“Cántate esta, perra!”, espetó él y aplastó mi casco contra el césped. Me aseguré de haber despejado el primer down, le lancé la pelota al árbitro y troté hacia el huddle riendo por lo bajo. Su linebacker había hecho bien la tarea: hacía poco había corrido la noticia de que el fullback titular de Harvard también era aspirante a cantante de ópera, y mis consiguientes quince minutos de fama fueron fácilmente detectables por nuestros contrincantes. A medida que la cobertura de prensa crecía, se volvió evidente que, cuando las personas preguntaban “¿Cómo puedes hacer las dos cosas?”, no querían significar “¿Cómo encuentras el tiempo?” o “¿Cómo desarrollaste intereses tan diferentes?”. Lo que querían saber era cómo yo, un hombre, podía hacer dos cosas tan aparentemente antitéticas. Los jugadores de fútbol americano son duros y agresivos, masculinos. Los cantantes de ópera, suaves y afeminados. No se puede ser ambos.
Esto, por supuesto, no es cierto. Algunos jugadores de fútbol se han vuelto cantantes de ópera, muchos de ellos más dotados de lo que yo jamás fui. Pero la pregunta no se trataba, en realidad, acerca de fútbol o de ópera. Se trataba de lo que significa ser un hombre. A lo largo de los años este tipo de debate acerca de la masculinidad ha sido reiterado varias veces, pero hace poco se volvió una completa crisis de identidad.
En 2019, la Asociación Estadounidense de Psicología (APA) designó la masculinidad “tradicional” como nociva. La APA describió “una constelación particular de estándares que han dominado a grandes segmentos de la población, incluyendo antifeminidad, éxito, aventura, riesgo, violencia y disimulo de la apariencia de debilidad”. Esto ha conducido a un aumento de los índices de suicidio, abuso de sustancias, comportamiento violento, rechazo a buscar atención médica o ayuda psicológica y muertes prematuras en hombres. La masculinidad “tradicional” —o “masculinidad tóxica”, como hoy se la llama— nos estaba matando.
Al establecer estas directrices, la APA se posicionó fuertemente de un lado de un debate polémico. No era noticia que los hombres estaban en crisis. La revista The Atlantic publicó en 2010, una historia de portada bajo el título “The End of Men” —“El fin de los hombres”—, en la que Hanna Rosin exploraba las formas en que los hombres estaban quedando a la zaga de las mujeres en nivel de educación y logros profesionales. Desde entonces otros han escrito artículos y libros donde han explorado los factores culturales y biológicos que podrían explicar la disfunción masculina. Por ejemplo, su desarrollo cerebral y sus estilos de aprendizaje, o sus niveles de testosterona y sus tendencias agresivas naturales. Quizá esto tenga que ver con madres autoritarias y padres ausentes, o con películas de Hollywood y videojuegos violentos. Quizá se trate del fácil acceso a la pornografía en línea o del feminismo militante que hace a los hombres sentirse como criminales antes de haber hecho algo malo.
El debate sucedió en medio de nuevos coloquios sobre identidad de género y orientación sexual que añadieron un matiz a esos asuntos, pero también produjeron confusión en algunos hombres acerca de cómo encajarían en este nuevo espectro de fluidez de género. Mientras tanto, a través del movimiento #MeToo, las mujeres han expuesto con valentía aquellos patrones de acoso y abuso sexual por parte de hombres en muchos niveles de la sociedad. El movimiento demoró en surgir, pero su advenimiento fue rápido y creó en muchos hombres la inseguridad de no saber cómo navegar las aguas veloces del cambio.
La masculinidad John Wayne
Pero, ¿se podía culpar a la masculinidad “tradicional”, tal como la había diagnosticado la APA? ¿O se trataba, en realidad, del derrocamiento de la masculinidad que privaba a los hombres de su confianza en sí mismos y los dejaba confundidos acerca de lo que significaba ser un hombre? En los últimos años, muchos han regresado al modelo “tradicional” en tanto un ideal que pueda ser recuperado, no como una distorsión que debería ser rechazada. Quizá sea un emblema de esta época de desacuerdos el hecho de que John Wayne —el tipo duro de mandíbula de acero que actuaba en las películas de guerra y en los wésterns de mediados de siglo— haya vuelto a ser tema de conversación como una prueba de Rorschach ideológica. Para algunos, él representa todo lo que está bien acerca de cómo ser varón. Para otros, él representa todo lo que es malo, tóxico y perjudicial.
Los defensores de la masculinidad de John Wayne han tenido algo así como su momento de gloria. La elección de Donald Trump pareció legitimar el resurgimiento del machismo estilo “tipo duro”, tan conocido en la historia de Estados Unidos desde su origen. En 2016, mientras #MeToo acaparaba los titulares y las marchas de mujeres llenaban las calles, muchos hombres se replegaron en la virtualidad para curar sus heridas e intentar planificar una salida. A lo largo de los últimos cuatro años, la internet ha creado celebridades a partir de una generación de gurús psicoespirituales que intentan reafirmar y recuperar la masculinidad tradicional. Nadie ejemplifica más esta tendencia que Jordan Peterson, un polímata canadiense que promete a los hombres una guía hacia el significado.
¿Qué vuelve a Peterson atrayente para tantos hombres? Si observamos desde fuera su club de fans, lo que impacta es que él hace más que solo rechazar las políticas de identidad y corrección política: promete ordenar el caos en el que se encuentran los hombres. La confusión busca claridad; la crisis suplica por órdenes. En este contexto, Peterson apareció con medidas claras para que la gente las siguiera. Su libro, 12 reglas para vivir: un antídoto al caos, ha vendido más de tres millones de ejemplares. No es necesario apoyar todas las recetas de Peterson, basadas en su perspectiva esencialista de género y en la psicología junguiana, para reconocer el poder de lo que ofrece a tantos hombres jóvenes confundidos.
El cristianismo ha participado en —y, a veces, ha guiado— el cambio hacia una comprensión empobrecida y frágil de la masculinidad.
El aumento de la popularidad de Peterson permitió mostrar una realidad según la cual es mucho más fácil deconstruir el estilo de masculinidad de John Wayne que reemplazarlo. Aquellos que clasifican la masculinidad “tradicional” como “tóxica” se muestran reacios a proponer una alternativa constructiva, y no sin razón. Según su punto de vista, expresar cualquier definición de masculinidad no tóxica sería intrínsecamente reduccionista: según esto, hablar a los hombres en tanto hombres y no en tanto individuos implica inevitablemente apoyar una concepción binaria del género que debería ser desmontada.
Sin embargo, a falta de visiones alternativas positivas de la masculinidad, el vacío ha sido llenado por aquellos que hablan con fuerza y claridad —para mejor o (con más frecuencia) para peor. Hay un público creciente no solo para Peterson, sino también para voces más inquietantes como la de Gavin McInnes, cuya organización, Proud Boys, se ha deslizado por una resbalosa pasarela desde el estímulo al empoderamiento masculino hasta el apoyo a la supremacía masculina blanca.
Los hombres en la iglesia
Un desarrollo ineludible de las últimas décadas tiene que ver con cómo el cristianismo ha participado en —y, a veces, ha guiado— el cambio hacia una comprensión empobrecida y frágil de la masculinidad. Esto puede ser visto en grupos organizados como los programas de ministerio por y para los hombres que surgieron dentro del cristianismo estadounidense, específicamente en su rama evangélica. Desde un punto de vista más general, la concepción teológica evangélica de la autoridad patriarcal, los roles de género complementarios y la heterosexualidad los habilitan a tener una opinión fuerte acerca de cuestiones de género, de manera tal que su influencia se vuelve poderosa. Y, de hecho, por más de un siglo los evangélicos han estado luchando para hacer de sus hombres guerreros espirituales a la manera tradicional y patriarcal de la masculinidad militante.
Este es el argumento que la historiadora Kristin Kobes Du Mez introduce en su nuevo libro, Jesus and John Wayne. Según Du Mez, uno debería entender que la masculinidad promovida por el cristianismo evangélico está tan motivada culturalmente como lo está teológica y bíblicamente. Los evangélicos llegaron a la conclusión temprana de que el mundo posmoderno, con su viraje desde una economía industrial a una intelectual, significaba privar a los hombres de sus roles otorgados por Dios en tanto proveedores y protectores. Pero, al intentar contrarrestar esto, el cristianismo evangélico terminó promoviendo un ideal de hombre cristiano que tenía más en común con los ideales de la cultura popular acerca de lo que significa ser macho, que con Jesucristo. Los líderes evangélicos influyentes como James Dobson, Pat Robertson y Jerry Falwell glorificaron de forma descarada los atributos masculinos culturalmente definidos, intentando hacer de los hombres cristianos unos soldados de Cristo robustos y agresivos. Esta opinión acerca de la masculinidad se extendió a través de la tele, la radio, los libros, los panfletos y las conferencias. Ciertamente, hubo grupos que ofrecieron una visión distinta —quizá entre los más destacados esté Promise Keepers, que tuvo su auge en los noventa—, pero parecería ser que fueron sofocados de forma eficaz.
El Jesús de los evangelios resulta un escollo inconveniente para aquellos que promueven los ideales de la masculinidad patriarcal, agresiva, militante y dominante.
Ya sea que uno concuerde o no con el argumento más amplio de Du Mez, ella tiene razón al señalar que el Jesús de los evangelios resulta un escollo inconveniente para aquellos que promueven los ideales de la masculinidad patriarcal, agresiva, militante y dominante. Aquellos atraídos por la idea de un Cristo violento son forzados a mirar hacia otro lado. Tienden a hacer énfasis no en Jesús, el hombre, sino en el Cristo cósmico, el juez eterno a quien todos los poderes se someten y obedecen: una figura más cercana a la revelación de Juan que a su evangelio. Y, por supuesto, les agrada hacer referencia a los héroes guerreros del Antiguo Testamento.
Por consiguiente, estos cristianos arremeten contra el “Jesús afeminado de la catequesis” del protestantismo tradicional, lo que el pastor de megaiglesia Mark Driscoll llamó el “Cristo hippie y homosexual, estilo Richard Simmons”. Para Driscoll, Jesús fue “un rey guerrero Ultimate Fighter con un tatuaje en su pierna, que va a la lucha contra Satanás, el pecado y la muerte, en su fiel corcel”. Según Du Mez, no fue una coincidencia que en 2016 el 81% de los evangélicos votara por Donald Trump, quien afirma encarnar muchos aspectos de esta masculinidad militante, ni que la hija de John Wayne lo hubiera respaldado.
En la medida en que Du Mez esté en lo cierto, la masculinidad cristiana ha sido definida más por la cultura que por las escrituras y, por lo tanto, tiene poco para ofrecer a los hombres más allá de las toxicidades del modelo “tradicional”.
He aquí el hombre
Pero el cristianismo tiene más para ofrecer. En su núcleo está la persona de Jesucristo, a quien Dios hizo hombre. Apartarse de su condición de persona deja a los hombres cristianos sin una alternativa convincente. Volverse hacia ella ofrece una posibilidad de crecimiento a través de una masculinidad que enfatiza la compasión, la humildad y el propósito.
Compasión: la compasión es la fuerza impulsora de Jesús. El evangelio nos dice una y otra vez que él está motivado por la compasión: hacia los enfermos, los que sufren y los pecadores. Nunca rechaza a alguien que llega a él necesitado, sea judío, samaritano o romano; hombre, mujer o niño. Emular la compasión al estilo de Cristo requiere cuidar a los otros: amigos, extraños y enemigos. Requiere demostrar misericordia y otorgar el perdón. Para Jesús nadie está más allá de la redención. La compasión guía a los hombres a ser sanadores y auxiliadores; no dominadores ni destructores.
Requiere, además, cultivar una apertura emocional que permita a cada uno sentir la aflicción y el dolor de los otros. La indiferencia emocional, el estoicismo y la represión de los sentimientos —algunas de las características masculinas “tradicionales” contra las que la APA advirtió— son la antítesis de la compasión. Jesús lloró ante la muerte de su amigo Lázaro. Cuando tuvo miedo admitió a sus amigos: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mt 26:38). Cuando conocemos esa inteligencia emocional de Jesús y la usamos para conectarnos profundamente con los otros, surge una masculinidad basada en Jesús, que estimula la disposición a establecer relaciones personales y profesionales, así como una apertura a la riqueza que se encuentra en el corazón de una vida cristiana.
Humildad: la humildad fue otra piedra angular en la vida de Jesús. “Porque cualquiera que se enaltezca será humillado; y el que se humille será enaltecido” (Lc 14:11). El valor que otorga a la humildad aumentó su enojo ante los escribas y los fariseos que, según él, eran avaros y autoindulgentes, y buscaban sitiales de honor a la mesa y hacían espectáculos públicos para mostrar su religiosidad. En lugar de eso, dice: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo” (Mt 23:11). Ese es el ejemplo que da a sus discípulos cuando les lava los pies la noche previa a su muerte, y así es como él entiende su misión: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mat 20:28).
Jesús no usa su poder para jactarse ni para controlar a los otros; él rechaza a Satanás cuando este le ofrece los reinos del mundo y su gloria. Su poder es para los indefensos, y se agranda al ser dado a los otros. A los pobres, a los oprimidos y a los perseguidos, proclama: “Suyo es el reino de los cielos”. Muchos de los problemas del mundo moderno provienen del mal uso del poder, de la confusión y la ignorancia, así como de la avaricia y la lujuria. Jesús ofrece una salida clara: si hacemos lo que él hace, renunciaremos a nuestro empeño de supremacía y dominio, dejaremos de glorificar nuestra propia fuerza y nuestra propia autoridad y perseguiremos la humildad y el servicio, elevando a los otros, y no a nosotros.
Propósito: No se debería cometer el error de pensar que la humildad significa pasividad y debilidad. Jesús trabajó duro, recorriendo el campo para que las personas pudieran escucharlo y seguirlo: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la hacen” (Lc 8:21). Él desea que las personas den buenos frutos; que multipliquen los dones recibidos, no que los entierren. No tenía miedo de decir palabras duras o de señalar la hipocresía y la injusticia. Pero también era paciente. Invitaba a las personas a seguirlo; no los obligaba. Deseaba escuchar a aquellos con los que disentía y enzarzarse en debates con ellos. Rechazaba combatirlos físicamente porque sabía que “todos los que tomen la espada, a espada perecerán” (Mt 26:52). Llamar débil a un hombre así es confundir la paz con la pasividad, el sacrificio con la rendición. No hay nada débil en la cruz.
El mundo no recompensa a los hombres por ser como Jesús. Ciertamente no recompensó a Jesús por ser como Jesús.
Algunos hombres han respondido a la confusión actual con una pérdida de propósito o con un malestar. Se los ha llamado los machos “omega”, los “buenos para nada”. Pierden la esperanza en la educación y en el trabajo; caen en rutinas indolentes y no parecen preocupados por nada ni por nadie. Jesús ofrece a los hombres un propósito que los convoca a salir de ellos mismos para servir a los otros, sin dejar que ese propósito se vuelva otro instrumento de control.
Un desafío mayor
La compasión, la humildad y el propósito son solo algunos de los atributos que Jesús nos invita a abrazar. Su honestidad y su integridad desalentarían la mentira, el engaño y el robo que infectan los corazones de muchos hombres y envenenan sus relaciones. Su pacifismo sería una respuesta poderosa ante la glorificación de la violencia y la agresión. Su fidelidad a Dios podría ayudar a los hombres que están apartándose de la religión organizada. Su falta de apego a los bienes terrenales podría ayudarlos a no asociar su autoestima con su salario o con sus posesiones. Su compromiso con el combate a la injusticia podría inspirar a más de un hombre a usar su privilegio para luchar por aquellos que tienen menos.
Al observar cuidadosamente a Jesús hombre, vemos cuánto nos hemos desviado. Pero también vemos con claridad su ofrecimiento de un nuevo modo —de hecho, un modo muy antiguo— de concebir lo que el hombre debería ser.
Seguir a Jesús siempre será más difícil que seguir a Jordan Peterson. Jesús llama a los hombres no solo a nadar contra la corriente cultural, sino también a vencer aquellos impulsos de dominación y sexo que les han presentado como irresistibles. El mundo no recompensa a los hombres por ser como Jesús. Ciertamente no recompensó a Jesús por ser como Jesús. No tendrás una gran paga, no serás famoso, no accederás a las riquezas de esta vida por seguir el camino de Cristo.
Pero serás libre. Jesús, Dios hecho hombre, nos muestra un camino para trascender nuestra naturaleza básica y encontrar una vida más plena, feliz y saludable. Aquellos hombres cristianos que necesitan con desesperación una guía para trazar una ruta en el mundo moderno encontrarán la clave en arraigar su masculinidad allí donde la vida de todos los cristianos debería estar basada: en la verdad eterna de Jesucristo.
Mis días de fútbol y canto han pasado. El camino de la vida me ha llevado a cumplir roles nuevos y aún más gratificantes como esposo, padre y sacerdote. Pueden no parecer relevantes, pero una y otra vez me instan a considerar el tipo de hombre que deseo ser, y el tipo de hombre que quiero alentar a que otros sean. Tengo dos hijos. Será un desafío enseñarles cómo ser hombres en este mundo, en particular, hombres de fe. Quiero decirles cómo ser, sin dejar de darles el espacio suficiente para descubrir quiénes son. ¿Cómo hago para permitirles que disfruten al derribar una pila de bloques y, a la vez, dejarles claro que la violencia real y la destrucción son cosas que deberían evitar? ¿Cómo mantengo viva la diversión de luchar y competir y, a la vez, asegurarme de que no se enfoquen demasiado en dominar y ganar? ¿Cómo hago para respetar sus emociones en tanto los aliento a dejar de llorar cuando alguien les quita un juguete?
Todo esto sucede antes de que sean afectados por la gran cultura, antes de que su testosterona empiece a hacer efecto. Quiero que amen siendo niños y siendo hombres. Quiero que sean niños y hombres amorosos. Quiero que se desarrollen en este mundo y contribuyan a él. Pero la mayor parte de eso está más allá de mi control. Así que, en lugar de preocuparme por el tipo de hombres que serán, quizá lo mejor que puedo hacer por ellos sea presentarles a Jesús y dejar que oigan por ellos mismos su llamamiento eterno: “Sígueme”.
Traducción de Claudia Amengual