Mi primer año escolar olía a cigarrillos. El aula era una caja, con la bandera estadounidense al frente, a la derecha y una ventana al frente, a la izquierda (aún pienso en términos de derechas e izquierdas, banderas y ventanas). Pasaba la mayor parte de mi tiempo mirando hacia la izquierda; había un nido de golondrinas en la hiedra en el edificio de al lado. A la maestra le molestaban un poco los niños zurdos. Esos son casi todos los recuerdos que puedo traer a la superficie cuando mi hija, que está en primer grado, me pregunta cómo fue mi primer grado. Pero el segundo grado… transcurrió casi por completo en Piney Woods. “¿Dónde es eso? ¿Es un lugar de cuentos?” Bueno, hija, sí, lo es. Esta es la historia.

Hace mucho tiempo, en las montañas de Allegheny en Pensilvania, en un claro en las cumbres, en la comunidad New Meadow Run del Bruderhof, alguien plantó varias hectáreas de pinos blancos dispuestos en hileras perfectamente rectas. No tengo idea de cuál haya sido su propósito, pero para una niña cuya familia acababa de mudarse de una casa atiborrada en una calle empinada de la ciudad, su propósito predestinado era la libertad. Lanzarse entre troncos salpicados por el sol, cuyas ramas más bajas comenzaban justo encima de tu cabeza; correr descalza, sin hacer ruido, sobre incalculables capas de pinocha blanda; revolotear de sombra en sombra en incursiones furtivas entre campos de piratas y princesas (feroces princesas); construir fuertes interconectados, y en constante expansión, en los árboles; recoger ramas caídas para las fogatas de los campamentos; asar rosquillas, manzanas, s’mores… ¿qué no recuerdo?

Teníamos un aula, además. Si lo intento, puedo imaginarla: paredes llenas de mapas, listas con nombres de pájaros, mapas del tiempo. Tuvimos un año académico pleno y enriquecedor. Pero el aprendizaje que se hacía fuera era más rico aún.

Las escuelas del Bruderhof ponen el énfasis en la ciencia, la naturaleza, la exploración de campo. Es extraño encontrarse con una clase vespertina en el interior de la escuela, sea cual sea el tiempo. Pero nuestra clase llevó aquello a un nivel superior, gracias a la pura contrariedad. Gracias, de hecho, a un maestro que sabía qué hacer con la contrariedad.

Nuestro grupo… bueno, digamos que habíamos dejado a varios estudiantes de magisterio cuestionándose su vocación. Una clase de solo dieciséis niños debería haber sido manejable, pero algunos de nosotros aún estábamos encontrando nuestro camino hacia la vida en comunidad, o lidiando con dificultades de aprendizaje o comportamiento, o éramos solo inquietos y discutidores por naturaleza.

Todas las fotografías de Danny Burrows. Usadas con permiso.

Dick Wareham tenía sesenta y un años; su salud no andaba muy bien y estaba tomándose una pausa luego de décadas de docencia. No sé si se ofreció a llevarnos o si se lo suplicaron. Pero el día en que nos encontramos en la cima del claro, frente a aquel hombre grande que llevaba una bandana roja y tenía un cronómetro en la palma de la mano, cerramos la boca y nos pusimos en fila. Fuera lo que fuera que estuviera sucediendo, parecía más apasionante que pelear.

Dick había diseñado una carrera de obstáculos que se valía de cada objeto natural o hecho por el hombre en un circuito de un kilómetro de campo o bosque, con un pabellón y un patio de juegos, para completar el conjunto. Las estaciones estaban numeradas con unas pequeñas placas de madera.  En lugar de tratarse de una competencia directa, debíamos correr contra nosotros mismos, desarrollando nuestra velocidad y nuestra agilidad a lo largo del año. Buenas noticias para una asmática descoordinada.

En sus marcas, listos, ¡YA! Subir y bajar trepando la estructura de hierro de las hamacas, saltar hacia dentro y hacia fuera a través de las seis ventanas abiertas del pabellón, subir por la chimenea de piedra y tocar la placa número 3 que se encontraba en la parte más alta (saltar desde media altura para ganar dos segundos), correr hasta el balancín, tirarse al suelo y rodar bajo la estructura (maldición, tu camisa se desgarró), caminar balanceándose por la viga (regresar si pierdes pie), echar a correr y saltar por encima de la cerca hacia Piney Woods, zigzaguear entre los troncos de los pinos a alta velocidad a lo largo de toda la hilera (a ver cuán derecho puedes correr cuando salgas de allí), luego se trata de correr a toda máquina hasta la meta, después de cambiar de dirección al pasar por donde está nuestro cobertizo hecho de árboles jóvenes. Cada vez que corras esta carrera, sentirás un pequeño estallido de orgullo a medida que las paredes vayan creciendo y aparezcan las vigas del techo, mientras tus niveles de oxígeno se van agotando.

Tras de ti, delante de ti, a intervalos de un minuto, amigos y adversarios vuelan a lo largo de la misma senda, impulsándose en una explosión de velocidad extra que los lanzará sobre la meta en un cúmulo jadeante de triunfo.

Y era un triunfo, tal como nos dábamos cuenta al final de la temporada cuando invitábamos a nuestros padres a correr la carrera y obteníamos resultados dispares y divertidos. Dick llevaba un registro de todos nuestros tiempos y era sabido que la marca de un corredor rapidísimo siempre iba a quedar fichada alrededor del minuto 5:07, pero el resto de nosotros estaba encantado de conocer nuestros tiempos cada vez mejores, anunciados con solemnidad olímpica en el momento de apretar el cronómetro. Cualquier mejora era celebrada. Nadie debía preocuparse por ocupar la última marca de tiempo, porque esa marca ya estaba ocupada. La lista final en la tabla de la temporada decía: “Dick W: 28 minutos, 365 segundos. ¡Gracias a cada uno! Todos marcaron muy buenos tiempos, salvo el último. ¡Necesita ponerse un poco en forma!”.

Naturalmente no teníamos idea de que ese abuelo grande y lento que necesitaba “ponerse un poco en forma” había sido elegido por votación como un jugador estrella de baloncesto. Su equipo de la universidad había viajado por todo el país enfrentando a equipos que lo excedían en categoría. Los cazatalentos estaban observando y le ofrecieron a Dick un contrato para jugar baloncesto profesional. En la década del cuarenta, aquello era el precursor de la liga de la NBA.

Pudo haber seguido su sueño de baloncesto. En lugar de eso, rechazó la oferta y se inscribió en el Seminario Teológico de Bethany en Chicago, convencido de que Dios quería de él más que un buen partido de baloncesto. Pero en el seminario comprendieron que no tenía sentido enterrar su talento y lo designaron director deportivo y entrenador del equipo de baloncesto. Al mismo tiempo, trabajó como consejero juvenil en la Iglesia de los Hermanos. Los adolescentes que se divertían interrumpiendo los servicios religiosos fueron recibidos con humor, fe serena y un desafío de baloncesto.

Conocemos esta historia, porque muchos de aquellos que interrumpían los servicios religiosos se unieron más tarde al Bruderhof, en la década del cincuenta, junto con Dick y su esposa Cosette a quien había conocido en un encuentro del grupo de jóvenes. De hecho, uno de los mejores jugadores jóvenes de baloncesto en Bethany era Glenn Swinger, quien más tarde (bastante más tarde) fue el abuelo de mi esposo. Cuando se juntaban todos para pasar un rato, sus recuerdos rebotaban atrás y adelante, funcionando como una pared a gran velocidad, igual que en un partido de baloncesto.

Pero los niños de ocho años no se preocupan mucho acerca de lo que la gente mayor hizo “cuando era joven”. Todo lo que sabíamos era que la vida era sumamente buena. Correr juntos carreras individuales nos había convertido en un equipo: menos propensos a pelearnos entre nosotros por la fugaz satisfacción de iniciar una gresca, más propensos a organizarnos en una formación cerrada en torno al maestro mientras corríamos a zancadas colina arriba hacia “nuestro” claro. Amábamos a ese hombre que jamás levantaba la voz, pero siempre nos mantenía escuchando.

Permanecer juntos no era obligatorio, pero si te quedabas perdiendo el tiempo en el fondo, quizá no te enteraras de por qué los cirrostratos podían crear un efecto de halo en torno al sol y qué tipo de tiempo presagiaban. También podías perderte la raya escarlata de las tangaras entre los robles palustres. No te enterarías de que podías comer bayas de gaulteria, o usar las tiras de corteza de abedul para iniciar un fuego, incluso si la madera estaba un poco húmeda (esto es debido al aceite). Si el calendario astronómico anunciaba una lluvia de meteoritos para esa noche, seríamos los únicos fastidiando a nuestros padres para que salieran y la observaran con nosotros. “¿Perseidas qué?”

Saber usar mapas y brújulas, rastrear, observar el tiempo, cocinar al aire libre, entendernos con otros seres humanos, todo parecía suceder con sencillez mientras atravesábamos nuestros días. Pero puedo recordarlo ahora sin esfuerzo, en tanto mucho de lo estudiado en los años intermedios desde hace tiempo ha estado ausente sin pena ni gloria.

Cuenta la leyenda de la comunidad que nuestro claro se llamaba “El claro”, porque el hombre que había concebido un pequeño espacio para hacer pícnics entre los árboles contrató a un operador local de una máquina niveladora para que limpiara una porción de terreno hasta que se le indicara detenerse. Desafortunadamente, el visionario fue convocado para hacer un viaje repentino, en tanto el operador de la niveladora continuó su estoica deforestación por demasiados días. Esto dio origen a nuestro amado y amplio claro, con gran espacio para jugar y correr carreras, además de la necesidad de “aclarar” la situación cuando el viajero regresó.

El proyecto del claro sucedió varios años antes de que nosotros nos beneficiáramos de él, pero aquel maravilloso hombre de montaña, el que había manejado la niveladora, estaba vivo y con salud cuando nuestra clase fue a pasar el día a su propiedad. Nos mostró su pozo lleno de serpientes cascabel del bosque. “Mis mascotas”, nos dijo, “Son de lo más amigables”. 

“Sip, amigos míos”, dijo Dick, mientras ingresábamos en tropel a la furgoneta. “Hasta que alguien mira mal a otro y todo se vuelve colmillos y cascabeles”. Todavía no puedo entender qué estaba insinuando.

La base de operaciones estaba en el Claro y en Piney Woods, pero desde allí deambulábamos por todas partes, visitando a vecinos, examinando los campos de batalla y las ruinas de fuertes de la Guerra de Independencia, buscando fósiles en antiguas canteras, nadando en el embalse del río Youghiogheny. Durante las tardes con “tiempo libre para jugar” dependía de ti lo que hicieras con tu momento de naturaleza. Ya fuera que construyéramos embalses, atrapáramos cangrejos de río o talláramos algo irreconocible, a Dick no le importaba, siempre y cuando le dijeras adónde ibas y que él pudiera encontrarte allí.

Siempre sabía dónde estábamos mi amiga Liz y yo. Cerca del arroyo que corría más allá de la pradera, escuela abajo, un viejo manzano en una de las orillas tenía un tronco partido y enormes ramas, una para cada una de nosotras. Nos tumbábamos allí como leopardos salidos de un cuento, cada una de nosotras con una pila de libros en equilibrio al alcance de la mano. Un árbol despeinado por el viento es el mejor lugar para divertirse con historias de aventuras en alta mar (las manzanas verdes son una excelente defensa contra los merodeadores que se acercan. También como provisiones para el viaje).

Ese manzano aún se mantiene en pie, aunque el edificio de la escuela, no. No suelo regresar al hogar de mi infancia tanto como quisiera, y cuando lo hago, trato de no exclamar: “¡Ah, esto se terminó! ¡Aquello ha cambiado!” Detesto oír lamentos así de otras personas. ¿Por qué debería congelarse el tiempo solo porque fuimos felices en otro lugar? De cualquier modo, me siento aliviada de que el viejo árbol no haya sido cortado: luce exactamente igual, y casi espero que una pequeña manzana verde baje zumbando a través de las hojas, quizá enviada por una sombra de aquella niñez, enojada por haber sido interrumpida en medio de la lectura de un capítulo. Aunque en aquel entonces, mi puntería no era tan buena.

Piney Woods es, sin embargo, una muralla impenetrable de sotobosque enmarañado y ramas muertas. No tiene sentido ponerse sensiblero. Los pinos blancos no viven para siempre, y los niños de esta comunidad nunca carecerán de lugares para jugar. ¿Por qué debería sentir como si detrás de la muralla, princesas y piratas feroces estuvieran durmiendo un sueño de cien años, cuando todos somos adultos y tenemos nuestros pequeños piratas para enfrentar?

Dick Wareham murió en 2001, a los setenta y seis, de cáncer. En sus últimos días muchos de nosotros tuvimos la oportunidad de pasar a saludarlo, quedarnos un rato con él y Cosette, y agradecerle por haber sido el maestro que fue. Pero el mejor homenaje que vi fue uno espontáneo. Más tarde ese año, New Meadow Run fue sede de una convención de jóvenes. Más de cien jóvenes de una docena de comunidades salieron en una tarde de excursión por el Claro y bordearon el bosque. Liz y yo nos encontramos y nos fuimos quedando atrás, no las últimas, pero casi. No puedo recordar cuál de las dos dijo: “Si la placa número tres está todavía ahí, vamos por ella”.

Nos encontrábamos mirando hacia delante, donde estaba el antiguo pabellón, cuando alguien se separó del grupo, trepó por la chimenea de piedra, palmeó la parte superior y saltó al piso. Unos momentos más tarde, alguien más hizo lo mismo. Vimos que sus compañeros sonreían, se encogían de hombros y se hacían preguntas. No sé si recibieron alguna explicación. Cuando llegamos al lugar y vimos los conocidos y desgastados apoyos para pies y manos (de los que solo necesitábamos la mitad), otros siete ya habían hecho su peregrinaje vertical. Hasta donde sé, todos los exalumnos estábamos en aquella convención.

Al fin de cuentas, no puedo lamentarme por un viejo bosque. Está justo ahí cuando mis hijos me preguntan por mi infancia. El sol de la tarde se está ocultando a través de los corredores largos y verdes, las pinochas se sienten suaves bajo los pies, el aire huele a resina de pinos, y nosotros reímos mientras corremos hacia el hombre grande con el cronómetro, quien está siempre orgulloso de nosotros, sea cual sea nuestra marca.


Traducción de Claudia Amengual