Perseguida en 1738 en Santo Tomás, Islas Vírgenes
Veronika Löhans tenía dificultades para entender al hombre que hablaba a la multitud en un idioma afrocaribeño. Desde lejos, y debajo de un techo de palmas sin paredes, ella miraba la luz de una linterna reflejada en el rostro del hombre. Este hombre hablaba con vehemencia, con frases más bien cortas. Ese era un hombre alto y fuerte quien movía sus brazos con agilidad.
Veronika sonrío en la oscuridad y a pesar de que no entendía las palabras que aquel hombre estaba diciendo ella no le tenía miedo, como lo hubiera hecho en su niñez. Ella, por el contrario, lo amaba, él era un hermano de la comunidad de la iglesia y el verlo hablar a las multitudes la hacía feliz.
En el lugar había un enjambre de mosquitos y al igual que las otras mujeres en la reunión, Veronika trataba de espantarlos con las manos y moviendo sus piernas al mismo tiempo que se maravillaba de cómo los hombres, en su mayoría sin camisa, podían ignorar a esos mosquitos. Pero, al mirar a su alrededor se dio cuenta que ningún insecto podría desviar la atención enérgica de aquella multitud.
Los rostros seguían emergiendo de la oscuridad bajo los cocoteros que colgaban bajos. Cada vez más caras se dejaban ver, quizás más de quinientas, rodeaban la luz y seguían acercándose para escuchar lo que se estaba diciendo. A pesar de la humedad y los insectos, y de la multitud cada vez más apretada, Veronika se sintió profundamente agradecida por haber venido a Santo Tomás en las Indias Occidentales. El Salvador estaba presente en ese lugar, y con los que le buscaban a su alrededor, ella encontró gozo al reunirse con ellos para adorarlo.
Veronika era joven, llevaba casada solo unos meses, pero el camino detrás de ella ya era largo. Era una campesina de los bosques de Moravia quien había pasado un año en prisión por haber asistido a reuniones secretas de creyentes. Tras su liberación, había huido a través de las montañas de Silesia a Alemania. Allí se había unido a la congregación de creyentes de Herrnhut en la Alta Lusacia, en las tierras del conde Nikolaus Ludwig von Zinzendorf, quien se había convertido en uno de ellos y en líder entre ellos.
Inmediatamente después de su matrimonio con Valentin Löhans en 1738, la comunidad de Herrnhut acordó enviarlos como misioneros al Nuevo Mundo. Viajaron por tierra hasta Rotterdam, y de allí zarparon hacia la isla de Santo Tomás.
Ahora Veronika estaba sentada entre los creyentes en el Posaunenberg, donde en un terreno de veintisiete acres los hermanos habían construido casas entre jazmines en flor y limoneros. Entre la multitud reunida allí para adorar, vio pocas caras blancas hasta que una repentina conmoción hizo que todas las cabezas se dieran la vuelta.
Unos hombres rudos con espadas y látigos atacaron a la multitud. Los rugidos y los gritos ahogaban los gritos de los niños aterrorizados. “¡Mátalos! ¡Dispárales! ¡Castígalos! ¡Apuñálalos!” En forma repentina, Veronika distinguió las toscas voces de los hombres blancos del patois musical de las Indias Occidentales, y le infundieron terror en el alma.
Los bancos se volcaron cuando las madres desesperadas a su alrededor arrebataron a sus hijos para huir. Esos eran unos hombres llevando botas, oliendo fuerte a licor de caña, parados en el círculo de luz debajo de la linterna y con sables en las manos. Atraparon al que había estado hablando - un hermano bautizado como “Abraham” - y comenzaron a golpearlo salvajemente. Un hombre blanco golpeó a una mujer en la cabeza mientras ésta intentaba proteger a su bebé, ella apretó a su hijo con más fuerza mientras otro hombre agitaba un látigo a su alrededor. Elisabeth Weber, una hermana europea, fue apuñalada en el pecho y un sable se hundió profundamente en el hombro de Veronika.
En cuestión de minutos, la multitud se había desvanecido en la oscuridad circundante, los intrusos se habían alejado galopando en sus caballos y solo los gravemente heridos yacían gimiendo entre las manchas de sangre en la tierra compacta. Cuando la costa estuvo despejada, la caña de azúcar crujió y algunos de los hermanos regresaron.
En la misma escena de la violencia, los hermanos se arrodillaron para orar por sus perseguidores protestantes blancos. Algunos oraban en el dialecto de las Indias Occidentales y otros en los idiomas de Europa Central. Abraham, el joven fuerte que no tomó represalias cuando los borrachos lo golpearon, oró con lágrimas por el “despertar” de aquellas personas.
Tres semanas después del ataque, la comunidad morava de Santo Tomás (compuesta casi en su totalidad por esclavos negros propiedad de dueños “cristianos” blancos) envió dieciséis misioneros. Llegaron a todas las plantaciones de la isla y el número de creyentes aumentó tan rápidamente que los terratenientes amenazaron con irse a menos que el gobernador acabara con el movimiento de inmediato.
¿Qué llevó a una gran muntitud de africanos y europeos a una unidad nunca antes vista en el Caribe? ¿Qué inspiró a las jóvenes campesinas de Moravia a cruzar el océano y vivir una vida valiente en tierras tropicales extrañas donde todos predijeron que morirían?
Comenzó cuando Zinzendorf y David Nitschmann viajaron desde Herrnhut a Copenhague. Allí, en la casa de un danés noble conocieron a Anton Ulrich, un esclavo negro de la isla antillana de Santo Tomás. Los hermanos escucharon embelesados mientras Anton contaba sobre el transporte de esclavos al Nuevo Mundo, su miseria en las plantaciones en ese lugar y cómo solía sentarse en la orilla de Santo Tomás anhelando conocer a Dios.
Después de bautizar a Anton en Copenhague, Zinzendorf lo llevó de regreso a Herrnhut, donde habló a toda la congregación en el idioma danés, no muy bien dominado, con gestos e historias que golpearon a los creyentes en el corazón, el 21 de julio de 1731. Anton les describió la esclavitud: “hablar con mi gente sería difícil”, les dijo. “Para alcanzarlos, lo más probable es que ustedes mismos tengan que convertirse en esclavos”.
Esa noche después de la reunión, Johann Leonhard Dober, un joven alfarero que había llegado a Herrnhut desde Silesia, daba vueltas en la cama. La idea de innumerables personas viviendo y muriendo en servidumbre, sin esperanza y sin conocer a Dios, lo mantuvo despierto hasta la mañana. Al día siguiente, escribió a la congregación que se ofrecía a ir a las Indias Occidentales:
Puedo decirles que mi intención nunca ha sido solo viajar al extranjero por un tiempo. Lo que deseo es dedicarme más firmemente a nuestro Salvador. Desde que el conde regresó de Dinamarca y habló de la condición de los esclavos, no he podido olvidarlos. Así que decidí que, si otro hermano desea acompañarme, me entregaría a la esclavitud para contarles todo lo que había aprendido acerca de nuestro Salvador. Estoy dispuesto a hacer esto porque creo firmemente que la Palabra de la Cruz es capaz de rescatar almas incluso en condiciones degradadas. También pensé que, aunque no fuera útil para nadie, en particular, podría probar mi obediencia a nuestro Salvador a través de esto; pero mi principal razón para ir sería porque todavía hay almas en las islas que no pueden creer porque no han escuchado la Palabra.
Al líder del coro de jóvenes no le gustó la idea de que Leonhard dejara Herrnhut. Era un joven valioso, tanto por sus habilidades laborales como por su ejemplo piadoso entre los demás. Pero después de un año de espera, la congregación permitió a Leonhard echar suerte sobre su futuro. El papelito que sacó decía: “Deja ir al niño, el Señor está con él”. David Nitschmann fue elegido para acompañarlo.
Con temor y entusiasmo, los dos hombres vieron por primera vez la costa bordeada de palmeras de Santo Tomás el 13 de diciembre de 1732. Recientemente comprada de Francia, junto con las islas de Santa Cruz y San Juan, esta isla era la más próspera de las Indias Occidentales ya que suministraba azúcar y tabaco a toda Dinamarca. Las familias reformadas holandesas, propietarias de sus ciento cincuenta plantaciones, vivían en espaciosas mansiones rodeadas por chozas de barro con techo de paja de caña de los esclavos negros a quienes creían firmemente “predestinados a la perdición”. Todos los meses llegaban al puerto de Santo Tomás barcos nuevos cargados de personas cautivas de África. Aquellos que enfermaban de muerte en el camino, eran arrojados por la borda por sus distribuidores para así ahorrar agua. Los que sobrevivían eran llevados, piel y huesos, con los ojos vidriosos de terror, a los muelles de Santo Tomás para ponerlos a merced de los terratenientes “cristianos” quienes rápidamente los obligaban a trabajar.
Bajo la atenta mirada de Jan Borm, pastor reformado de la isla, el estricto régimen calvinista mantuvo a todos en sus lugares: esclavos sujetos a amos y amos sujetos a Dios y la iglesia como ellos la entendían. Los negros disfrutaban de pocas libertades y ningún lujo. Privados de muebles, ropa de cama, ropa decente y utensilios, los esclavos se veían obligados a dormir en el suelo y comer con las manos. La viruela, el trismo y la lepra mataron a muchos.
Superados en número de seis a uno por sus esclavos negros, los dueños blancos de los esclavos vivían con el temor perpetuo de una posible revuelta. La ley de Santo Tomás requería cortar las manos de los esclavos quienes se levantaban en contra de sus dueños. A los fugitivos, en el primer intento, se les cortaba un pie. Los intentos posteriores resultaban en cortar el segundo pie, luego una pierna tras otra. Se daban azotes todas las semanas: quinientos latigazos (permitidos por la ley) equivalían a una sentencia de muerte. Después de las flagelaciones menos severas, se sabía que los dueños de los esclavos frotaban sal y pimienta en las heridas.
La ley de Santo Tomás requería la pronta ejecución de los esclavos que planeaban una revuelta: el gobierno debía pagar a sus dueños por cada esclavo decapitado o ahorcado. La misma ley multaba a las personas con cincuenta libras de tabaco por trabajar en el Día del Señor (domingo) y obligaba a todos los blancos a asistir a la iglesia. Orden, codicia y terror en el nombre de Dios; al escuchar todo eso los dos hermanos de Herrnhut sintieron que todo eso los envolvía de golpe a la vez que se preguntaban ¿qué lugar encontrarían allí?
Leonhard y David no pudieron ser vendidos como esclavos debido a una ley holandesa que prohibía la esclavitud de los blancos, pero un plantador holandés los contrató para terminar una nueva casa que él había construido y les dio un lugar para dormir. Luego, en la primera oportunidad que tuvieron partieron con una carta de Anton en las manos para buscar a su hermano y hermana. En una plantación en el lado sur de la isla, los jóvenes los encontraron. No solo se sorprendieron al saber de su hermano en Europa; escucharon con la boca abierta las historias del Salvador de Leonhard. Luego llamaron a más familiares y amigos. Aunque apenas podían entender a Leonhard, quien habló una mezcla de alemán y holandés (los esclavos hablaban un criollo holandés), recibieron con alegría la promesa de Cristo de buenas nuevas para los pobres y le dieron la vida.
El despertar entre los esclavos se fue extendiendo. Se propagó mucho más rápido de lo que nadie esperaba, y ciertamente más rápido de lo que les gustaba a los blancos de la isla. Los cristianos blancos quienes eran dueños de los esclavos se sentían condenados. Muchos de ellos vivían en un libertinaje descarado. “¿Cómo pueden ustedes, demonios negros, estar a la altura del evangelio?”, preguntaron, “cuando incluso nosotros, los blancos, a quienes se nos dio, no podemos estarlo?” Otros dueños de esclavos, orgullosos de su cristianismo y del trato justo que daban a sus esclavos, se sentían invadidos por el trabajo de los misioneros. “Nuestros esclavos están felices”, insistieron. “están mucho mejor con nosotros aquí que lo que estaban en África. Entonces, ¿por qué venir y despertar el descontento?”
Algunos dueños azotaban a sus esclavos por asistir a las reuniones de Moravia. Casi todos les arrebataban sus libros si los sorprendían aprendiendo a leer; un dueño de esclavos tenía la práctica de prender fuego a los libros y golpearlos en la cara de sus esclavos. “Así”, decía, “es como mis esclavos aprenderán a leer”. Los conversos fueron vendidos deliberadamente a otras islas de las Indias Occidentales para así separarlos del compañerismo cristiano. Y bandas de hombres blancos borrachos interrumpían las reuniones con regularidad.
A pesar de todo esto, las multitudes de buscadores que se reunían por las noches para aprender de Cristo crecían cada vez más. La congregación no solo incluía esclavos africanos y los nacidos en la isla, sino que incluía también a personas de muchas tribus y costumbres diferentes. Los dos primeros bautismos en Santo Tomás trajeron a la iglesia a miembros de las tribus Mandinga, Mangree, Fante, Atja, Kassenti, Tjamba, Amina, Watje y Loango.
En 1738, por sugerencia de un antiguo esclavo y con la ayuda de Herrnhut, los moravos lograron comprar varios de los esclavos bautizados y también una pequeña plantación de algodón en la parte central y más alta de la isla. Tal regocijo estalló entre los creyentes negros por la compra de la tierra tanto que una de las reuniones de alabanza duró hasta que salió el sol a la mañana siguiente. Ahora tenían un lugar para reunirse sin ser molestados. Cientos acudían a cada reunión, los enfermos eran cargados a hombros y los ex fugitivos con una sola pierna cojeando en bastones (un hombre había perdido ambos pies por castigo y solo podía gatear). Debido a que usaban trompetas para anunciar reuniones allí, los creyentes nombraron a su nueva comunidad en el cerro Posaunenberg (montaña de trompetas). Pero los días de paz y regocijo no durarían mucho tiempo.
Dos hermanos moravos, Friedrich Martin y Matthäus Freundlich, habían decidido acoger a los niños abandonados y hambrientos que habían encontrado durante la sequía de 1737. Para cuidar a los niños contrataron a Rebecca, una mujer mulata que había sido liberada de la esclavitud a los doce años y se unió a los moravos cuando era todavía una adolescente. Al año siguiente, ella y Matthäus se casaron. Friedrich, quien había sido ordenado ministro, realizó la ceremonia y comenzaron su vida junto con nueve hijos adoptados. Rebecca se convirtió en una evangelista líder de la misión morava y brindaba atención pastoral a las mujeres de la iglesia.
Dirigidos por su pastor, Jan Borm, los blancos de Santo Tomás decidieron deshacerse de la influencia morava en sus plantaciones de una vez por todas. El caso que eligieron como excusa fue el matrimonio de Matthäus y Rebecca Freundlich. “¿Desde cuándo es lícito que un hombre blanco se case con una mujer negra?” preguntaron los isleños enojados (muchos de los cuales tenían hijos mulatos de numerosas concubinas). “Es más, ¿quién autorizó a Friedrich Martin a casarlos?”
Arrastrados ante la corte de Santo Tomás, Friedrich, Matthäus y Rebecca se negaron a prestar juramento y pronto se encontraron en una celda putrefacta, caliente como un horno durante el día, sin nada donde dormir por la noche. Grandes multitudes de esclavos se arriesgaban al castigo por acercarse a la ventana enrejada de su celda para escuchar la predicación y las palabras de aliento de los presos. Su ejemplo de pacífica no resistencia inspiró profundamente a los creyentes, que ahora sumaban 750 almas en 51 plantaciones, bajo el hábil liderazgo de dos hermanos negros, Christoph y Mingo.
Con los hermanos alemanes en la cárcel, Jan Borm y los funcionarios de los manifestantes no perdieron el tiempo en hacer lo que pudieron para destruir a la congregación negra. El pastor hizo que los creyentes negros fueran llevados ante el tribunal, uno por uno. En particular, interrogó a los líderes, lanzándoles complicadas preguntas teológicas para ver cómo responderían. Además de eso, les pidió que explicaran qué fe era la más bíblica, la luterana o la reformada, y si pensaban que algún día los negros gobernarían a los blancos.
“No sabemos nada de religión”, le respondieron los cristianos negros, “excepto que el Cordero de Dios ha muerto y ha quitado nuestros pecados. No sabemos si los negros gobernarán alguna vez a los blancos, pero sabemos que después de la muerte estaremos ante Cristo, donde todos los hombres son iguales”.
“Mira, ellos no saben nada”, se regocijó el pastor Borm “¡Esos profetas de Herrnhut están bautizando a salvajes ignorantes!”
El tribunal culpó a Matthäus y Rebecca de ser una molestia pública, viviendo en una inmoralidad ilegal, y ordenó a Matthäus pagar una multa. Rebecca, que anteriormente había adorado en la Iglesia Reformada, fue excomulgada formalmente y se ordenó que se la vendiera como esclava. Friedrich Martin iba a ser retenido para ser castigado y exiliado, pero luego fue liberado porque su salud era muy mala.
Unas semanas más tarde, los vientos alisios llevaron un barco inesperado al puerto de Santo Tomás. Era gente de Alemania, y pronto se hizo evidente que era gente muy importante, el barco subió al muelle. El gobernador, ocultando su disgusto lo mejor posible, no pudo hacer otra cosa que dar la bienvenida formal al conde Nikolaus Ludwig von Zinzendorf en Santo Tomás.
Las autoridades de Santo Tomás sabían que el conde procedía directamente de Herrnhut. También sabían que disfrutaba del favor de la corte danesa y que en rango estaba muy por encima de todos ellos. Así que cuando Zinzendorf pidió alegremente la liberación de Matthäus y Rebecca, se lo concedieron de inmediato y no dijeron nada más al respecto.
Al llegar al barco con Zinzendorf estaban Veronika Löhans, su esposo Valentin y otra pareja de Moravia. Pasarían solo unos meses antes de que Veronika experimentara el asalto que se relata al comienzo de esta historia.
Para 1768, setenta y nueve misioneros enviados desde Herrnhut habían perdido la vida en las Indias Occidentales debido a dificultades y enfermedades tropicales. Pero por cada uno que murió hubo sesenta bautizados convertidos. En cincuenta años, casi nueve mil esclavos africanos solo en Santo Tomás habían encontrado su camino hacia la comunidad de la iglesia.
De Siendo testigos: Relatos de martirio y discipulado radical
Adaptado de “Behold the Lamb: A Brief History of the Moravian Church” por Peter Hoover (manuscrito no publicado). Para más información sobre la misión morava en Santo Tomas y, en particular, la vida de Rebecca Freundlich, ver la biografía de Jon Sensbach, Rebecca’s Revival: Creating Black Christianity in the Atlantic World (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2006).
Ilustración de J. Finnemore, 1897