Los altos muros de la penitenciaría del Estado de Washington mantienen a prisioneros encerrados y separados del público durante un lapso específico, pero no mantienen fuera un mal que siempre ha sido parte de la vida pública de Estados Unidos.
La gran mayoría de nosotros, quienes estamos encerrados, no importa cuáles sean nuestros puntos de vista personales, estamos obligados a ser parte de un sistema de segregación. El uso del teléfono, las duchas, las mesas para almorzar y las celdas están separados por raza. Hay grupos de prisioneros que imponen estas reglas no escritas; los funcionarios no solo aceptan la segregación, sino que la facilitan. Cualquiera que viole estas reglas puede enfrentar sanciones de los guardias o violencia de otros prisioneros. En tanto hombre negro (Antoine) y hombre blanco (Aaron), cada uno de nosotros ha experimentado esta presión asfixiante.
Aaron: En mi memoria está grabado para siempre un día en que caminé por el gran patio de la prisión para respirar aire puro. Vi cómo otro hombre blanco finalizaba sus ejercicios. Un grupo de prisioneros blancos también observaba y esperaba hasta verlo exhausto después de correr varios kilómetros sobre el asfalto. Empapado en sudor, caminaba con lentitud, los brazos en alto para permitir que más oxígeno entrara a los pulmones. En el momento preciso, un atacante ―que los prisioneros llaman “el mandadero”― surgió de un grupo de cuatro convictos blancos que estaban apiñados, luciendo su cabeza rapada, sus tatuajes de esvásticas y sus pequeños collares de acero forjado. El atacante designado, de no más de veinte años, con pelusa por vello facial, llevaba dieciocho meses de una sentencia de veinticinco años y ya le había llegado el tiempo de “probarse” ante los miembros veteranos del grupo de supremacistas blancos.
¿El objetivo? Otro supremacista blanco que había roto las reglas al compartir una ducha que pertenecía a los prisioneros negros. Ningún tipo de favor ganado en el pasado podía salvar a ese hombre joven de las consecuencias de haber roto esa regla cardinal. Al usar una ducha para negros había faltado el respeto abiertamente a aquellos que establecían las reglas e incluso había arriesgado la posibilidad de una revuelta racial.
La agresión fue rápida e implacable. Un golpe inesperado puso al hombre de rodillas. Otros cinco golpes en la cara dejaron claro el mensaje. La sangre comenzó a brotar de su nariz, boca y ojos. En unos segundos, el megáfono del guardia de la prisión resonó desde la torre de guardia: “¡Basta! ¡Dejen de pelear! ¡Al suelo!”. Otros guardias se apresuraron a entrar al patio gritando las mismas órdenes. El mandadero cayó de rodillas, postrado, entregándose con satisfacción.
Al otro lado del patio, los supremacistas blancos sonreían con expresión burlona en señal de aprobación.
Antoine: No todos los prisioneros adhieren a estas reglas racistas, por supuesto; mucho menos aprueban la violencia empleada para implementarlas. Pero todos enfrentamos alguna presión para aceptar la segregación racial. Los prisioneros coordinan sus afiliaciones según el color de la piel, y los administradores de la prisión perpetúan este sistema al asignar a los prisioneros a celdas donde hay personas de la misma raza. Desde el supervisor de cada unidad hacia abajo lo habitual es que los guardias hablen de “celdas negras” o “celdas blancas”. Si, por alguna razón, en una misma celda termina habiendo prisioneros de distinta raza, la mayoría de las veces los funcionarios de la prisión harán que uno de ellos se cambie de celda. Los prisioneros que rechazan esas decisiones administrativas se arriesgan a ser sancionados por una “resistencia a dispersarse” y ser enviados a confinamiento solitario. Así que, por el bien de su propia seguridad, suelen aceptar el statu quo de segregación. Frente a la intimidación y llenos de miedo, muchos individuos encarcelados se niegan a cruzar esas líneas.
Mi primer choque con esta realidad fue un día en que Diablo, un joven hispano, y yo practicábamos tiros al aro en la cancha de básquetbol para pasar el tiempo. Nos reíamos y charlábamos acerca de la familia, apenas dos hombres que hablaban y disfrutaban de la compañía del otro. Antes de caer preso yo tenía amistades multiétnicas, y él también, y los dos éramos relativamente nuevos en el sistema carcelario y no estábamos pensando en líneas raciales. Simplemente nos veíamos uno al otro como personas.
Mientras nos reíamos y hablábamos, casi sin recordar que estábamos presos, le lancé la pelota a Diablo, pero antes de que él pudiera hacer un lanzamiento fue confrontado por un hombre hispano. La cara del tipo estaba cubierta con tatuajes, uno de los cuales estaba en el cuello y era un número 13 en tipografía de inglés antiguo, una marca de la pandilla Sureños. A un costado, un grupo de prisioneros hispanos lo observaba desde una cierta distancia. Su apariencia y su comportamiento sugerían la pertenencia a alguna pandilla.
Cuando el hombre le susurró algo al oído, la sonrisa de Diablo se desvaneció, como si le hubieran arrebatado algo valioso. Al pasar a mi lado, el extraño me miró con una arrogante expresión de triunfo. Diablo bajó la cabeza y, sin ganas, dejó que la pelota le resbalara de las manos. Mientras la pelota rebotaba y rodaba hacia la cerca reforzada con alambre de púas, pregunté: “¡Ey, amigo! ¿Adónde vas?”. Con miedo en los ojos y en la voz respondió: “No puedo jugar contigo”, y caminó hacia el grupo de prisioneros hispanos que acababa de definir los parámetros de su vida.
La amenaza física a cualquiera que no cumpla las reglas de segregación había acabado con nuestra relación. Las presiones para obedecer habían anulado nuestra incipiente relación y lo habían alentado a verme como un enemigo por el color de mi piel.
Aaron: Según un famoso dicho: “Cuando estés atravesando el infierno, sigue caminando”. Un 20 de marzo de 2013 estaba sentado en mi celda esperando que el guardia anunciara la hora del recreo. El pequeño altavoz crepitó y una voz débil surgió del intercomunicador. “¿Olson?”, dijo el suave llamado, un cambio notable con respecto a las habituales órdenes que nos ladraban. “¿Sí?”, respondí. “La supervisora quiere verte en su oficina, por favor”. El intercomunicador quedó en silencio.
Una convocatoria no programada a la oficina de la supervisora de la unidad correccional no suele anunciar algo bueno, y la ansiedad se disparó. Me puse los zapatos y estiré mi uniforme caqui. Mi consejero y la supervisora me recibieron en el corredor. Con rostro sombrío, clavaron los ojos en mí. Me pregunté si me iban a trasladar a confinamiento solitario, con temor a enfrentar otra larga temporada de aislamiento, pero disimulando mi angustia.
“Se trata de tu mamá”, dijo la supervisora. Pude adivinar lo que seguía, pero fingí no entender, con un nudo en la garganta. “Ha fallecido”.
“¿Qué?”, dije confundido. “¿Cómo?”. Busqué sus ojos, empáticos por primera vez en los nueve meses desde que la había conocido. La mujer con hielo en las venas se armó de compasión para atravesar el momento: “Creo que tu mamá se suicidó”.
Quedé paralizado. Hubiera preferido el confinamiento solitario antes que esa noticia horrenda. Ella añadió: “Creo que se pegó un tiro. Eso dijo tu hermana”. De inmediato, imágenes de mi madre disparándose me abrumaron y me sentí confinado en una prisión dentro de otra prisión, atormentado e incapaz de hacer algo por mis seres amados. “¿Puedo hacer una llamada?”, pregunté. “Claro”, respondió ella. Llamé a mi cuñada, Anela. Respondió el teléfono llorando y me explicó que mi madre se había pegado un tiro dos días antes.
Me puse en “modo esperanza” para alentar a Anela y a mis hermanos a que tuvieran fe en que podríamos atravesar aquello. Acepté escribir un elogio fúnebre: “Madre de profesión”. Atribuyo mi fortaleza en aquel momento particular a mi relación con Dios. Cuando me sentí desesperanzado, él me dio esperanza. Por mi parte, pude derramar esperanza hacia mi familia, a sabiendas de que estaba en medio de lo que podía sentir como una situación sin esperanza. Me sentí agradecido por poder consolar a aquellos que amaba. Pero cuando colgué el teléfono, me pregunté quién me consolaría a mí.
En la prisión, las noticias corrieron más rápido que el cotilleo en un club del Rotary. El cabecilla de los supremacistas blancos (líder de uno de los grupos) vino a mi celda aquella tarde. “¿Todo bien?”, preguntó a través de la abertura en la puerta de acero. Asentí con la cabeza, aunque no era cierto. Sabía que él no estaba preocupado por mí. Era la segunda vez que me hablaba. Pronto reveló la razón de su presencia.
“Necesito que te encargues de tu antiguo compa de celda”, prosiguió. “Anda diciendo que ahora es caucásico y no un muchacho blanco”. Yo sabía de sobra que el anuncio público de mi antiguo compañero acerca de ser caucásico era su modo de librarse de los supremacistas blancos. También era un camino seguro hacia una salida violenta de la población general. Los blancos querían lastimarlo seriamente y me eligieron a mí para la tarea. Sin dudarlo, rechacé el pedido, alegando que mi madre había muerto. El cabecilla hizo como si fuera la primera vez que oía aquello, simulando empatía. Se marchó rápidamente para continuar su búsqueda de alguien que estuviera dispuesto a seguir sus órdenes.
En los dos meses siguientes ni un solo hombre alineado con los “blancos” me preguntó si estaba bien o pareció preocuparse por mi pérdida. En lugar de eso, mi consuelo y mi sensación de fraternidad provinieron de una fuente inesperada. Apenas unos segundos después de la solicitud del supremacista blanco, el intercomunicador volvió a sonar. “Unas personas quieren hablarte”, se oyó. El intercomunicador quedó en silencio, y la puerta de acero comenzó a deslizarse. Pude ver a dos hombres negros de pie en el gran espacio que divide las dos partes del módulo. Uno de ellos era Antoine.
Antoine: Cuando me enteré de que la madre de Aaron se había suicidado, me sentí afligido intentando imaginar qué hubiera sentido en su lugar. La montaña rusa emocional me dejó en el estómago un nudo como una piedra. Quise consolarlo, pero me pregunté qué podía decir o hacer bajo circunstancias tan demoledoras.
Después de que otro amigo y yo obtuvimos permiso de uno de los guardias para hablar con Aaron, nos acercamos y oramos con él. Al girar para marcharnos, pude sentir el tira y afloja interno que me impulsaba a hacer más que solo orar. Para apoyarlo verdaderamente en una cultura de segregación, debíamos estar obligados a abrirnos camino a través del racismo y el odio, exponiéndonos a la posibilidad de violencia, una realidad que yo conocía demasiado.
En los días siguientes, Aaron y yo caminamos, conversamos y a veces lloramos juntos. En varias ocasiones se nos acercaron prisioneros blancos y sugirieron que dejáramos de lado cualquier tipo de interacción, incluso con amenazas. Por experiencia sabíamos que esas amenazas eran serias.
Los prisioneros negros, por otra parte, hablaron conmigo privadamente acerca de mi interacción frecuente con Aaron. Después de explicarles la razón detrás de mi decisión de apoyarlo, me dejaron hacer mi voluntad alegando que había mostrado coherencia en mi reclamo de ser cristiano. Algunos de los prisioneros negros hicieron comentarios insultantes, algo que yo esperaba, pero ninguno me amenazó, aunque no podía sentirme del todo seguro.
Pero a pesar del peligro, no podía abandonar a una persona necesitada solo por su color de piel. Sí, habría sido más seguro aceptar las normas de la prisión. Pero elegir la seguridad física habría pesado en mi conciencia y no podía olvidarme de Aaron.
Antes de que las cosas llegaran a un punto de ebullición, a Aaron le permitieron salir para asistir al funeral de su madre. Vestido con un mameluco anaranjado y con unas esposas de acero, fue llevado por dos guardias al servicio que duraría una hora. Cuando terminó, un trabajador social le informó de que su solicitud de traslado por una adversidad personal había sido aceptada y que Aaron iba a ser trasladado al Centro Correccional de Washington en Shelton. Fue agradable saber que su adversidad lo llevaría más cerca de casa. Sin embargo, era difícil digerir la ironía que implicaba que la razón invocada para el traslado era estar más cerca de su madre, que ya no vivía.
A pesar de las circunstancias, me alegró ver que abandonaba aquel infierno conocido como la penitenciaría del Estado de Washington. En comparación con otras prisiones, esa penitenciaría es una manta húmeda que apaga cualquier chispa de esperanza.
Después de que Aaron se marchó, continué valiéndome de cada oportunidad para desafiar la ignorancia y el odio. Me ocupé de bajar las barreras raciales quitando uno a uno los ladrillos de muro.
Después de haber pasado una década de mi vida en la penitenciaría del Estado de Washington, finalmente fui transferido a Shelton donde me reuní de nuevo con Aaron.
Aaron and Antoine: Nuestra amistad tuvo un final feliz, pero estamos más preocupados que nunca por el racismo persistente en las prisiones, que daña a todos. La seguridad, la comunicación y las relaciones para todos los prisioneros se resienten por causa de la cultura de la segregación. No a todos los prisioneros les gusta, pero la amenaza de violencia y las sanciones sobrevuelan a cualquiera que viole esas reglas. Peor aún, el Departamento de Correcciones, que reivindica proteger la seguridad y rehabilitar a los prisioneros, respalda el comportamiento racista al dividir a la población en celdas blancas, negras e hispanas, y al permitir que otras prohibiciones no escritas continúen sin ser cuestionadas. Esto no solo profundiza el racismo en la prisión, sino que refuerza ese modo de vida como una norma cuando los prisioneros regresan a casa.
Nuestra esperanza es que algún día quienes están a cargo del Departamento de Correcciones se ocupen de cambiar esa cultura brutal dentro de sus instalaciones. Está siendo ignorada una oportunidad de desafiar el racismo de una cultura dominante, y esto hace más peligrosa la vida y refuerza ideas que tienen consecuencias destructivas dentro o fuera de prisión.
Traducción de Claudia Amengual.