Hace un año vine a Chiang Mai, en Tailandia, con la organización Partners Relief & Development, para colaborar con el lanzamiento del programa GED (Diploma de educación secundaria del Consejo de Educación de los EE. UU.) para migrantes de Myanmar. Durante varios años, la organización había ofrecido cursos de informática, inglés, tailandés y chino con el propósito de brindarles a los jóvenes adultos competencias que les permitieran acceder a un mejor empleo, pero los profesores se encontraron con que muchos estudiantes no habían completado ningún ciclo de educación formal.
Pasé los primeros tres meses reclutando estudiantes y elaborando un currículum que cubriera las materias requeridas por los exámenes GED de EE. UU.: matemáticas, ciencia, ciencias sociales y lengua. Dado que el diploma GED tiene validez en los Estados Unidos, Canadá, Australia y varios países asiáticos, los estudiantes tienen la posibilidad de postularse para ingresar a la universidad y seguir una carrera profesional.
La misión de Partners Relief & Development es ayudar a los niños afectados por conflictos armados a vivir “una vida plena, en libertad”. Los proyectos que llevan adelante en Myanmar, Tailandia y Medio Oriente posibilitan que las comunidades locales les den a sus niños la seguridad y los recursos necesarios para crecer y desarrollarse plenamente. El programa GED en una herramienta perfecta para cumplir con este cometido; el sueño de mis estudiantes es regresar a sus aldeas como educadores, trabajadores de la salud o líderes sociales.
La edad de los estudiantes oscila entre los dieciséis y treinta y dos años, aunque la mayoría tiene entre veinte y veinticinco. Casi todos provienen de aldeas rurales apartadas donde sus padres se esfuerzan por producir cultivos en suelos pobres y, a menudo, se ven imposibilitados de vender sus productos debido a los conflictos armados y la inestabilidad social. Al menos la mitad de nuestros estudiantes salieron de sus hogares siendo niños para ir a vivir en una ciudad que tuviera escuelas o en un monasterio budista, como monjes novicios, porque sus padres tenían el firme propósito de que sus hijos tuvieran una buena educación.
La escuela SEED abre sus puertas a las 8.30 h, minutos antes de que comiencen a llegar los estudiantes en motos, bicicletas o a pie. En la mañana, tengo un grupo de diez estudiantes que, en su mayoría, trabajan de tarde o de noche. Comenzamos viendo un breve video de noticias internacionales, comentamos cuál es su relación con los temas que estamos estudiando y, luego, trabajan en diferentes asignaturas hasta el mediodía.
Los estudiantes que recibimos están acostumbrados a aprender de memoria y a recibir castigo corporal si cometen errores o plantean preguntas, de modo que ha sido muy estimulante animarlos a desarrollar un pensamiento crítico y celebrar las preguntas como elemento clave del aprendizaje. Muchos de los temas incluidos en el programa, desde geografía hasta genética, les resultan completamente nuevos y demuestran gran interés en cada una de las clases. La primera vez que un estudiante de veinticinco años de edad vio un globo terráqueo me dijo: “Me quedaría aquí sentado mirándolo todo el tiempo”. A otros estudiantes les asombró saber que nuestra apariencia física no está determinada por lo que hicimos en una vida anterior, sino por la información genética que se transmite de padres a hijos. Estudiar los documentos constitutivos del sistema de gobierno de los Estados Unidos con jóvenes que crecieron bajo una dictadura militar y en medio del caos de una guerra civil me hizo revalorizar muchos ideales que en Occidente damos por sentado.
Debido a que existen grandes diferencias en el nivel de escolaridad y competencia en inglés entre los estudiantes, trato de incentivar todo lo posible el aprendizaje en grupo. A menudo, se quedan después de clase, por propia decisión, para seguir estudiando juntos durante algunas horas más antes de ir a trabajar.
Al mediodía, vamos en moto hasta el mercado local a comprar el almuerzo y, al regreso, seguimos trabajando un tiempo más. En teoría, debería disponer de las horas siguientes para preparar las clases, pero la mayoría de las veces las destino a sesiones de tutoría individual o a conversar con algún estudiante acerca de su desempeño para tratar de animarlo a superar las dificultades que todos ellos suelen enfrentar, sea en lo académico o fuera de la escuela. Hacia el final del turno tarde, tomo un descanso, porque tres días a la semana regreso para dar clase en el turno vespertino a un grupo de estudiantes que, en su mayoría, trabajan seis si no siete días a la semana en la construcción, restaurantes, estaciones de servicio o fábricas.
Aun en los días en que estoy cansada, en el instante en que los estudiantes entran al salón, su entusiasmo me revitaliza. Se cuidan unos a otros y bromean como hermanos. Debido a que sus horarios de trabajo los mantienen muy ocupados, la escuela es a la vez su espacio de formación y de vida social.
Es gratificante trabajar con estudiantes que están ávidos de aprender. He llegado a conocer más acerca de su cultura y los increíbles obstáculos que tuvieron que superar: la muerte de sus padres a causa de enfermedades que podrían haber tenido cura; ver a su padre caer en el alcoholismo después de perderlo todo en redadas militares; salir de su hogar con apenas seis años por la determinación de los padres de que tuvieran una buena educación; sucesivos cambios de escuela según se fueran desplazando los frentes de combate durante la guerra civil; dejar atrás su hogar y su cultura para abrirse camino como ciudadanos de segunda en un país con una lengua y costumbres diferentes y trabajar largos turnos para sostenerse a sí mismos y a sus familias en Myanmar.
Desde una edad temprana, estos jóvenes asumieron responsabilidades tan pesadas que perdieron gran parte de la diversión, las amistades y las oportunidades que yo asocio con los años de mi adolescencia. Trato de incorporar esas oportunidades en el programa de estudios a través de proyectos y experimentos prácticos, salidas de campo ocasionales o la posibilidad de cocinar y comer juntos.
Un estudiante nuevo, de dieciséis años, había perdido algunas clases por problemas para viajar a Tailandia desde Myanmar, así que una tarde trabajé con él un par de horas en matemáticas y ciencias sociales. Sobre el final le pregunté si tenía alguna otra pregunta. Se quedó callado, y me di cuenta de que estaba buscando las palabras para formular su pensamiento. Por fin, me preguntó: “¿Cómo podemos enseñarles a los niños a crecer para llegar a ser mejores personas?”.
La pregunta me tomó por sorpresa. Le dije que esa era una gran pregunta, pero que mi primer pensamiento era que la clave está en dar el ejemplo; ser modelo de compasión y enseñarles a pensar por sí mismos (algo que la dictadura de su país de origen desestimula por completo). “¿Te gustaría ser maestro?”, le pregunté. “Quiero ser maestro y ser un líder social, porque hay demasiadas cosas que no están bien en mi país, y yo quiero ayudar a mi pueblo”.
Así son los idealistas a quienes tengo el privilegio de acompañar mientras estudian, trabajan y anhelan un futuro más promisorio para su pueblo.
Me llamo Sai Saw. Nací en una pequeña aldea en el estado de Shan. Somos seis en mi familia. Mis padres son agricultores. Vivíamos en una pequeña vivienda de bambú, cerca de la montaña. No había hospital ni escuela ni electricidad en la aldea. De pequeño no pude ir a la escuela porque quedaba muy lejos, y se necesitaba mucho dinero para asistir a clase. Un día, mientras alimentaba a los búfalos en el campo, como todas las mañanas, mi madre me dijo que, si quería aprender a leer y escribir, ella me llevaría a vivir en el templo. Cinco días más tarde me llevó al templo que estaba cerca del pueblo. Viví allí casi diez años.
Una mañana, los soldados birmanos llegaron a la aldea. Mataron a nuestros búfalos y nuestras vacas y quemaron nuestra casa. Las cosas estaban muy mal, así que mi madre me envió a vivir con mi hermano en Tailandia.
Mi primer trabajo en Tailandia fue en una estación de servicio. Después de dos años, entré como obrero en una fábrica. Trabajaba durante el día y, de noche, estudiaba inglés en la escuela SEED. Me resultaba muy difícil porque nunca antes había asistido a la escuela. Me considero afortunado de haber llegado a la escuela SEED.
Decidí inscribirme en el programa GED porque quiero mejorar mi inglés. También quiero conocer gente y aprender nuevas ideas. Después de completar mi formación, me gustaría volcar todo lo que aprenda en la universidad trabajando como maestro con los niños de mi pueblo. Espero poder cumplirlo.
Me llamo Nan Hla. Tengo diecisiete años y nací en Tachileik. Cuando tenía cinco años, me mudé a Hekel, en Myanmar. Estudié en la escuela Hekel hasta séptimo grado. En 2018 vine a Tailandia porque mi madre y mi abuela tenían problemas, pero yo no quería venir porque sabía que tendría que trabajar. Yo quería seguir estudiando, así que mi madre dijo que me dejaría estudiar en Tailandia, y me trajo aquí.
Pero cuando llegamos, no pude seguir estudiando porque mi familia no tenía dinero para enviarme a la escuela. Esa es la razón por la que debo trabajar. En 2022, una amiga me recomendó la escuela SEED, y me inscribí para estudiar inglés y chino. Trabajo durante el día y voy a clases de noche. Comencé estudiando inglés y ahora estoy estudiando para obtener el GED porque quiero ir a la universidad. Es un programa conveniente porque me permite estudiar y trabajar, y así podré cumplir mi sueño.
Me llamo Sai Seng Li. Tengo dieciocho años. Crecí en Namlam, una pequeña aldea lejos de la ciudad, en el norte del estado de Shan, en Myanmar. Somos siete en mi familia: mis abuelos, mis padres y dos hermanos. Mis padres son agricultores. Voy a resumir aquí mi recorrido escolar. Comencé mi escolaridad en mi aldea, a los cinco años de edad. Unos años más tarde, con nueve años, fui a vivir a la ciudad y asistí cinco años a la escuela pública, hasta séptimo año. Ese año llegó el COVID-19, y la escuela cerró sus puertas.
A los catorce años, decidí inscribirme en la escuela nacional donde debí repetir séptimo año. Pero la profesora, mis compañeros y yo no podíamos vivir en el mismo lugar por mucho tiempo. Los enfrentamientos entre diferentes grupos de soldados nos obligaban a movernos en busca de un lugar seguro y libre de conflictos. Asistí a esa escuela durante tres años, en cuatro localidades diferentes.
Mi sueño es obtener el título de maestro. Sé que no hay maestros suficientes en mi país. Pero hay muchas más razones por las que quiero ser maestro, y por eso estoy aquí, en Chiang Mai, estudiando en una escuela SEED. El diploma GED me permitirá lograr mi objetivo y mejorar mi formación con vista al futuro. Si no hubiera conocido a todos los maestros que me ayudaron, hoy no estaría aquí. Por último, confío en poder ser una pequeña luz en mi entorno, después de completar el GED.
Traducción de Nora Redaelli