Este artículo fue escrito en 2021 y se publicó por primera vez en enero de 2022
La última misa celebrada en la Institución Correccional Federal Bastrop fue el viernes 27 de marzo de 2020. ¿Por qué un viernes? En las prisiones federales, se asigna una hora de culto a cada grupo religioso. La disponibilidad de nuestro cura y los horarios de la prisión hicieron que el viernes se convirtiera en nuestro “domingo”. No estoy quejándome. A diferencia de muchos católicos encarcelados, en la ICF Bastrop tenemos un pastor que ejerce su ministerio con nosotros. Nos consideramos una iglesia misionera de la parroquia local. Y éramos una misión pujante: más de cincuenta asistentes regulares a misa, un ministerio musical y un consejo parroquial, una activa clase de catecismo, ocho hombres prontos para ingresar a la iglesia en abril, estudios bíblicos y grupos para rezar el rosario.
En los primeros meses de 2020 seguíamos con ansiedad las noticias a medida que la COVID escalaba nuestras cercas. Sentíamos que algo ominoso se aproximaba y nuestras comunidades de fe oraban por el rápido final que el gobierno anunciaba. El 3 de abril, mientras los primeros brotes a gran escala asolaban varias prisiones, la Agencia Federal de Prisiones pasó a un estado de cuarentena preventiva. Durante tres meses permanecimos en nuestra celda veintitrés horas por día, con una hora de libertad restringida al piso más cercano. Evidentemente, el culto colectivo se detuvo.
Como coordinador pastoral de nuestra comunidad católica, me sentía preparado para gestionar mis necesidades devocionales mientras durara aquello. Sabía cuándo se emitía la misa por radio. Con mi Biblia y algunos libros espirituales, y suscripciones a St. Anthony Messenger, National Catholic Register y Plough Quarterly estaba listo para una devoción en solitario. Pero mis hermanos católicos en el dormitorio de la prisión solo tenían una fracción de mis recursos, y mi hora diaria de libertad a menudo se iba en alentar a aquellos hombres a través de su puerta, compartiendo programas de radio e intentando empujar bajo esa puerta todo el material impreso que tenía. Sin embargo, no estaba preparado para lo que solo puedo describir como soledad espiritual.
Resultaba chocante pasar tan abruptamente del culto comunitario y la religión participativa a una devoción completamente solitaria. Compartir una celda de poco más de seis metros cuadrados con otros dos hombres durante veintitrés horas cada día podría parecer propicio para la formación de una pequeña comunidad. Pero en una proximidad forzosa y prolongada como esa me encontré en la situación de ansiar un poco de soledad para orar, a la vez que deseaba la compañía de mis hermanos en Cristo. Para mí, el cristianismo es un deporte de equipo. Sin compañeros, pierde mucho de su significado y es imposible practicarlo de forma eficaz.
Al llegar julio, nuestro tiempo de estar fuera de la celda fue aumentado a dos horas diarias, y pudimos mezclarnos con más pisos de nuestro dormitorio, quizá unos ciento cincuenta hombres en total. No estaba solo en mi sed de compañerismo. Cuando otros cristianos iniciaron una oración diaria y un grupo de apoyo, me uní a ellos. Pero, lamentablemente, pocos de mis compañeros cristianos católicos eligieron asistir.
Un tema común que he observado entre los hermanos católicos a lo largo de los años es la aversión a asistir a eventos que no sean una misa o no incluyan un cura. Sospecho que este asunto no es exclusivo de las parroquias en las prisiones. Aun así, nuestro compañerismo ecuménico, nacido de la necesidad, fue la manifestación más hermosa y reconfortante de nuestra fe que experimenté durante aquellos largos meses. Pronto nos enteramos de que grupos similares habían surgido en cada dormitorio, un ejemplo poderoso de que el Espíritu estaba obrando. Cada noche, uno de los líderes grupales hacía una breve exhortación. Luego, nos tomábamos de la mano y cada uno enviaba sus peticiones y su agradecimiento al Señor. Luego volvíamos rápidamente a la celda. Ojalá uno de esos programas de televisión que muestran la realidad de las prisiones mostrara a quince hombres en un corredor, tomados de la mano, compartiendo sus esperanzas y miedos con Dios y con los otros.
Finalmente, la COVID atravesó nuestros muros en octubre. Aproximadamente la mitad de los prisioneros se enfermó. Solo un hombre murió, por fortuna. Sesenta días de confinamiento total, solo autorizados a salir de nuestra celda cada setenta y dos horas para darnos una ducha, silenciado nuestro compañerismo floreciente a través del Adviento y la Navidad. Mirando el cielo gris a través de mi pequeña ventana, escuché la misa de Navidad en el Vaticano, haciendo el esfuerzo por imaginar a solo treinta fieles en la enorme basílica de San Pedro. La prisión nos ofreció una comida especial en recipientes de gomaespuma, pero yo tenía hambre de eucaristía.
En enero, me trasladaron a otro dormitorio para integrarme a un programa especial. Ahora se me permitía estar fuera de la celda durante todo el día, aunque todavía permanecíamos encerrados en nuestro edificio y separados de los otros dormitorios. El invierno dio paso a la primavera y nosotros continuamos practicando nuestra religión de forma comunitaria en cualquier rincón adonde podíamos deslizarnos, así como de forma individual con nuestros rosarios. Mientras diez de nosotros celebrábamos las liturgias sagradas apiñados en un oscuro corredor, yo encontraba consuelo en el hecho de que nuestro servicio sencillo se asemejaba más a las primeras liturgias cristianas que las misas ofrecidas en las grandes catedrales del mundo.
Hace poco nos enteramos de que nuestros ministros han sido autorizados a regresar, y que las misas se reanudarán. Aún estamos separados por dormitorio, pero al menos los diez católicos con los que vivo pueden finalmente compartir la comunión. Quince meses de rezar una oración por la comunión espiritual mientras escucho voces en la radio que reciben lo real se está volviendo algo mecánico. Y, para ser sincero, ni se acerca al consuelo espiritual que me proporcionaban las ocasiones en que compartí un bagel y jugo de uva en nuestras reuniones ecuménicas.
Sé que la ausencia de nuestros ministros durante quince meses se debió al confinamiento que hubo en nuestra prisión por la COVID y no a su falta de voluntad de servicio. Sin embargo, no puedo evitar sentir, como sé que otros sienten, que la iglesia institucional no ha estado a la altura de la misión de guiar a los fieles a través de esta tribulación. Recuerdo haber leído acerca de curas y monjas que se enfrentaron a la peste para administrar los sacramentos y acompañar a los enfermos y a los agonizantes, y acerca del ministerio de San Damián de Molokai y San Francisco entre los leprosos. Sin embargo, durante la pandemia, hasta los fieles saludables y libres estuvieron durante largo tiempo separados de sus pastores, sin poder entrar a sus iglesias y abandonados a la lectura de una oración sustituta en lugar de comulgar con Cristo. Parece que, en un intento demasiado entusiasta por proteger la salud y la vida de nuestro cuerpo, sacrificamos el bienestar de nuestra alma. “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá…” (Mc 8:35).
El funcionamiento de la prisión eventualmente regresará a la normalidad, sea lo que sea la nueva “normalidad”. No sabemos quién queda de nuestra comunidad católica. Entre las liberaciones y los traslados, la rotación ha sido inmensa. Hay decenas de amigos y hermanos que no volveré a ver en este lado del cielo. Tendremos que volver a empezar con nuestro catecismo. Nuestro consejo parroquial necesitará nuevos miembros. Y nuestra primera orden del día será similar al desafío de las parroquias del mundo real: persuadir a los hombres que no han asistido a la iglesia durante quince meses para que vuelvan.
Afortunadamente, no necesito preocuparme por los resultados. El Señor llamará a quien quiera: tanto a la nueva semilla como a la que ha estado dormida por largo tiempo. La misión de la iglesia de la ICF Bastrop continuará. Y mi fe, a pesar de haber sido puesta a prueba profundamente, ha perdurado y se ha desarrollado y profundizado. Oro para que lo que hemos creado durante este purgatorio de la COVID perdure. Es decir, nuestra hambre de eucaristía.
Traducción de Claudia Amengual