Los niños son abiertos, como libros abiertos. Están frente a nosotros con los ojos abiertos de par en par; nos permiten contemplar libremente sus pequeñas almas. Mientras les permitamos ser niños nos contarán inmediatamente lo que sienten: los que les gusta y los que les disgusta. Los niños auténticos nunca permanecen callados cuando una persona está presente, para hablar después sobre ella a sus espaldas. Ese engaño cobarde no se encuentra nunca en los niños. Los niños son completamente abiertos. Ellos siempre revelan lo que hay en su corazón. Y así actúan en la iglesia de los creyentes las almas como las de los niños. Si ven algo que no debería existir, dicen lo que piensan, directa e inmediatamente. Son completamente honestos y sinceros.
El capítulo 18 del Evangelio de Mateo contiene profundas palabras de Jesús sobre el espíritu de los niños. Ser un discípulo debería significar ser un aprendiz, ser un niño. Pero con frecuencia los discípulos tenían un espíritu contrario al de los niños. Querían aprender de Jesús, pero todavía no tenían el espíritu de los niños. Un día se acercaron a Jesús y le preguntaron: ¿Quién es el más grande entre nosotros? ¿Quién desempeñará el papel más importante? ¿Quién tocará el primer violín? ¿Quién será el más grande en el reino de Dios? Fue entonces cuando Jesús llamó a un niño pequeño, lo puso ante ellos y les dijo: «a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos».
Si somos como niños, no pensaremos en preguntar quién será el más grande en el reino de Dios. Si pedimos ser los más grandes y los primeros, terminaremos siendo menores que los más pequeños. Los que se sienten inclinados a tener el derecho a disponer, a decir la última palabra en la iglesia, no entrarán en el reino de Dios...
Jesús dijo: «el que recibe en mi nombre a un niño como éste, me recibe a mí». Cuando la iglesia recibe a un niño pequeño, recibe a Jesús, de verdad recibe a Jesús en persona. Y la palabra «niño» incluye a todos los que tienen corazón de niños: los que son castos, los que tienen un corazón puro, los que no quieren ser grandes, los que son incapaces de mostrar la grandeza de sus obras. El que recibe a estas personas recibe a Jesús. Cualquiera que respeta a estas personas tiene respeto por Jesús.
El único espíritu que Jesús reconoce es el espíritu de los niños. De esta manera resulta clara una de las cosas más severas jamás dichas por Jesús: «si alguien hace pecar a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una gran piedra de molino y lo hundieran en lo profundo del mar». Jesús dice que para esa persona sería mejor no vivir: «¡Ay del que hace pecar a los demás! Si tu mano o tu pie te hace pecar, córtatelo y arrójalo... Y si tu ojo te hace pecar, sácatelo y arrójalo». Y nos advierte: «no menosprecien a uno de estos pequeños. Porque les digo que en el cielo los ángeles de ellos contemplan siempre el rostro de mi Padre celestial».
El único espíritu que Jesús reconoce es el espíritu de los niños.
¡Admirables palabras! ¡Qué infinitamente profunda fue la intuición que situó estas palabras sobre la necesidad de cortarse la mano o el pie y arrancarse el ojo, junto a las palabras sobre los niños! Más le vale a la iglesia que le arranquen el ojo que lo supervisa todo, o que le corten la mano que guía, antes que un niño pierda su espíritu inocente. Es mejor morir que corromper a un niño, que privarle de su espíritu inocente.
Todo aquello que pone fin a la infancia es corrupción. Todo aquello que destruye la verdadera naturaleza de un niño es corrupción. Despreciamos a los niños no sólo cuando los conducimos al pecado, sino cuando les privamos de su naturaleza sencilla, confiada e inocente de su infancia en cualquier forma. Por eso Jesús nos llama a tener a los niños en la más alta estima, a amar el espíritu de los niños, a no anhelar otra cosa que no sea volvernos como niños.
El reino de Dios pertenece a los niños. Por esta razón accederemos a la verdad divina, sólo si tenemos el espíritu de la inocencia. Ciertamente esto no significa que no debamos ser hombres y mujeres de verdad. El espíritu de inocencia no es inmaduro, sino que más bien se une con la verdadera masculinidad y la verdadera feminidad. Es el espíritu de la confianza absoluta, de la humildad y la paciencia, el espíritu que se alegra y se pierde en el objeto de su amor y está libre de la contemplación de sí mismo. Se entrega completamente, sin tener en cuenta el esfuerzo y el sacrificio, y se consume como si estuviera absorto en el juego. Es el espíritu del valor, porque el verdadero niño —como el hombre o la mujer auténticos— nunca tiene miedo ni es temeroso. Es la respuesta a todas nuestras necesidades, porque el espíritu de los niños procede del Espíritu Santo. Y debemos creer que este Espíritu existe realmente y que nosotros podemos recibirlo.
Extracto de La irrupción del reino de Dios.