Cuando observo los giros y cambios en las relaciones de las naciones en la actualidad, no puedo evitar pensar en el período que va entre los siglos V y VIII, una época en la que el Imperio Romano estaba derrumbándose. Aquello parecía estar fuera de control. En el año 410 sucedió lo impensable: Roma, que no había sido invadida ni atacada durante ochocientos años, fue saqueada. Las personas eran asesinadas. Las mujeres, violadas. La propiedad, destruida. Los sobrevivientes huyeron, la mayoría hacia África del Norte o hacia lo que era entonces Palestina.
En África del Norte muchos de ellos, como Melania la Joven, conocieron a un anciano obispo de Hipona: Agustín. Este norteafricano, empapado en las escrituras y en la retórica romana, escribió el libro que moldearía la vida de la iglesia y, con ella, la vida de Europa y más allá, a lo largo de más de mil años. Ese libro es La ciudad de Dios.
¿Qué había de trascendental en ese libro? En aquellos siglos, el imperio cristiano de Occidente de Constantino y Teodosio fue puesto de rodillas. Los arqueólogos han sostenido que la cultura material ―vivienda, vestimenta, alfarería, herramientas, caminos, acueductos― acabó hundiéndose a niveles preimperiales. La iglesia de Occidente había terminado por aceptar esa realidad nueva, incluso apocalíptica. En La ciudad de Dios, Agustín muestra cómo responder en vista de una catástrofe sin precedentes. ¿Cuál era su idea? Los cristianos habían asociado demasiado su identidad a Roma. En cambio, escribe Agustín, los cristianos necesitaban comprender su doble ciudadanía. Sí, somos ciudadanos de aquellos lugares donde vivimos en esta tierra. Pero la ciudadanía cristiana principal está en el nuevo cielo y en la nueva tierra, nuestra verdadera ciudad, la Nueva Jerusalén. Anunciada por los profetas, exaltada en Ezequiel y en el Apocalipsis, esa ciudad es nuestra morada eterna. En su centro está el Cristo resucitado, quien es la luz y cuyo rostro veremos. Agustín escribe:
En consecuencia, dos ciudades han sido constituidas por dos amores: la terrenal, por el amor de sí mismo, incluso hasta el desprecio de Dios; la celestial, por el amor de Dios, incluso hasta el desprecio de sí mismo. La primera, en pocas palabras, se vanagloria en sí misma; la segunda, en el Señor.
Pero, en tanto la ciudad terrenal ―engañada, ya por [sus] propias conjeturas o por los demonios― suponía que se debía invitar a muchos dioses para que se interesaran en los asuntos humanos, y en tanto la ciudad celestial, por otro lado, sabía que solo un Dios debía ser adorado, sucedió que las dos ciudades no podían tener leyes comunes de religión, y que la ciudad celestial fue obligada a disentir en este aspecto, y a volverse detestable para aquellos que pensaran diferente, y a soportar la peor parte de su ira, odio y persecuciones. Esta ciudad celestial, entonces, en tanto reside en la tierra, llama a los ciudadanos de todas las naciones y reúne a una sociedad de peregrinos de todas las lenguas.
Esa visión moldeó la iglesia, de Oriente y de Occidente. Los edificios eclesiales se volvieron embajadas de la Nueva Jerusalén. Los creyentes podían congregarse en ellos para renovarse cantando los cantos de Sión, comiendo el alimento sagrado ―la eucaristía―, escuchando la palabra de Dios, aprendiendo los principios de la Nueva Jerusalén para aplicarlos en su vida cotidiana como restauradores del quebrantamiento alrededor de ellos, en tanto testigos del poder transformador del evangelio y la promesa del día cuando todas las cosas sean, en efecto, renovadas. En su libro Timeless Cities: An Architect’s Reflections on Renaissance Italy, David Mayernik dice que, para Agustín “solo… la visión de esta ciudad celestial”, nuestra principal ciudadanía, “puede sostener nuestras almas colectivas… Puesto que la Ciudad Celestial existía fuera del tiempo y de la contingencia, uno podía vivir simultáneamente en la Ciudad Terrenal y en la Celestial, siendo la primera una necesidad física y la segunda, un objetivo espiritual. Agustín jamás pretendió ser un teórico de la arquitectura, pero aún así dio a la sociedad occidental una idea del cielo en forma de una ciudad que redimió parcialmente una cultura urbana en crisis”.
Agustín había explicado que nosotros sabemos que esa ciudad viene de Dios, porque en vida sus ciudadanos “crecen por la gracia de Dios, que proviene de arriba a través de la pila bautismal en el Espíritu Santo enviado desde el cielo”. En otras palabras, podemos ver cómo lucirá la ciudad en los modos que tienen de vivir sus ciudadanos en esta tierra. Agustín tiene la certeza de que no se trata de una ensoñación cuyo único objetivo sea inspirar a sus adeptos. No, dice, es algo tangible y totalmente nuevo. “Por la gracia de Dios se manifestará una gloria tan presente y nueva, que ningún vestigio de lo viejo permanecerá; por cuanto hasta nuestro cuerpo pasará de su antigua corruptibilidad y mortalidad a la nueva incorruptibilidad e inmortalidad”. Esa es, por supuesto, la esperanza viva de cada creyente cristiano. Seremos restaurados a una nueva vida física, una vida más allá de nuestra comprensión. No solo eso, sino que la tierra también será restaurada. Por todos sus errores y deficiencias, la iglesia ha enseñado que la Nueva Jerusalén es el modelo para el trabajo que debemos hacer aquí y ahora plantando las semillas prometidas de la redención en todo el cosmos. Este no es un asunto cristiano aislado. Es para todo el universo.
A partir de principios del siglo IV, cuando se volvió legal construir verdaderas iglesias, los cristianos concibieron sus edificios como íconos tridimensionales que mediaban entre la tierra y Dios. Uno de las primeros fue la iglesia de Constantino del Santo Sepulcro, construida en Jerusalén en el año 325 sobre la capilla que cubría la tumba desde la que Cristo se levantó de entre los muertos. Desde entonces hasta el siglo XI, los interiores de la iglesia estuvieron a menudo cubiertos en oro, porque la Ciudad era de oro. En esas iglesias uno estaba, y está, en tierra santa, la Nueva Jerusalén, la Ciudad de Dios de Agustín.
En Oriente, especialmente, era frecuente que sobre la cabeza de las personas hubiera una cúpula que representara el cielo, en el centro de la que estaba el Cristo Pantocrátor, Cristo en gloria. Esa visión beatífica fue considerada el objetivo de toda vida humana, una unión con Dios y Cristo. Los teólogos no se ponen de acuerdo en considerar las imágenes como una realización física o como metáforas. En cualquier caso, la visión de la ciudad y nuestra redención total ha estado en el centro de la esperanza cristiana desde el principio.
En iglesias a lo largo del Imperio Romano, desde África y Palestina hasta los rincones más remotos de Bretaña, se creó una liturgia para contar la historia y para que los espacios cobraran vida en el relato. Las peregrinaciones a Jerusalén, más tarde a Roma y luego a la tumba del apóstol Santiago en España se transformaron en un tipo de liturgia geográfica. Cuando el viaje se volvió demasiado largo o la amenaza islámica demasiado peligrosa, los creyentes encontraron destinos alternativos. A lo largo del continente, desde Magdeburgo en Alemania y Constanza en Suiza, hasta Bolonia y Pisa en Italia, y Londres y Cambridge en Inglaterra, las iglesias circulares o los edificios más pequeños similares a la iglesia del Santo Sepulcro se volvieron destinos de peregrinación. Después de la caída de Constantinopla ante los musulmanes en 1453, la peregrinación a Jerusalén se volvió más riesgosa y las personas en Italia comenzaron a replicar esa peregrinación mediante la construcción de capillas en las laderas cercanas, un lugar llamado sacri monti, con esculturas que representaban el camino de Cristo hacia la cruz, su entierro y resurrección.
Antes de que Constantino construyera la iglesia del Santo Sepulcro, su madre, Elena, hizo la peregrinación para encontrar los santos lugares: el Gólgota, el Santo Sepulcro, la Cruz. Su hijo empleó toda la ingeniería y la destreza artística de las que disponía un emperador romano para construir un ícono de la Jerusalén celestial en el lugar de la terrenal. Oro. Mármol. Mosaico. No se escatimó en gastos. Hoy solo es posible ver ruinas de esa primera iglesia y de las varias que la siguieron. El escaso oro que queda fue agregado mucho después. Pero, como escribió C. S. Lewis, es la resurrección de Cristo lo que distingue el cristianismo de todas las demás religiones. Así pues, fue el Santo Sepulcro en sí mismo y la imagen de Cristo, el cordero de Dios en gloria, lo que inspiró la arquitectura y la decoración de las iglesias por más de un milenio.
Un ejemplo temprano se encuentra en Bolonia. Según la tradición, en el siglo V, San Petronio, obispo de la ciudad, construyó una iglesia del Santo Sepulcro completa, junto con una reproducción del mismo sepulcro en su centro. En la actualidad, esa réplica es parte de un grupo de capillas aunadas bajo el nombre de San Esteban, el primer mártir. Este ejemplo de construcción está hecho en piedra. Su similitud con el edículo levantado sobre la tumba de Cristo es inquietantemente exacta. En su solemnidad y precisión, esas piedras hablan a la realidad eterna que representan.
A principios del siglo VI, una revuelta dio al emperador Justiniano la oportunidad de construir su propia gran iglesia en la ciudad capital de Constantinopla. La revuelta de Nika, en enero de 532, dejó en ruinas la Hagia Sofía (Santa sabiduría) de Teodosio II. Justiniano encargó al ingeniero y geómetra Isidoro de Mileto y al matemático Antemio de Trales el diseño de la tercera iglesia en un sitio junto al palacio real. La gigantesca cúpula de la iglesia, la más grande del mundo durante casi mil años, parece flotar sobre una hilera de ventanas. En determinados momentos del día, la luz sobrevuela a más de cincuenta metros sobre la cabeza de aquellos que están en el suelo. Imaginemos esa luz rebotando en los mosaicos dorados, en las paredes de mármol rojo y verde y en las dieciocho toneladas de plata de la decoración del altar. Procopio, historiador contemporáneo, alaba las proporciones exactas de la iglesia y su “indescriptible belleza… La iglesia está singularmente llena de sol y luz; uno diría que el lugar no está iluminado por el sol desde fuera, sino por los rayos que se generan en el interior, una abundancia tal de luz se vierte en esta iglesia”.
La iglesia era uno de los principales centros vitales en la ciudad. Funcionaba como un “ícono espacial”, es decir, un espacio donde el arte, la arquitectura, la decoración, la música, el incienso, la textura de las vestimentas y la liturgia del servicio operan conjuntamente. Ninguna persona allí ve solamente cosas bellas. Él o ella está dentro de ellas, las experimenta directamente. La presencia de reliquias de Jerusalén, entre las cuales se creía estaba la Vera Cruz, significó que la santidad de Jerusalén había sido transferida a ese lugar. Esas reliquias pusieron a los devotos bizantinos en contacto físico directo con lo santo, una santidad que también volvía santo el lugar. Quizá incluso más importante, la propia luz funcionaba como un ícono de la santa nube que llenó el Tabernáculo y, más tarde, el Templo donde Dios estaba presente, la nube que había aparecido en el Sinaí y que condujo a los israelitas a través del desierto. El mensaje estaba claro: aquí está la ciudad donde Dios habita.
Unos doscientos cincuenta años después, más al norte, Carlomagno, emperador del Sacro Imperio Romano, construyó en Aquisgrán ―o Aix-la-Chapelle―, su capital, una capilla-palacio en forma de ícono tridimensional de la Nueva Jerusalén. El arquitecto fue Eudes de Metz, y muchos académicos están de acuerdo en que el modelo fue una iglesia del siglo VI, la de San Vital en Rávena. La iglesia de Aquisgrán está diseñada para darle la bienvenida a Cristo cuando regrese en gloria a juzgar a vivos y muertos. Este edificio, como el de San Vital, es un octógono (que en los inicios del cristianismo a menudo simbolizaba la resurrección o el renacimiento). El techo era originalmente un mosaico, dorado y reluciente, que mostraba a los veinticuatro ancianos del Apocalipsis trayendo sus respectivas coronas a Cristo. Fue copiada en la posterior restauración del siglo XIX. El candelabro, regalo de Federico Barbarroja y su esposa Beatriz en el siglo XII, representa el muro de Jerusalén, con ocho puertas de oro en lugar de doce, para armonizar con el edificio.
Otro ejemplo de construcción de iglesias que representan la Ciudad de Dios es la iglesia de San Miniato, cuya construcción fue iniciada en la colina detrás de Florencia, en la orilla sur del río Arno, en 1018. Minias había sido un príncipe cristiano armenio que había prestado servicios en el ejército romano bajo el mando de Decio, a mediados del siglo III. Según cuenta la historia, estaba destacado en un campamento en las afueras de Florencia cuando decidió volverse un ermitaño. El emperador lo denunció y ordenó que fuera lanzado a un anfiteatro con una pantera. La leyenda dice que la pantera no quiso devorarlo y que fue decapitado. Se cuenta que levantó su cabeza y la llevó hasta la cima del Mons Fiorentinus, donde se encuentra la iglesia de San Miniato. Amo a estos santos por su audacia e intrepidez auténticas. Otro de ellos es San Dionisio en París. ¿Les cortaron la cabeza? ¿Y qué? Siguieron adelante, de todos modos. Sabemos que más tarde hubo un santuario y, en el siglo VIII, una capilla. En el siglo XI se inició la construcción de la iglesia que aún hoy se ve. La iglesia, que presenta en su ábside a un Cristo en gloria en un reluciente mosaico del siglo XIII, se ha convertido en un símbolo de la Nueva Jerusalén.
Aproximadamente en la misma época, apenas a unos ochenta kilómetros en Pisa, la Tierra Santa estaba en el pensamiento de las personas. Muchos caballeros y obispos de la ciudad habían partido en la primera cruzada, que en 1099 reconquistó Jerusalén, hasta entonces bajo el dominio musulmán. Luego, en 1113, el arquitecto pisano Deustesalvet diseñó una iglesia octogonal del Santo Sepulcro, San Sepolcro, para albergar las reliquias traídas de esas cruzadas por el arzobispo Dagoberto. Apenas cuarenta años después, el mismo Deustesalvet hizo el primer diseño para el baptisterio, una vez más con el Santo Sepulcro en mente. Después de su muerte, Nicola Pisano modificó el original y lo transformó en el edificio románico que hoy vemos. Más tarde se le agregó una parte superior en estilo gótico. El arzobispo Ubaldo Lanfranchi partió a la tercera cruzada en 1189, dos años después de que Saladino recuperara Jerusalén. Según cuenta la historia, el arzobispo trajo de vuelta cargamentos enteros ―la cantidad exacta de barcos varía― de tierra del Gólgota. Esa tierra se convirtió en el camposanto, un cementerio santo al que se le agregó un claustro de mármol en 1278.
Allá por finales del siglo II, los cristianos viajaban a Jerusalén para visitar el sitio del Santo Sepulcro. Pero fue después de que Elena, madre de Constantino, hizo en el siglo IV su famosa peregrinación para encontrar la Vera Cruz, que la peregrinación a Tierra Santa se volvió una práctica común. Desde entonces, se desarrolló una industria en torno a las necesidades de los peregrinos. Aún hoy, a lo largo de la costa de Anatolia, es posible ver las ruinas de los hospicios donde los peregrinos se quedaban. Las incursiones musulmanas a finales del siglo VII destruyeron esa ruta. Las ciudades se trasladaron tierra adentro, lejos de la vulnerabilidad de la costa. Pero más tarde, los peregrinos comenzaron a hacer el viaje de nuevo. De hecho, en el siglo XI, una de las razones para las cruzadas fueron las quejas por el asedio musulmán e incluso el asesinato de los peregrinos. Después de que Saladino recuperó Jerusalén en 1187, el rey Lalibela de Etiopía tomó la espectacular medida de construir su propia réplica de Jerusalén en la ciudad que hoy lleva su nombre, para que los peregrinos etíopes pudieran hacer el viaje en su propio país. Cuando visité el lugar hace unos años con mi esposo, la ciudad estaba llena tanto de turistas como de devotos. Los cristianos etíopes ortodoxos aún hacen la peregrinación a Lalibela regularmente en Pascua y en Navidad.
Mientras tanto, en Europa, la imagen de la nueva Jerusalén moldeaba no solo los edificios, sino el diseño de ciudades enteras. Entre los siglos X y XIII, la población desde el Rin hasta el Mosela aumentó diez veces. Más de dos mil quinientos pueblos o ciudades fueron fundados en tres siglos. Esas nuevas poblaciones tenían el objetivo de facilitar la vida cristiana propuesta por Agustín en La ciudad de Dios. La caridad y la vida práctica comunitaria eran centrales. Los monasterios abrieron camino en esos nuevos avances urbanos. Los monjes ofrecían asilo a los refugiados y techo a los viajeros, estaban a la cabeza de progresos mecánicos como las ruedas hidráulicas, roturaban tierras, preservaban manuscritos antiguos invaluables y construían puentes. Nuevas ciudades, como Magdeburgo, siguieron ese ejemplo.
La vida en sí se expresaba como una peregrinación y cada parte de la ciudad era concebida como una obra de arte. Mayernik muestra cómo la Roma medieval se convirtió en el telón de fondo para su propia ruta de peregrinación. A pesar de que el papa sea la cabeza de la iglesia universal católica romana, es ante todo el obispo de Roma. Su elección se lleva a cabo en el Vaticano, pero debe cruzar la ciudad para ser instalado en San Juan de Letrán, la catedral de Roma. A través de los siglos, la ruta entre las dos iglesias se volvió una peregrinación, serpenteando entre las calles, deteniéndose en las iglesias, zigzagueando a través del antiguo foro, reclamando la ciudad para Dios y su iglesia. La ruta, llamada Possessio (Posesión) y documentada por primera vez en el siglo XII, conformó una senda de la memoria para recordar a las personas las ideas y los hechos importantes. Esas ciudades fueron dispuestas según el entendimiento de que eran manifestaciones terrenales de la ciudad sagrada que vendría, siendo su objetivo el diseño de la ciudad de los hombres de acuerdo con la ciudad de Dios, la Nueva Jerusalén.
Consideremos el ejemplo de una antigua ciudad, construida no como modelo de la Nueva Jerusalén, sino donde la Ciudad de Dios proporcionaba el diseño que contemplaba cómo la ciudad respondería en épocas de catástrofe y calamidad. Al llegar el año 568 Roma estaba en ruinas, devastada por ciento cincuenta años de invasiones godas, vandálicas, bizantinas y longobardas. La población de Roma, que alguna vez había llegado a un millón y medio, descendió a treinta mil. En las afueras de la ciudad, las continuas guerras transformaron los campos en pantanos. Los invasores amenazaban y, a veces, se apoderaban de granjas productivas gestionadas por iglesias. La malaria, el cólera y la peste bubónica vinieron a continuación. Los empleos se evaporaron. Heredades que alguna vez habían sido florecientes fueron abandonadas. La hambruna se volvió cosa de todos los días. Las inundaciones cubrieron la ciudad tres o cuatro veces en un siglo. Los desagües y acueductos necesitaban reparación.
Los ricos huyeron hacia la seguridad de Rávena o incluso hacia las lejanas Constantinopla, África o Tierra Santa. Pero el hijo de una antigua familia senatorial romana, Gregorio el Grande, fue elegido papa en el año 590. Gregorio se dispuso a restituir la vida a la ciudad de Roma construyendo sobre la infraestructura existente. Modernizó las tierras rurales papales para proveer de alimento a ciudadanos, peregrinos, refugiados y a los pobres de la ciudad de manera justa y ordenada. Gregorio también hizo las paces con los invasores, abrió comedores comunitarios para los enfermos y los débiles, y estableció hospicios o diaconiae, es decir, centros de bienestar, en áreas pobladas dentro de las murallas, administrados por congregaciones monásticas. La iglesia, más que el Estado, proveía de lo necesario para mantener a la población urbana.
Un ejemplo actual de la iglesia como embajada de la Nueva Jerusalén proviene de Etiopía. Desde tiempos tempranos ―nadie sabe exactamente cuán tempranos― la iglesia ortodoxa etíope ha construido sus iglesias en pequeños bosques o arboledas. ¿Por qué? Bueno, comenzamos en un jardín, somos salvados por el árbol de la Cruz y viviremos para siempre en una gran ciudad jardín. En consecuencia, a lo largo de Tigré y Amhara, según se puede apreciar en Google Maps, se ven círculos verdes que salpican un paisaje color herrumbre.
Hace cien años, un cuarenta y cinco por ciento de la tierra etíope estaba forestada, pero hoy, como resultado de la deforestación y la urbanización, solo cinco por ciento de esa tierra está cubierta por árboles. Y la mayor parte de ese cinco por ciento está alrededor de las iglesias. Los ambientalistas han propiciado un movimiento para salvar esos bosques en torno a las iglesias, que son el alma de la napa freática y el invernadero para una variedad de plantas y animales. El enfoque de la iglesia en tanto la Nueva Jerusalén está salvando el ecosistema de Etiopía.
Cada año, visito lo que quizá sea el único ejemplo que queda de una iglesia bizantina: San Marcos en Venecia. Construida en 1063, es una réplica de la gran iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla, lugar de sepultura de los emperadores. Por fuera, la iglesia es una maravilla gótica de cúpulas voladizas, caballos, estrellas en cielos murales, relieves en mármol.
Ya en el interior, me siento y miro hacia arriba. Poco a poco el techo se llena de un suave brillo. Sobre mí sobrevuelan tres cúpulas de oro. Encima del altar está Cristo con los evangelistas, directamente arriba está Cristo ascendiendo, y en la cúpula justo detrás, el Espíritu Santo desciende en llamas de fuego sobre la cabeza de los apóstoles y la Virgen María. Cierro los ojos y recuerdo una visita de hace algunos años. Mi amigo Tom Oden, un hombre cuya vida había sido transformada por la lectura de los Padres de la Iglesia, y que me acompañó en mi primer viaje a Hagia Sofía, echó su cabeza hacia atrás en medio del asombro. “He visto la iglesia de los apóstoles”, dijo.
En belleza. En gloria. En la promesa de la Nueva Jerusalén.
Al estudiar la naturaleza de ese lugar prometido, tal como los artistas, arquitectos y escritores del pasado han buscado expresar, somos educados para vivir vidas de totalidad y belleza aquí mismo en la tierra. El anhelo de belleza es, en última instancia, un anhelo de estar en el Hogar, de estar en el lugar donde somos completos. Comenzamos aquí, comenzamos ahora.
Traducción de Claudia Amengual