“Si hay algo que puedo hacer por ti, por favor, házmelo saber”.
Ha pasado otra vez. Llegaron noticias de otra muerte, diagnóstico u otra desesperación imprevista; y, una vez que has recuperado el aliento, estas palabras familiares resuenan, casi involuntariamente, en el vacío: “Si hay algo que pueda hacer por ti, por favor, házmelo saber”. Las has dicho cientos de veces. Otras personas te las han dicho a ti. Sin embargo, cada vez que sale, esa frase está teñida de algo que no satisface. Hay una herida, hay necesidad evidente de medicina, este bálsamo bienintencionado inevitablemente se queda corto para la curación que el alma anhela.
El problema, al pronunciar estas palabras, no es la falta de sinceridad. Se dicen con buena intención. Es que solemos tener poca idea de lo que significaría realmente convertir esas intenciones en realidad. Las cosas que podemos hacer —conseguir algo de la máquina de Coca-Cola en el corredor, llevar comida o flores, pasar por la casa de alguien para ver cómo están las mascotas— pueden parecer insultantemente pequeñas ante el dolor agudo; mientras que las cosas que más anhelamos hacer —curar, reconciliar, resucitar, eliminar por completo el sufrimiento— están más allá de nuestra capacidad o experiencia. Nos quedamos en un extraño valle de impotencia.
Sin embargo, parece que no se nos haya ocurrido nada mejor. No decir nada es peor. Y no queremos huir del dolor de un ser querido, sabiendo que probablemente otros lo harán. Así que, a falta de mejores opciones, ofrecemos esta endeble frase. Aunque sabemos, incluso mientras la pronunciamos, que nuestra ofrenda probablemente no cambiará la situación, esperamos ser reconocidos por ese acto de amor.
Pero yo creo que sí podemos hacer algo mejor.
Bueno, en realidad, “hacer” es precisamente el problema.
En mi vida como sacerdote, conozco a muchas personas que caminan por diversos valles de sombra y muerte. El sofá de mi estudio es un carrusel de crisis. Esta exposición casi constante es, quizás, la razón por la que me he cansado de esta frase omnipresente más rápido que la mayoría. Durante muchos años, di por sentado que las personas que acudían a mi estudio, las que estaban en la cama del hospital, las que se encontraban en cualquier situación límite, acudían a mí porque querían que hiciera algo por ellas. Suponía que querían que les diera consejos. ¿No es por eso por lo que leí todos esos libros en el seminario? Y eso fue lo que hice. Hablé sobre el problema del mal, la naturaleza de la providencia, el tiempo escatológico. Una y otra vez, después de estas charlas, empecé a reconocer un patrón desconcertante: la profundidad de mi sabiduría sirvió poco para aliviar el sufrimiento de estas personas, mucho menos para mejorar sus vidas. Con el paso de los años, he descubierto (muy) lentamente un enfoque mejor. Hago menos. De hecho, no hago casi nada. Ahora, en la medida de lo posible, simplemente me quedo ahí sentado, callado.
El problema de ofrecerse a hacer algo —lo que sea— es que limita nuestra imaginación a una visión transaccional, que refuerza el abismo entre tú y el otro, y define a cada persona estrictamente por sus respectivos papeles de ayudante y ayudado. Creo que este afán de hacer surge, en primer lugar, de una convicción en particular sobre lo que es el sufrimiento. Tendemos a pensar que el sufrimiento es fundamentalmente una cuestión de falta de bienes: de salud, de dinero, de suerte, de sabiduría. El grado en que podemos ser útiles es el grado en que podemos ayudar a cerrar esa brecha. En otras palabras, el sufrimiento es el resultado de sucesos en una escala móvil de infortunio, con cosas como la muerte de un ser querido en un extremo y otros inconvenientes menores —como los dedos de los pies torcidos y una mala noche de sueño— en el otro. Cuanto más se avanza en la escala, más se sufre; eso es lo que creemos, por lo menos.
Pero el sufrimiento es más complicado. Con el tiempo, he descubierto que hay algo que importa mucho más, que la tragedia de alguien, en la lista de cosas que pueden salir mal en esta vida. Más bien, es el grado en que la persona que sufre se siente sola en su dolor. Es decir, creo que la intensidad de nuestro sufrimiento no se debe tanto a la falta de bienes, sino a la falta de compañía, de solidaridad, de amigos.
Con el paso de los años, he descubierto (muy) lentamente un enfoque mejor. Hago menos. De hecho, no hago casi nada. Simplemente me quedo ahí sentado, callado.
Esto me ayuda a entender lo que ocurre en esas conversaciones en mi estudio. ¿Quién es una persona con alzacuellos, si no alguien con quien poner a prueba tu soledad? Aquí hay alguien obligado a la confidencialidad, que ha hecho votos de amar y cuidar, alguien en quien, seguramente, puedes confiar que no te juzgará fácilmente. Alguien que existe para que no tengas que estar solo.
Por supuesto, no es que la gente me diga eso sin más. Cuando he preguntado: “¿Qué te trae hoy por aquí?”, los que están en mi sofá a menudo balbucean medio arrepentidos alguna versión de: “A decir verdad, Padre, no estoy del todo seguro”. Inevitablemente, tarde o temprano, me cuentan una historia triste. Es larga. Es corta. Es impactante. Es mundana. Sea cual sea la historia, siempre llega el mismo momento vital, cuando la persona que está en mi sofá deja de hablar. Me mira. Espera.
Y es precisamente en ese momento, cuando tenemos la oportunidad de hacer algo hermoso. Debemos cobrar todas nuestras fuerzas y resistir el impulso de hacer cualquier cosa: ofrecer consejo, ofrecer un favor, decir cualquier cosa que equivalga a las palabras: “Si hay algo que pueda hacer por usted, por favor, hágamelo saber”. Más bien, lo único que debemos hacer es mantener el espacio. No hacer por, solo estar con. Guarda silencio. Di cosas como: “Eso suena muy doloroso”, “Me alegro mucho que me lo hayas contado” o “Me pregunto ¿qué es lo más duro de todo para ti?”. Y cuando la persona que sufre se esquiva y dice algo como: “Bueno, sé que tienes otras cosas importantes que hacer”, podrás dar el regalo de decir: “No hay nada más importante para mí, en este momento, que estar contigo”.
“Siéntate a mi lado y hablaremos. Si tienes algún problema, dímelo y tal vez así desaparezca la parte más pesada”, así le dice el filósofo —en Crock of Gold de James Stephens— a una joven angustiada, que ha encontrado caminando sola por la carretera. Así de sencillo. Y terriblemente difícil. La parte más pesada de nuestro sufrimiento es estar solos.
Este enfoque da por sentado que, ante los momentos más duros de la vida, en realidad es muy poco lo que podemos hacer. Nadie viene a mi estudio pensando que voy a quitarle su sufrimiento. Pero no tenemos por qué desesperar ante ese reconocimiento, pues ahora podemos ver que tenemos medios alternativos para amar a quienes sufren. De hecho, resulta que lo que queda disponible es, en realidad, lo que el corazón anhela más que cualquier otra cosa: la relación. (Sam Wells proporciona el andamiaje teológico para este argumento en su libro Nazareth Manifesto con una profundidad y abundancia asombrosas).
En lugar de considerar la crisis que se cierne sobre nosotros como un problema que hay que resolver, como un rompecabezas en una mesita entre los dos, deberíamos estar con el sufrimiento más bien como si contempláramos juntos un cuadro complejo. El sufrimiento de alguien parece más a un misterio para explorar juntos, que a un problema con solución. Podemos cambiar la postura transaccional del cara a cara, la postura detrás de frases como “Si hay algo que pueda hacer por usted, por favor, hágamelo saber”, por la postura del compañerismo. El sufrimiento es algo que hay que llevar a cuestas.
Y esta postura abre nuevos horizontes de posibilidades. Una vez que se ha contado y vuelto a contar la historia completa, una vez que se ha dicho lo más duro, una vez que el dolor se siente en ambos corazones, es posible un nuevo tipo de comunión. Porque cuando estamos uno al lado del otro, el que sufre ya no tiene por qué definirse exclusivamente por su sufrimiento. Nuestras miradas pueden dirigirse juntas hacia otro lado, hacia un partido de béisbol o una baraja de cartas, hacia un viejo anuario empolvado, hacia un paseo, una cerveza o una película. Y estas múltiples formas de estar con alguien ya no son una evasión del dolor, un rechazo, una mirada al pasado, sino la montaña al otro lado del valle. Es la alegría que se asienta, obstinadamente, junto a la desesperación, es la comunión en la cual las palabras ya no son necesarias, cuando todo el hacer se desvanece y lo único que importa es el con.
Traducción de Coretta Thomson