El aroma a limones flotaba lentamente a través de un sereno jardín de verano en las afueras de Roma; un viejo monje iba de aquí para allá en silencio arrancando malas hierbas; las abejas zumbaban alegremente en torno a su cabeza y una brisa suave susurraba entre las hojas. A ese coro feliz se unían las notas de un antiguo y brillante piano, que provenían de la ventana del monasterio. Adentro, el pianista más genial que el mundo hubiera conocido esbozaba un nuevo poema musicalizado.
No mucho tiempo atrás, había sido el hombre más celebrado, adulado y deseado de Europa. Las composiciones que en ese entonces cautivaban audiencias, desde su Ave María hasta su Liebestraum No. 3 y sus Rapsodias Húngaras, aún conmueven a millones. Su retrato estaba en todas las vidrieras de las tiendas, su nombre estaba en boca de todos, el poso de su café y algunos mechones de su cabello eran premios para sus admiradoras. Pero la vida era diferente ahora, y su tiempo transcurría en compañía de su piano, sus papeles y los viejos hermanos de esa abadía. Las pequeñas aves de Monte Mario eran su único público; trinaban mientras él escribía un homenaje a San Francisco, quien alguna vez había predicado a las aves de Asís.
Durante un largo tiempo, Franz Liszt había sido dos hombres. En sus días de giras como pianista, fue un hedonista, un canalla y un rompehogares; fue también un alma generosa que siempre añoró una vida de paz y oración. Ahora, en esa colina sagrada, las cosas se estaban simplificando. Por primera vez, se estaba volviendo una persona. Bajo sus años de celebridad superficial yacía un deseo aún más profundo que el que lo había llevado a perseguir la fama.
“Santidad” es una palabra anticuada, que los sensibleros suelen emplear incorrectamente, pero en sus orígenes más remotos, simplemente significó “integridad”. Eso era lo que Liszt buscaba, y lo que casi encontró en esos, sus últimos años. En su vida y en su música, podemos ver ese drama humano universal entre el egoísmo y la salvación. En ella podemos aprender algo acerca de la integridad, también.
Lisztmanía
Franz Liszt fue bautizado en 1811 con el nombre Franciscus, en homenaje al santo cuya influencia permanecería con él durante toda su vida. Cuando niño, pronto demostró ser un prodigio. Sin haber recibido una enseñanza formal, podía tocar piezas difíciles de oído, y ya a sus ocho años impresionaba a quienes lo escuchaban con su profundidad de sentimiento y emoción. Su padre, Adam, reconoció esa chispa de talento y se volvió un promotor y representante incansable de la carrera de su hijo. Valiéndose de sus contactos con los ricos y poderosos, Adam encontró el mejor maestro para Franz, quien pronto tuvo a la gente en el bolsillo con su virtuosismo. A sus once años, ya era mejor que muchos pianistas formados y podía ejecutar solo con una lectura piezas que a algunos profesionales les hubiera tomado semanas dominar.
Adam se puso en marcha con su hijo y Franz tocó para multitudes en toda Europa. Pronto fue necesario fabricar pianos especiales para soportar la intensidad de la forma de tocar del joven Liszt (no era extraño que rompiera una cuerda durante un concierto). Pero el deseo mayor de Franz durante todo ese tiempo era convertirse en sacerdote, y no en pianista. Adam fue estricto con respecto a eso y le enfatizó al niño que su vocación debía volcarse al arte y no a la iglesia.
Cuando Franz llegó a la juventud, su padre murió. Abandonó las giras y se dedicó a la docencia. Sus pensamientos retornaron al sacerdocio, pero esa vez fue su madre quien se lo prohibió. Decepcionado y sin un objetivo claro, Liszt iba a misa cada día, oraba y enseñaba a sus estudiantes. Estaba en busca de la dirección para su vida. En esa época asistió en París a un concierto del gran violinista Niccolò Paganini. Era tan talentoso, que muchos especulaban con que había hecho un pacto con el diablo. Causaba sensación. La vista de esa actuación maravillosa encendió a Liszt, y retomó las giras, por primera vez como hombre adulto.
Fue en esta época cuando Liszt se ganó una reputación de canalla. Las debilidades inherentes a su carácter, tanto el amor por el placer como la necesidad de aprobación, eran alimentados por audiencias reverenciales y mujeres bien dispuestas. Entre sus muchos flirteos, el más notable sucedió durante ese período de su juventud, cuando inició una relación con la condesa Marie D'Agoult. Los dos solían escabullirse del conde D'Agoult para encontrarse en el apartamento de Liszt, en París, un lugar que él llamaba “la ratonera”. Con el tiempo, Marie abandonó a su esposo y los amantes huyeron a Suiza, donde tuvieron tres hijos nacidos fuera del matrimonio. Pero la relación estaba cimentada en la pasión y nunca hubo una real compatibilidad de caracteres. Después de varios años de dramas y conflictos, terminó definitivamente.
Una vez finalizada la relación, Liszt regresó a su comportamiento escandaloso, saltando de mujer en mujer, y sus presentaciones fueron más populares que nunca. Tras él dejaba un tendal de corazones rotos y usados, así como relaciones familiares fracturadas. Incluso entonces, ese modo de vida jamás le resultó completamente satisfactorio. Describía el ciclo del drama como “el verdadero demonio de la emoción y la excitación extremas”. Liszt deseaba paz.
En esos tiempos su música estaba llena de emoción y excitación, de un modo que parece reflejar el ritmo vertiginoso de su vida. Por esa época, en 1838, escribió y tocó en público la Grand galop chromatique, que es exactamente como suena, un galope apasionante del principio al final, deslizándose a izquierda y derecha del teclado a una velocidad emocionante. La pieza había sido diseñada para producir el efecto de enardecer a la multitud, y funcionaba. Pero, en 1847, el galope se atenuó en un trote, cuando Liszt conoció en Kiev a la princesa Carolyne zu Sayn-Wittgenstein.
La princesa no se parecía a las mujeres que habían sido parte de los amoríos de Liszt. Era una intelectual, dominante y devotamente católica. Los dos se enamoraron y, bajo su influencia, Liszt dejó las giras para siempre y se concentró en componer su propia música.
Durante la década siguiente, que Liszt pasó en Weimar, Alemania, compuso un gran número de obras. Entre las composiciones de ese período estuvo la Missa solemnis de 1856, también conocida como Misa de Gran, para inaugurar una nueva basílica en Esztergom (Gran), Hungría. El crítico Pius Richter escribió sobre esta pieza que mostraba esa “tensión interna” que había en Liszt, quien deseaba los “placeres del mundo y los gozos del cielo” al mismo tiempo. Algo de eso había. Liszt se había vuelto otra vez un católico practicante y oraba con Carolyne todos los días. Y, sin embargo, los dos vivían como marido y mujer a pesar de que Carolyne todavía mantenía un vínculo matrimonial con su esposo de quien estaba separada. Weimar aún iba a presenciar un romance final entre el compositor y una de sus estudiantes, una mujer casada. Los dos hombres convivían dentro de Liszt, y no estaban en paz.
Mi vida se está simplificando
A mediados de la década de los sesenta, Liszt estaba viviendo solo en el monasterio de Nuestra Señora del Rosario, en las afueras de Roma. En aquellos días el monasterio quedaba a una distancia tal de la ciudad, que proporcionaba una sensación de lejanía. Y, sin embargo, desde su ventana Liszt podía ver la poderosa Roma que se extendía ante él como un glorioso mapa, delineando el paisaje recorrido por santos, artistas y héroes. A menudo iba a la ciudad, y un observador señaló al verlo pasear por las calles, que tenía unos “modales humildes y siempre estaba sonriendo”.
Pero esas sonrisas surgieron solo después de un período de hondo sufrimiento. En 1859, Daniel, el hijo de Liszt, había muerto a causa de una enfermedad. Y en 1862, su hija Blandina murió debido a complicaciones acontecidas durante un parto. Esas muertes lo golpearon profundamente.
Ante la muerte de sus hijos, la propia muerte de Liszt adquirió una nueva inmediatez. Liszt redactó su última voluntad y testamento, donde expresó el deseo de regresar a la luz de la integridad que había visto en su infancia, y se dedicó a extirpar de sí la parte egocéntrica de su alma. “A pesar de los numerosos errores y transgresiones que he cometido, y por los cuales siento contrición y arrepentimiento sinceros, la divina luz de la Santa Cruz jamás ha desaparecido del todo de mí. A veces, de hecho, ha inundado toda mi alma con su gloria”, escribió, “ese sentimiento brillante y misterioso que ha penetrado mi vida entera, como una herida sagrada. Sí, Jesucristo crucificado, esa fue siempre mi verdadera vocación”. Por mucho tiempo, el compositor había sido Jekyll y Hyde. Pero ahora ya no existía esa personalidad dividida que vivía una vida lujosa y pródiga por la noche y oraba y daba limosnas durante el día. Solo existía Liszt. Según se sabe, esto realmente significó un cambio al que se mantuvo fiel por el resto de su vida.
Liszt escribió a su primo Edouard sobre el impacto de haber perdido a sus hijos. “Blandina tiene un lugar en mi corazón junto a Daniel. Los dos permanecen conmigo trayéndome expiación y purificación, y son intercesores con el grito de “Sursum corda!” [¡Levantemos el corazón!]. Cuando el día de la muerte se aproxime, no me encontrará desprevenido ni débil. Nuestra fe espera y ansía la liberación a la que nos conduce”. A medida que reflexionaba sobre la pérdida de sus hijos, su comprensión del arte también cambió. La música se volvió un modo de orar: “Debo encender la llama para aquellos seres queridos que están vivos y mantener a mis queridos muertos en urnas espirituales y corpóreas. Esa es la finalidad y el objetivo de mi tarea artística”.
Una segunda infancia
De las cartas que Liszt escribió en esa época emerge el tema del retorno a su infancia. “Sabes, madre querida”, escribió”, “cómo durante los años de mi juventud, me soñaba incesantemente integrando el mundo de los santos. Nada me parecía más obvio que el cielo, nada tan verdadero ni tan rico en bendiciones como la bondad y la compasión de Dios. Cuando ahora leo la vida de los santos, siento que estoy encontrando de nuevo, luego de un largo viaje, a amigos antiguos y venerados de los que nunca me separaré”. Según Edouard, escribía motivado por una claridad de conciencia y una paz del corazón crecientes.
Una pieza de música menos conocida de ese período ilustra poderosamente el drama entre la luz y la oscuridad que habían existido en la vida de Liszt, y la paz que ahora lo estaba envolviendo. Évocation à la Chapelle Sixtine (1862) surgió de la experiencia de sentarse en la Capilla Sixtina y reflexionar sobre las grandes piezas de música de Gregorio Allegri y Wolfgang Amadeus Mozart que habían sido inspiradas por la belleza del lugar.
Ya no existía esa personalidad dividida que vivía una vida lujosa y pródiga por la noche y oraba y daba limosnas durante el día. Solo existía Liszt.
La Évocation comienza con un tema asordinado y sombrío del Miserere de Allegri, compuesto en 1638, “Ten piedad de mí, oh, señor, según tu amor infalible; según tu gran compasión oculta mis transgresiones. Lava toda mi iniquidad y límpiame de mi pecado”. Luego se arremolina desde las profundidades a medida que Liszt complejiza el tema con armonías cromáticas, y gana en intensidad hasta que la persona que escucha queda envuelta en una especie de frenesí apocalíptico. Se puede sentir la pena honda por el pecado y el desánimo ante la pérdida, todo el conflicto de sus días de juventud y la confusión de un alma tironeada entre el bien y el mal. Esa batalla entre el pecado y la oscuridad, por un lado, y la misericordia y el arrepentimiento, por el otro, ocupa la parte central de la obra, al igual que el sereno tema del Ave verum corpus de Mozart, compuesto en 1791, momentáneamente quiebra la confusión y la turbulencia, y, finalmente guía la obra hasta su final.
Liszt describió la pieza de este modo: “La desdicha y la angustia del hombre se lamentan lastimosamente en el Miserere, y la infinita misericordia de Dios, así como la satisfacción de la oración, le responden y cantan en el Ave verum corpus de Mozart. Esto tiene que ver con el más sublime de los misterios, aquel que nos revela el amor triunfante sobre el mal y la muerte”. Ya en su vejez, Liszt insistía a sus estudiantes que esa pieza no era para ser ejecutada en público, sino solo para la contemplación privada.
En 1865, Liszt cumplió su sueño de la infancia, se puso la sotana sacerdotal y se volvió miembro del clero de órdenes menores. Desde entonces se lo conoció como el padre Liszt y presentó al mundo una imagen sorprendente. Aún con su gloriosa cabellera larga y su atractiva mandíbula cuadrada, aquella celebridad se paseaba ahora vistiendo un modesto ropaje negro y pasaba sus mañanas, de nuevo, ante el altar.
Pero, por supuesto, el padre Liszt aún era Liszt: amaba comer, beber vino y fumar puros, y amaba, más que ninguna otra cosa, hacer música y ayudar a otros a hacer música. Aún resultaba impactante verlo ante el teclado. En esa época, durante una cena en París, poco antes de servir la comida, se le mostró una partitura para piano recién escrita. Liszt la observó con aprobación. Luego de la cena, tocó la pieza de memoria. El clérigo todavía era un genio.
No debió abandonar lo que era bueno en el joven Liszt para volverse santo. De hecho, no podía hacerlo, si volverse santo significa realmente volverse íntegro. Sus talentos como músico se elevaban en servicio. Los empleaba para enseñar a las personas jóvenes, sin costo alguno, para recolectar dinero destinado a los pobres y para calmar la angustia de los pacientes en el hospital psiquiátrico. Las personas que lo conocieron en esa época de su vida comenzaron a hacer referencia a una generosidad y una bondad esenciales que guiaban sus actos.
El camino de la Cruz
Los años siguientes no fueron para Liszt ni simples ni pacíficos como quizá él esperaba. De hecho, las preocupaciones y los sufrimientos solo parecían aumentar. Cuando andaba por los setenta, su salud rápidamente se resintió. Se sentía fatigado y estaba quedándose ciego, además de que padecía de asma e hidropesía. Sus miembros siempre estaban hinchados y le resultaba doloroso caminar. Al mismo tiempo, su reputación pública había caído, en parte debido a algunos errores cometidos en las relaciones públicas con respecto a un libro sobre música húngara que había publicado. Y, en lo referente a los conflictos familiares, se había distanciado de Cosima, la única hija que le quedaba viva. Quizá esto pueda ser considerado una compensación que debía a cambio de una juventud de placer desenfrenado y adulación pública, pero, tal como una vez Liszt aconsejó a su sobrino, Dios a veces permite que terribles dificultades sobrevengan a aquellos que ama.
A medida que la vida de Liszt marchaba hacia su final, su música cambió de modos impredecibles, anticipándose a compositores modernos que surgirían en el futuro. Piezas como Nuages gris (1881) ignoran las convenciones y dejan a la persona que escucha suspendida en un sentimiento inquietante y desolador. En 1879, mientras escribía su Via crucis, una obra coral que detallaba las estaciones de la cruz, Liszt estaba haciendo su propio camino de la cruz, sufriente y solitario. Pero la cruz era para él no solo un signo de sufrimiento. El último movimiento de su obra lleva el título “Ave crux, spes única”, es decir, “¡Salve, cruz, nuestra sola esperanza!”. Al final, fue esa esperanza que llevó a Liszt a dar al mundo la belleza que ha perdurado más allá del sufrimiento y los pecados de su vida. Esto es significativo. Es un signo de que quizá, al final, sean la belleza y la integridad, en lugar del dolor y el desorden, las que tengan la última palabra.
Traducción de Claudia Amengual