré en mi corazón para conservar esa sensación feliz de cercanía por el resto de mi vida”. Para una unitaria, esto era una expresión absolutamente razonable de cristianismo. Pero para Beauvoir, fue el intento de comunicar algo parecido y no lograr que lo tomaran en serio lo que dio por terminado su interés en la religión.

Sin embargo, el problema principal con el modo en que la religión le había sido enseñada, escribe Beauvoir, era que conformaba la verdad de una esfera de la vida observable, pero no de otra: “La santidad y la inteligencia pertenecían a dos esferas bastante diferentes; y los asuntos humanos —cultura, política, negocios, modales y costumbres— no tenían nada que ver con la religión”. Al principio, esta separación era meramente desconcertante; luego, Simone empezó a sospechar. Con referencia al reclamo de un salario justo para los trabajadores que el papa León XIII hizo en su Rerum Novarum (una posición moderada que renegó de cualquier cosa tan amenazante como el socialismo o la abolición de la propiedad privada), sus padres se quejaron de que “había traicionado su santa misión”, lo que obligó a su hija a “tragarse la paradoja de que el hombre elegido por Dios para ser su representante en la tierra no debía ocuparse de asuntos terrenales”.

En la universidad, sin embargo, Beauvoir se involucró con esas ideas a través de la obra de su profesor Robert Garric, un “católico social” que hablaba acerca de proporcionar oportunidades culturales e intelectuales a las clases trabajadoras. En él, ella podía admirar la coincidencia de idea y vida que no encontraba en otro lado: “Finalmente había conocido a un hombre quien, en lugar de someterse al destino, había elegido para sí un modo de vida; su existencia, que tenía un propósito y un sentido, era la encarnación de una idea y estaba gobernada por su necesidad primordial”. Pero ella nunca abandonó el gusto por el todo o nada, su “nostalgia del Absoluto”. Tal como declaró más tarde, en su opinión, ni siquiera el socialismo era suficiente para provocar la liberación de la mujer. La revolución era necesaria.

Beauvoir fue crítica de este aspecto propio, incluso intentando bromear al respecto: “Un socialista no podía ser de ningún modo un alma atormentada; estaba persiguiendo fines que eran a la vez seculares y limitados: tal moderación me irritaba desde el origen. El extremismo de los comunistas me atraía mucho más; pero sospechaba que eran tan dogmáticos y estereotipados como los jesuitas”. Los mandarines, la novela que Beauvoir publicó en 1954, es una clase magistral acerca de la fragmentación y las debilidades de la izquierda apasionada y autocrítica, mientras sus miembros revoloteaban intentando unirse después de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. Y su vida, dedicada al activismo tanto como a la escritura, ejemplificó la coincidencia entre la palabra y los hechos, que ella buscaba. Mientras atravesaba el mundo para reunirse con activistas feministas y marxistas y mientras escribía interminables cartas en respuesta a los lectores de El segundo sexo, también dejó su huella en casa: el periodismo de Beauvoir ayudó a inclinar la balanza de la opinión pública francesa a favor de poner fin a la ocupación colonialista de Argel.

El problema principal con el modo en que la religión le había sido enseñada, escribe Beauvoir, era que conformaba la verdad de una esfera de la vida observable, pero no de otra.

La iglesia católica romana de Luisiana en los pasados ochenta era y no era la iglesia de la juventud de Simone. Nadie pedía mortificaciones, Roma quedaba lejos, al igual que Francia; la última monja de la Immaculate Conception Cathedral School, la hermana Hélѐne, había muerto el año antes de que yo la tuviera como maestra. Quizá, debido a esa distancia, en 1984 Luisiana fue el lugar donde se dio el primer enjuiciamiento a un cura que había abusado de cientos de niños en la diócesis a solo unos pocos kilómetros de la mía, un hecho que ni un solo adulto me mencionó, ni siquiera una vez, aunque sí me decían continuamente que me cuidara de los pedófilos. Había una estatua de San Vicente de Paul, santo patrón al servicio de los pobres, en un pequeño jardín en el exterior de nuestra iglesia; nunca tuve claro por qué se lo consideraba famoso.

Toma de la pélicula Mujercitas (2019) de Greta Gerwig. Fotografía de imdb.com.

Para nuestra familia, el catolicismo era una cuestión genética; sin lugar a duda no se trataba de moralidad. Ciertas reglas, ligeramente más complejas que aquellas de las otras confesiones desprestigiadas, daban forma a lo que estaba permitido y lo que no. Todo el mundo vivía dentro y fuera de esas reglas simplemente mientras sucedía; si alguien necesitaba una anulación, sería otorgada a la larga, solo había que esperar un poco. En la escuela católica aprendimos argumentos para defender esa complejidad de las acusaciones de arbitrariedad; de algún modo, esto conformaba la totalidad de la teología. Algo faltaba, aunque no sabíamos qué. Como escribe Beauvoir: “Yo tenía argumentos sutiles para refutar cualquier objeción que pudiera ir contra las verdades reveladas; pero no conocía ninguno que pudiera probarlas”.

El problema, para mí, no radicaba tanto en la prueba; la epistemología es la rama de la filosofía que menos me gusta; es mucho más interesante aprender todo acerca de las cosas que perder tiempo en cómo, en primer lugar, sé de ellas. Lo que faltaba era algo más esencial. En la universidad leí por primera vez La libertad cristiana (1520), de Martín Lutero. Cuando unos juerguistas que venían de la fiesta anual del campus interrumpieron nuestro seminario después de unos minutos, arrojé mi ejemplar contra la pared con dejadez. Nunca había leído un texto como ese; al principio me pareció una pura ausencia de pensamiento. Pero, a la mañana siguiente, regresé al salón de clase para recuperarlo del rincón. No era una apología, sino algo más simple. La verdad, sea lo que sea, te hará libre. Podía vivir con eso.

La satisfacción de Beauvoir en la simple negación de todo lo religioso tiene un sentido intenso para mí; sé exactamente cómo se sentía, porque yo también la había experimentado. Barrer con todo, las construcciones artificiales, el aparente desprecio hacia el cuerpo femenino y su redención por medio de heridas autoinfligidas, la insistencia acerca de que la autoridad humana (masculina) era santa por sí misma, y en la que, finalmente, siempre se podía confiar: la verdad era un objetivo prefabricado sin dramatismo hasta su realización.

Toma de la pélicula Mujercitas (2019) de Greta Gerwig. Fotografía de imdb.com.

Después de que uno niega lo obvio, cualquier buen hegeliano puede decirlo, debe venir una síntesis que contenga a la vez lo obvio y su negación de un modo más sutil. Beauvoir, quien era en otro sentido una buena hegeliana y sabía esto de sobra, jamás llegó allí con su fe negada, porque no quiso hacerlo. Intentó satisfacerse con amores terrenales; nos encantan sus novelas, porque en ellas admite que nunca funcionó. En su juventud, Beauvoir solía ir a las iglesias a buscar un momento de tranquilidad; yo todavía lo hago. Pero qué alivio significa no lamentarme por dejarme llevar en mi buena fe y desear aquello que se supone el edificio debería albergar, aquello que, según dice el ateo con un absolutismo imposible, no puede existir, y aquello que, según dice Tomás de Aquino demasiado ligeramente, todos los hombres llaman Dios. Ser heredera no del siglo XIX, sino de la rebeldía de Beauvoir, es un regalo inmerecido; lo acepto.

Beauvoir fue feliz en la universidad, aunque no encontró a ningún autor de la historia de la filosofía en quien pudiera confiar; la interpretación de Platón que se le ofreció resultó particularmente anodina, y nadie le enseñó nada sobre Hegel ni sobre Marx. Ella creía que la literatura era un mejor medio que la “voz abstracta” de la filosofía, pero luchaba contra la idea de escribir por vanidad. En esta fase, reflexionó mucho acerca de la posibilidad del misticismo; eligió la obra de Plotino e intentó imaginarse como parte de alguna revelación directa del absoluto. “En momentos de perfecto desinterés, cuando el universo parece estar reducido a un conjunto de ilusiones y en el cual mi propio ego era abolido, algo tomó su lugar: algo indestructible, eterno; me parecía que mi indiferencia era una manifestación negativa de una presencia con la que quizá no fuera imposible establecer contacto”. Preguntó a sus pares católicos y a un profesor si acaso estaba en la pista de algo importante. Le respondieron que no. Hacía ya tiempo que su confesor le había dejado claro que no tenía nada para decir ante sus dudas.

Finalmente, una noche, al fallar en su intento de convocar a Dios directamente en ese lugar y en ese momento, decidió que hasta ahí llegaba y concluyó: “Tendría que haberlo detestado, si lo que estaba aconteciendo aquí abajo debía continuar en la eternidad”. Y así su ateísmo permaneció en los libros. Pero esta afirmación no concuerda con la importancia que daba al arte y su promesa de longevidad y, por lo tanto, no concuerda con la obra de su vida.

Sus sentimientos más verdaderos quizá estén expresados en lo siguiente: “Si estuviera describiendo con palabras un episodio de mi vida, sentiría que estaba siendo rescatado del olvido, que interesaría a otros y así sería salvado de su extinción”. Este sentimiento tiene su sorprendente correlato en el diálogo entre Jo y Amy (tal como Gerwig lo muestra en su película), cuando discuten por qué tendría alguna importancia escribir acerca de la vida familiar de unas mujeres. Al final, en tanto artista y filósofa, Beauvoir se aferra a este tipo de eternidad, al menos, con una brillantez que no solo me llena de amor, sino también de orgullo. Un orgullo por ella y por cada una de las cosas hermosas que logró escribir a pesar de sus imperfecciones, tan orgullosa como estoy de Alcott por su trabajo y su vida, y tan orgullosos como todos estamos de Jo. Me di cuenta de que no era la nostalgia, sino el orgullo el sentimiento principal que me embargaba al ver la película de Gerwig: no un orgullo basado en la perfección de Alcott ni en la autonomía impregnada de estética de la Jo que Gerwig muestra, sino en el hecho de que Alcott escribió y leímos. Beauvoir no se equivocó con respecto al arte.

Toma de la pélicula Mujercitas (2019) de Greta Gerwig. Fotografía de imdb.com.

Ella no aprendió la lección de Jo, sin embargo, o quizá la aprendió demasiado bien: después de todo, eligió a un Laurie como compañero o, mejor dicho, a un profesor Bhaer (el hombre con quien Jo se casó) quien, en su historia, conserva varios aspectos sospechosamente evocadores de las peores características de Laurie. Es decir, Beauvoir encontró a Jean-Paul Sartre y mantuvo la necesidad de alabarlo, incluso cuando él no lo merecía. Y, como la biografía de Kirkpatrick útilmente nos recuerda, aunque Beauvoir era una existencialista y una filósofa mucho antes de que Sartre fallara en su primer intento de dar examen en la Sorbona —luego necesitó la ayuda de ella para entender a Leibniz, Husserl, Hegel y otros— aún vemos su compromiso hacia lo que ella insiste es la filosofía de él, incluso cuando describe lo que fue, antes, su idea. Cuando la escritura de Beauvoir tambalea, a menudo se debe a que de pronto adquiere un matiz de la apologética que ella desprecia en otras circunstancias, es decir, cuando ella siente que es necesario pedir disculpas por Sartre. El hecho de que su escritura se libere exitosamente de esto con tanta frecuencia, tal como en su vida privada ella pronto se liberó de Sartre como compañero o como ídolo de verdad (después de algunos meses juntos ella lo declaró un amigo del corazón y no un sujeto de adoración duradera), es un testimonio acerca de la realidad de su compromiso con la libertad como el bien más preciado.

En su filosofía, Sartre jamás logró desprenderse de la malinterpretación obstinada de Hegel en la que su yo joven persistió. Todo se reduce a la relación dialéctica entre amo y esclavo de Hegel: Sartre se valió de este pasaje para dar a entender que el ser humano jamás podría escapar de su deseo de dominar al otro, en toda su variedad: el extranjero, el trabajador, tu amante, la persona con la que te cruzas en la calle. Beauvoir escribió Para una moral de la ambigüedad (1947) con la finalidad de defender el existencialismo ante la acusación de que carecía de una ética coherente; pero su filosofía ética alcanzó la coherencia a través de la comprensión de que solo deseando la libertad del otro uno puede alcanzar una comprensión y una práctica auténticas de la libertad que cada individuo anhela. Esto se acerca más a lo que Hegel realmente dijo. ¿Por qué Beauvoir fue capaz de escuchar? Ella escribe lo siguiente: “Mi crianza católica me había enseñado a tener siempre en cuenta al individuo, por humilde que fuera: todos tenían el derecho de alcanzar lo que yo llamaba su esencia eterna”. Beauvoir mantuvo toda la fe que pudo.

Creo que Beauvoir se asentó en el ateísmo, porque era incapaz de imaginar un cristianismo intelectual. Esto no se debía a que el intelectualismo careciera del tomismo o del existencialismo católico que ella había conocido, sino a que lo que ella deseaba era la libertad de un cristiano, la libertad de entender a Dios, la verdad, lo Absoluto de la manera que ella prefiriera, y se le había dicho que no había un modo de hacerlo. Hay una ironía en su fascinación por el enfoque de Sartre, que para ella resultó novedoso, acerca de la libertad de desear el propio futuro, algo demasiado sorprendentemente evocador del argumento que Lutero presentó en 1520. Para Beauvoir, el nacionalismo ciego de la iglesia católica francesa, su apoyo triunfal a la colonización, su falta de voluntad para cuestionar la propiedad privada, no podían responder a su deseo de comprensión de un mundo cautivo del capitalismo. Beauvoir debe ser considerada un ángel rebelde.


Traducción de Claudia Amengual