En el imaginario cultural, el artista es un espíritu libre. Quizá esto sea herencia del Romanticismo, cuando el artista se presenta como la antítesis de los hábitos excesivamente racionalistas y capitalistas de la modernidad y de la Revolución Industrial. Como resultado de esto, imaginamos a los artistas como unos inconformistas, regidos por la intuición y el impulso, difíciles de definir, difíciles, incluso, para contar con ellos. Pero la realidad de la mayoría de los artistas activos es una vida cotidiana que implica rigurosidad, rutina y precisión, todo lo que no asociamos típicamente a los “espíritus libres”. El músico debe dominar el ritmo y las estructuras musicales del blues de los doce compases antes de que pueda ir más allá con el refinamiento y la audacia que caracterizan el jazz. El pintor prepara el lienzo laboriosamente y pinta para producir una obra con profundidad visual. Los movimientos elegantes y libres del bailarín fluyen a partir de décadas de ensayo disciplinado y repetición diaria de la técnica.

A continuación, tres artistas de distintas disciplinas reflexionan acerca de la interacción entre la libertad y la estructura en su trabajo. Lejos de inhibir su libertad, estos artistas encuentran que, a menudo, a través de la aceptación de las limitaciones formales, la estructura y la rutina, su práctica puede volverse intuitiva y fluida. —Joy Marie Clarkson

La técnica del temple al huevo

Hannah Rose Thomas

En el proceso de pintar, hay un equilibrio sutil entre la estructura y la libertad creativa, la disciplina y la espontaneidad. Soy especialmente consciente de esta tensión existente en los métodos de pintura tradicional que empleo. Mis retratos están arraigados en el simbolismo y las técnicas pictóricas empleadas en la iconografía bizantina y el Primer Renacimiento y, sin embargo, abordan temas contemporáneos tales como el desplazamiento forzado, la persecución religiosa y étnica y la violencia sexual en las zonas de conflicto. En tanto la temática es contemporánea, las técnicas tradicionales y un enfoque atento y devoto están en el corazón de estas pinturas.

Suelo trabajar con la técnica de temple al huevo, que es un soporte hermoso que requiere un enfoque metódico, disciplinado y artesanal. La libertad puede encontrarse con disciplina y limitaciones. En tanto puede parecer paradójico, la disciplina proporciona la estructura, la coherencia y el enfoque concentrado para que la creatividad florezca.

Empiezo el día preparando los pigmentos naturales a mano y mezclándolos con el aglutinante natural, yema de huevo. Esto ayuda a calmar mi mente y mi corazón antes de comenzar a pintar. Es un proceso meditativo que cultiva una preparación ritual, una invitación a la presencia y al respeto. El temple solo puede ser aplicado en capas finas y traslúcidas, y el tiempo de secado es muy breve. Por lo tanto, es necesario aplicar innumerables capas de pintura para lograr el retrato acabado. Comienzo modelando una sombra, luego luz, para una base tonal en verdaccio antes de agregar veladuras de color. Es un proceso que no puede acelerarse; cualquier intento de aplicar capas de pintura más gruesas dificulta lograr transiciones tonales armoniosas. Esto hace que el temple sea una técnica menos espontánea que la pintura al óleo. Sin embargo, la luminosidad brillante del color y la profundidad de la presencia en una pintura hecha con la técnica de temple al huevo son un misterio que surge a través de la rica belleza del proceso de superposición.

Hannah Rose Thomas, Maria y Nadiia, pintura en progreso, temple al huevo sobre panel, 2022. Usado con permiso.

Las pinceladas repetidas hechas con pintura traslúcida requieren una atención paciente. Iris Murdoch, novelista y filósofa británica, cree que el arte “exige un esfuerzo moral y enseña a lograr una atención serena”. Murdoch destaca la atención como algo fundamental para la vida moral y ética. Del mismo modo, el meticuloso método del temple al huevo cultivado en el Primer Renacimiento y en algunas de las pinturas, el uso de la lámina de oro, son fundamentales para mi ética y mi estética. Dichas técnicas son mi forma de responder a, honrar y venerar las historias que he oído. El teólogo Rowan Williams destaca la importancia de “la reverencia, la paciencia y el tiempo destinado entre los factores de la creación” que exige “una conciencia del misterio impenetrable del interior del otro y la gratitud por la capacidad de dar vida”.

Crear es un acto de fe. Es perseverar en la esperanza de que “el misterio impenetrable” y elusivo del otro brillará a través de las capas de pintura. En el proceso de pintar hay un equilibrio delicado entre el impulso perfeccionista que intenta lograr la maestría artística, una búsqueda humilde y una apertura receptiva, una vulnerabilidad ante lo desconocido.

La crisis de libertad en la arquitectura

C. M. Howell

El avance tecnológico más sustancial en lo que respecta al diseño de edificios fue la producción de acero. Sir Henry Bessemer desarrolló medios eficientes para la producción de aleaciones a mediados del siglo XIX. Y no fue mucho después, en la década de los ochenta, que el estudio de arquitectos Burnham y Root completó el edificio Rand-McNally en Chicago, el primer rascacielos con toda su estructura de acero. La innovación de Bessemer adoptó nuevas formas a medida que los avances en los materiales de construcción continuaron a lo largo del siglo XX. Desde el hormigón armado hasta las aleaciones ligeras, la arquitectura fue prueba de las reivindicaciones que la Ilustración hizo del progreso. 

Desde los inicios de la cultura, los edificios estuvieron históricamente constreñidos a las limitaciones estáticas de sus materiales. Un edificio solo podía ser tal alto como su base constituida por una capa de piedra pudiera soportarlo. Sus aberturas solo podían ser tan anchas como la integridad de sus arcos. Su envergadura, solo tan grande como sus columnas pudieran sostener. Los órdenes clásicos eran fórmulas matemáticas precisas que aseguraban la estabilidad estructural y la seguridad pública de los edificios. Los griegos estaban tan preocupados por la física como por la estética.

Todo esto cambió con la llegada del acero. La arquitectura fue liberada de sus limitaciones naturales. Y, como tal, el arte de la arquitectura se enfrentó a una crisis de identidad. ¿Qué normas deberían regir esta libertad recién descubierta? ¿Qué significa esta libertad para la relación de la humanidad con la naturaleza?

La arquitectura moderna jamás se trató realmente de una espontaneidad desenfrenada, sino de qué hacer con la capacidad limitada de la libertad.

La arquitectura moderna tomó forma como un intento de responder esta pregunta. El arquitecto germanoestadounidense Ludwig Mies van der Rohe, representante de una posición, buscó acoger completamente las recientes posibilidades de construcción para establecer una nueva conexión con la naturaleza. Notó que los materiales modernos podían eliminar la inflexible dicotomía de interior-exterior en los edificios. Comenzando con su pabellón en Barcelona (1929) y quizá perfeccionándose en su Casa Farnsworth en las afueras de Chicago (1946-51), empleó el acero para abarcar largos completos de la estructura y luego rellenando su marco completamente con vidrio. Estar en esos edificios significaba quedar de inmediato con el exterior a la vista. Significaba estar protegido, pero nunca del todo separado de la naturaleza. El arquitecto estadounidense Frank Lloyd Wright, desde otra posición, intentó reflejar la estética de la naturaleza a través de innovaciones estructurales. Su estilo de la pradera emplea materiales locales, pero también hizo edificios que reflejaran la topografía natural. La casa de la cascada es un ejemplo exquisito, en tanto copia la forma de su entorno montañoso.

Frank Lloyd Wright, Fallingwater, lápiz de color sobre papel cebolla, 1935. © The Frank Lloyd Wright Foundation. Usado con permiso.

Estos modernistas revelan que, incluso con la innovación tecnológica, los humanos siempre están unidos al reino natural. De hecho, sus diseños intentan honrar esa relación. Pero ellos solo consideran dicho honor válido si se da en congruencia con el momento histórico. Los intentos de recuperación de la arquitectura premoderna ―neoclásica, neogótica, etc.― son, estructuralmente hablando, farsas. Apoyados en acero, sus fachadas son quejidos nostálgicos. Su apariencia esconde su esencia moderna.

La cuestión de la libertad en la arquitectura moderna jamás se trató realmente de una espontaneidad desenfrenada, sino de qué hacer con la capacidad limitada de la libertad. Sin duda, el énfasis se inclina suavemente hacia el primer aspecto. Pero la realidad profunda del mundo natural jamás aflojará del todo su control. La arquitectura se ve forzada a reconocer esta limitación y, por lo tanto, puede servir como recordatorio para nuestras reflexiones más abstractas acerca de la libertad.

Reflexiones sobre el soneto

Malcolm Guite

He descubierto que en la composición de los sonetos la forma en sí, lejos de constreñirme, me da libertad. Me permite decir cosas con una fuerza, una concentración, una forma completamente materializada, que quizá un ejercicio más suelto en verso libre no podría alcanzar. La paradoja de encontrar la libertad a través de la forma ha sido a menudo confirmada y ciertamente explorada por poetas que han elegido escribir respetando alguna forma, en particular, la forma del soneto. Samuel Daniel, el poeta isabelino y jacobino que escribió un soneto titulado Delia, lo expresa muy bien en su texto Defensa de la rima: “La rima no es un impedimento a su vanidad; le da alas para elevarse y lo transporta, no fuera de su rumbo, sino como si estuviera más allá de sus posibilidades a un vuelo mucho más feliz”.

Una y otra vez he tenido esa experiencia de ser transportado “más allá de mis posibilidades” a “un vuelo mucho más feliz”. Algo más generativo y creativo es extraído de mí en el mismo ejercicio de mantenerme dentro de mis límites autoimpuestos. La “línea delimitadora”, como William Blake la llamó, está en el mismo acto de establecer un límite, concentrando la energía en el poema, como las márgenes de un río que canalizan la corriente que, de otro modo se disiparía en un lago de aguas templadas. El poeta en Timón de Atenas dice que la poesía es “una corriente [que] atraviesa cada límite que roza”. El mismo esfuerzo para canalizarla es lo que le da su actual fuerza y, por supuesto, el “límite”, el final del verso o el estilo del soneto puede a veces ser superado con éxito, el poema puede atravesar el límite. Sin embargo, esa libertad para jugar con la norma y estirarla no es un efecto que uno pueda alcanzar sin la norma autoimpuesta.

Hannah Rose Thomas, fotografía con filtro de arquitectura islámica, 2016. Usado con permiso.

Pero hay mucho más en juego aquí que solo estilo literario. Al hacer estas elecciones estamos, en el fondo, interesados en la belleza, la verdad y la bondad. La primera razón para elegir el soneto es la belleza; se trata de una forma bella en sí misma, como Daniel también destaca en el mismo texto citado más arriba: “Toda lengua tiene su propio número o medida adecuados para el uso y el deleite, que… por concesión del oído, compensa y vuelve natural. Todo verso no es otra cosa que un marco de palabras confinadas dentro de ciertas medidas; distintas del lenguaje ordinario y presentadas para mejor expresar los conceptos de los hombres, tanto para el deleite como para la memoria”. Hay bellezas, atracciones para el oído y el ojo, que son exclusivas del soneto. Como lo expresa el poeta Don Paterson en la introducción a su antología en la que recopila, según su título lo indica, ciento un sonetos que van desde Shakespeare a Heaney, “Ofrece tanto al poeta como al lector una simetría vívida que es el emblema perfecto del significado que un soneto busca representar… el soneto, por lo tanto, es una paradoja, un pequeño círculo cuadrado, un mandala que nos invita a meditar”.

¿Y qué hay de la bondad y la verdad? Aquí tengo una razón incluso más profunda para elegir la forma del soneto. Para mí es un acto de resistencia contracultural. Desde la Ilustración, nuestra cultura ha estado enamorada de la idea de autonomía, de autogobierno, de la voluntad aislada del individuo triunfando sobre cualquier otra consideración. Pero en épocas anteriores, y según mi propia fe cristiana, creo que hay una verdad más profunda: que vivir desde y en obediencia a Dios, que es la suma de todo el bien, es, de hecho, volverse libre y feliz de un modo al que ninguna cantidad de autodictado ni de realización de los deseos privados puede aproximarse. En efecto, es cierto que “su servicio es la libertad perfecta”. Pienso en mí, en mi propia vida, no como una parte arbitraria de autoexpresión, sino como un poema que aún está siendo declamado por mi Creador. Él ha elegido una forma particular para mí en tanto poema. Él ha marcado mis líneas delimitadoras y, al mantenerme dentro de esas líneas, no solo ejerzo mi creatividad, sino que me vuelvo más verdaderamente yo mismo. Adquiero forma y coherencia.


Traducción de Claudia Amengual