La ciudad de Cárdenas, situada a unas cien millas al este de La Habana, en la costa norte de Cuba, es una ciudad antigua, arraigada a sus costumbres, recién abriéndose a nuevos estilos. Hoy día, una balsa trae turistas norteamericanos tres veces por semana, de Cayo Hueso a Cárdenas. Estos norteamericanos, con las caras tan blancas, que parecen enfermos, impresionan a los vecinos, los ven como seres extraños. Los chicos los persiguen por la misma vereda y en cuanto empiezan a hablar, corren al frente para observar cómo sus labios van formando estas misteriosas e incomprensibles palabras.
Las niñas, por su lado, se cubren la boca con las manos y se ríen tontamente, al ver que algunas señoras norteamericanas llevan sombreros, cuando es cosa sabida que solo hombres los usan. Pero las madres de las niñas las llaman y se las llevan para adentro, porque los norteamericanos traen plata a Cárdenas, y por eso hay que tratarlos con cortesía.
Pero este cuento se trata de algo que pasó en Cárdenas en los días en que no había ni balsa ni turistas. En aquel entonces, los jóvenes mozos pasaban los días sentados en mecedoras de acero, bajo las espléndidas palmeras del parque, hablando animadamente del día en que tendrían empleo, ganarían platales y comprarían veloces automóviles.
Los tenderos abrían sus tiendas a las diez de la mañana, iban a casa al mediodía para un buen almuerzo de arroz y frijoles, una siesta de dos horas y volvían a sus tiendas para jugar un partido de dominó hasta la hora de la cena, después de subir sus precios a tal nivel que ningún posible cliente los interrumpiera. Mientras tanto, las mujeres trapeaban los pisos de baldosas blancas, cocinaban, chismeaban y a la tardecita echaban el cerrojo de sus macizas puertas. En cuanto a los niños, siempre que tenían padres que pudiesen pagar las clases, iban al colegio. Los muchachos, de camisa blanca y corbata de tal pálido azul como el de la misma Virgen, iban al colegio de las Escuelas Pías. Las niñas con azules delantales y polleras con bordados blancos iban al colegio Madres Escolapias.
En este contexto que hemos descrito, nos vamos a referir a tres muchachos de la Pía: Eduardo, Ramoncito y Lázaro.
Eduardo ya tenía dieciséis años, mientras que a Ramoncito y a Lázaro les faltaban unos pocos meses. Eran los de más edad en el colegio y los más grandes. Eduardo era un gigante en Cuba, donde los caballos tienen el tamaño de grandes perros y los perros no son mucho más grandes que conejos; su apodo era “Elefante”; era Ñato y de cara chata, tenía un cráneo medio cuadrado, cubierto con un pelo negro y lustroso, que más parecía laca, por el diario uso de la brillantina. Ramoncito era buen mozo, tenía cubierta la cabeza de densos rulitos y con los ojos de color verde mar, protegidos por pestañas de media pulgada. El más petizo era Lázaro, pero con todo, el de más peso; tan gordo era que reventaba su ropa dos y tres veces al día, arrancando los botones de sus camisas y deshaciendo las costuras de sus pantalones, cuando no soltaba las hebillas que sujetaban sus bombachas a sus rodillas. Lázaro se despachaba tres comidas diarias, compraba alfajores camino al colegio y pasteles de dulce de coco volviendo a casa, y en los recreos comía caramelos. El apodo de Ramoncito era Mono y el de Lázaro Macarrón.
Por ser los estudiantes de más edad, tenían unas cuantas responsabilidades. Siempre, cuando los cuarenta y siete muchachos del colegio se subían al autobús para ir al picnic anual, en San Miguel de los Baños, eran Eduardo, Ramoncito y Lázaro quienes servían de monitores, eran árbitros en los partidos de pelota, árbitros en las peleas y cuidaban de que, en general, se mantuviera el decoro y las apariencias. Además, cuando era Navidad, les incumbía a ellos hacer de los Reyes Magos porque eran ellos los de mayor edad.
En Cuba, el aniversario del nacimiento de Jesús es el día de ir a la iglesia, no de hacer regalos. Los regalos se hacen más adelante, el seis de enero, y no los entrega San Nicolás, sino los tres Reyes, ya que fueron ellos quienes trajeron los regalos al niño Jesús, recién nacido en el pesebre de Belén. Ese dos de enero, el padre Miguel llamó a Eduardo, Ramoncito y Lázaro a su oficina.
—Siéntense —les ordenó.
El padre Miguel tenía ochenta y dos años de edad, era tan frágil que, la mayoría de las veces, su sotana de lino blanco parecía desocupada. Lo que de él todavía habitaba en esta tierra era muy poco. Tenía una cabeza muy pequeña y artísticamente modelada, y tenía voz, pero esto parecía serlo todo. Después de tantos años fuera de su país, conservaba el ceceo de las sierras de Asturias, España, su tierra natal y ese ceceo también era un leve y melodioso susurro parecido al que, en una tarde calurosa, hace una pequeña, pero enérgica mosca volando en un aula del colegio.
— Niños —dijo, porque era tan viejito que no distinguía entre seis y dieciséis años de edad—, yo hice esto muchas veces, pero para vosotros es algo nuevo, así que tengo que explicarles cómo proceden los tres Reyes. Todos los regalos que sus respectivas familias han destinado a vuestros compañeros de clase están en el cuarto del conserje en el piso de arriba. Allí también están los regalos para las niñas; las Madres Escolapias me los mandaron con la Superiora. El día cinco quiero que estén aquí al atardecer para cargar las mulas, ensillar los caballos y disfrazaros vosotros mismos con caftanes y turbantes. La ropa les quedará bien, como siempre. ¿Saben montar?
— Sí, Padre —murmuraron los muchachos. Todos los muchachos cubanos saben montar, sin silla ni bridas, solo con una soga atada alrededor del hocico del caballo.
— Bueno, ya irán bien montados. Don Alfredo de la Torre manda tres yeguas de su estancia, con sillas mejicanas adornadas con platería y tres albardas para las mulas. Saldrán al anochecer. Les llevará como tres horas, más o menos, entregar de los regalos; hecho esto volverán por aquí, devolverán los animales al capataz de Don Alfredo y dejarán sus ropas ¿Estamos?
— Estamos, Padre —contestó Eduardo, al ver que ni Ramoncito ni Lázaro abrieron la boca. No le gustaba ser el líder. El hecho es que hasta le molestaba. Pero siempre le tocaba a él.
— Ahora váyanse a casa —concluyó el anciano cura— y no le digan a nadie que ustedes son los tres Reyes. No quisiéramos apesadumbrar los corazones de los chiquitos.
En el curso de los dos días siguientes, mientras discutían acerca de los papeles que iban a desempeñar, Ramoncito iba amargándose algo por causa de aquellos “chiquitos”. “¿Qué nos importa si se dan cuenta de que los Reyes no son auténticos?” —fue exclamando medio resentido— “Nosotros también nos dimos cuenta cuando chicos”.
— No hay que hablar así —contestó bruscamente Eduardo, con su profunda voz—. Antes de que nos enteráramos de que los Reyes no existían, creíamos que eran admirables maravillas. Casi enloquecíamos esperando a que llegaran a nuestras casas y cantaran las albadas ¿No es así?
El gordito Lázaro no ofreció juicio, ni en un sentido ni en otro. Más bien, trazó un mapa de las calles y proyectó la ruta que iban a tomar, de manera tal, que pudieran visitar todas las casas que estaban en su lista, con un mínimo de ir y venir. Lázaro era la eficacia en dos patas. Cuando no, era perezoso. A no ser que eficacia y pereza sean meramente dos nombres por una misma cosa.
El colegio quedó desierto durante las vacaciones; y el patio, un rectángulo de tierra rojiza cubierto de hojas secas, les parecía extraño a los muchachos cuando se reunieron allí en la tarde del día cinco de enero. En la cancha de baloncesto se habían instalado los cangrejos de tierra con toda comodidad.
Habían cargado las cuatro mulas, una por una, Eduardo, que era el más fuerte, había cargado los juguetes más pesados, como triciclos y mini automóviles, mientras Lázaro arreglaba paquetes y cajas, de acuerdo con su mapa y Ramoncito, apasionado pescador y maestro en atar nudos, llenaba las amplias bolsas que iban a servir de alforjas y las ataba a las albardas de caoba. Las mulas, que eran más inteligentes que los caballos, comprendieron de inmediato que las estaban invitando a una especie de juego. Se comportaron sin morder ni rechinar. Ya cargadas las mulas, los muchachos ensillaron las tres espléndidas y pequeñas yeguas —que a un americano le habrían impresionado, como recién bajadas de un carrusel. Luego los muchachos vistieron sus disfraces.
El colegio había tenido estos vestidos por tanto tiempo, que nadie recordaba quién los había hecho —posiblemente la madre de algún alumno. Quienquiera que hubiera sido, usó el mismo rico género que hubiera usado para hacer un exclusivo bordado para el altar de la iglesia. El vestido de Eduardo era de satín turquesa, sujetado por un cinturón de oro, mientras en la cabeza llevaba un turbante de muchos colores. El vestido de Lázaro estaba hecho de brocado plateado y su turbante de terciopelo púrpura. Ramoncito llevaba un manto de seda azul, con ornamentos bordados y un turbante color vino. Calzaron sus propios zapatos, ya que los estribos mejicanos los escondían mientras cabalgaban y los largos vestidos harían otro tanto cuando desmontaran y entraran en las casas. Finalmente, pegaron sus largas barbas blancas con una goma líquida y con un lápiz adecuado pintaron en sus jóvenes y morenas caras las arrugas de la vejez.
Ya los caballos estaban aprestados y las mulas esperando, alienadas en fila. Los muchachos observaron el sol poniéndose en el oeste, detrás de las palmeras. El enorme durazno iluminado se escondió, esparciendo rayos dorados a través de las acumuladas nubes. Cuando se ocultó bajo el horizonte, se llenó el cielo de deslumbrantes rayos verdes, para recibir la noche. El ocaso había sido un espectáculo brillante, una macedonia de brillantes frutas; los muchachos lo habían visto cada noche de su vida y estaban convencidos de que la puesta del sol era así en todos los países. Para ellos significaba que había llegado la hora de empezar.
— Súbanse —ordenó Eduardo, y se subieron a las altas y ornamentadas sillas. La primera mula rebuznó alegremente presintiendo la aventura y se fueron al trote.
— A lo alto de la calle de la Princesa —dirigió Lázaro— Los Montoro viven al número diecisiete.
— Ya lo creo —contestó Ramoncito, cuya secreta intención era de casarse algún día con Gladys, la segunda hija de los Montoro.
Las casas de Cárdenas, al igual que las casas de la mayoría de las ciudades latinas, son invisibles. Es decir, que desde la calle no se ve nada de ellas sino el muro del frente, juntándose con los muros frontales de las casas linderas, cubiertos todos con el mismo revoque dorado. Detrás del muro, desde la entrada hasta el fondo, queda el espacio dividido en dos largas franjas paralelas. Una de ellas, que no tiene techo, es un jardín con pasillos de baldosa y una fuente en el medio rodeada de macetas de piedra, limas, mangos, algún papayo y un surtido de muebles de jardín. Allí es donde vive la familia durante trescientos días del año. La otra franja, está cubierta con tejas coloradas, abriga la convencional sala con su araña de cristal y sus pesados muebles de caoba; los dormitorios, cada uno con su propia puerta, que dan al jardín; el comedor, con otra lámpara de araña y una gran heladera importada de los Estados Unidos, instalada en un rincón; y la cocina, donde se prepara la comida encima de los cuadrados braseros de hierro fundido, que a su vez reposan sobre el ardiente y oloroso carbón. Detrás de la cocina viven los sirvientes con todos sus familiares, que sucedieron en convencerlos de su mala suerte.
Pero he aquí algo, acerca de las casas de Cárdenas, que es más extraño. El hombre más rico en la cuadra puede estar viviendo al lado del más pobre. Hay vecindarios ricos y hay vecindarios pobres, pero muchas veces puede ser que un banquero viva en un vecindario pobre y un vendedor de camarones en un vecindario rico. Así que, cuando los muchachos se desmontaron frente a la casa de los Montoro, no podían evitar que se les presentasen a la vista los nueve hijos descalzos del zapatero Emilio, sin otra ropa que sus desgarradas camisas, mirándolos con ojos esperanzados, mientras ellos desataban las alforjas que contenían los regalos para los niños Montoro. Eduardo, cuya voz era más profunda que la de muchos varones de más edad, estaba golpeando la puerta de entrada con su llamador de bronce mientras bramaba: “¿Es aquí donde viven los buenos niños de los señores Montoro?”
El señor Montoro abrió la puerta de entrada de par en par, muy elegante luciendo su saco de lino blanco bien almidonado.
— Si, señor, tenemos en esta casa a unos buenos niños —respondió—. Permítanme, caballeros, preguntar ¿quiénes son ustedes?
— Somos los tres Reyes del oriente —contestó Eduardo.
— Entre, pues. Esta es su casa.
Parloteando emocionados, los niños Montoro aceptaron sus presentes marcados con sus nombres, a medida que Eduardo y Ramoncito los sacaban de la bolsa de tela azul. La despedida fue apurada, los Reyes explicaron que todavía tenían que viajar lejos antes de amanecer, mientras montaron sus cabalgaduras y se fueron.
— Los niños del zapatero están llorando todos —dijo Lázaro, cuya voz se cubría con el ruido de los cascos—, los oigo. Pensaban que íbamos a dejar algo para ellos, cuando salimos de la casa de los Montoro.
— Tal vez Jaime Montoro les dé su coche de ferrocarril después de destrozarlo —dijo Ramoncito—. Apuesto a que ya no tendrá ni rueda mañana al mediodía.
En el domicilio de los Cabrera, en la calle Caracol, entregaron una muñeca francesa de cincuenta dólares a Miriam Cabrera, junto con una docena de otros paquetes. Volviendo a montarse, entraron en la calle Anglona. A esa hora ya había oscurecido y la única luz en la calle emanaba de las bombillas sin lámpara, instaladas en los cruces. Se dieron cuenta de la gente, adultos y niños, que los observaban desde las veredas. Todo el mundo estaba paseando, gozando de la fresca brisa que soplaba de la bahía. De vez en cuando alguien exclamaba: “Miren, los tres Reyes” y cada vez la voz era animada y respetuosa al mismo tiempo. Parecía misteriosa la noche. Lo sintieron las mulas, apuntando sus orejas y los caballos, que al oír los murmullos de admiración, sacudían sus crines y levantaban sus patas delanteras más alto de lo que hacía falta de manera ostentosa.. Un grupo de hombres reunidos alrededor del carrito de un tamalero, agitaron las manos en amistosos gestos. Uno de ellos, un chacarero vistiendo altas botas de cuero y con un machete atado del cinturón, salió a la calzada y trató de dar de comer su tamal al caballo de Eduardo.
En la calle de San Juan de Dios se asustaron los caballos cuando el manisero se puso a cantar “¡Maní calientito, calientito el maní!”, y otra vez sintieron los muchachos que los observaban desde debajo de las susurrantes palmeras. Bien clarito distinguieron la voz de una chiquilina que con tono temblorosa le preguntaba: “Mamá, ¿vendrán también a donde nosotros”? Y oyeron la respuesta paciente y desesperada de la madre: “¡Quién sabe, alma de mi alma! Pero si no vienen esta noche, seguro que vendrán el año entrante.
Yendo a la cabeza de la fila Eduardo, dueño de un vocabulario que no tenía la aprobación del padre Miguel, murmuró una palabra particularmente mala.
— Ahora está que llora —exclamó Lorenzo—, porque hemos dejado atrás su casa.
— Si te parece que eso está mal —dijo Ramoncito—, espera que lleguemos al mercado. Mi hermano Pepe me contó que, cuando era Rey, él tuvo que andar por cuatro cuadras llenas de pequeños mendigos llorando a gritos.
— Los pobres están siempre con nosotros —contestó Eduardo ásperamente—. Así dice Jesús en la Biblia.
— Él quiere decir que están siempre con nosotros, para que hagamos algo al respecto, “Elefante” —dijo Lázaro. ¡Eso es lo que quiere decir!
— ¿Y qué quieres? —contestó Eduardo gritando—. ¿Acaso es culpa mía que haya familias que no se ganen la vida? Fue muy mala la cosecha de caña este año.
Era cosa sabida que había que apaciguar bien pronto el enojo de Eduardo.
— No, querido “Elefante”, no es culpa tuya —dijo Ramoncito—. No estamos diciendo que eres culpable.
— En ese caso, ¡cállense la boca, los dos!
— Igual pienso yo —dijo Lorenzo, con su vocecita, tan dulce y clarita, que todavía se le permitía cantar en el coro, a pesar de sus quince años— es una pena llevar regalos a los niños ricos, como nosotros, cuando son los pobres quienes los necesitan.
— Igual que yo. Mi papá me da una bicicleta —añadió Ramoncito— ¿Para qué quiero unos dominós y unas estúpidas barajas que dicen que sirven para enseñarme ortografía?
— El padre Miguel nos dijo qué era lo que debíamos hacer —dijo Eduardo— y eso es lo que haremos.
Pero no habían caminado unos cien metros, cuando un muchachito de siete u ocho años, en una camisita hecha de tela de bolsa, blanqueada con clorín, en ocasión de la fiesta, salió medio histérico a la calle gritando: “¡Oh! ¡Los Reyes, los Reyes! ¡Es aquí donde vivimos, señores, en el número 22!”
Eduardo frenó tan bruscamente su montura, que hirió su delicada boca. Inclinándose desde su silla, le gritó, con una voz que asustó al chico que estaba fuera de su quicio:
— ¿Cómo te llamas? ¿Hay luz en tu casa, para que veamos? Pues, llévanos allí. Y tú, Mono, ¡torna pa’trás y trae a esa chiquilina que estaba llorando!
En la casa 22, donde toda la familia dormía en una pieza con piso de arcilla y donde la única luz provenía de una vela metida en una taza a los pies de la Virgen, Eduardo, frunciendo el ceño, Ramoncito medio asustado, pero decidido, y Lázaro tratando de controlar la risa, que siempre se le vino en mal momento, dejaron media docena de paquetes. Les avergonzaba terriblemente la gratitud del chico y de la chica, que se fueron de inmediato, cerrando de golpe la puerta al salir.
Se reunieron alrededor de los caballos.
— Bueno, de todo modo estos dos dejarán de aullar durante la noche. ¿Y ahora qué? Ustedes saben que deberíamos obedecer al padre.
— Tú eres el jefe —contestó Ramoncito, encogiéndose de los hombros—tú eres quien manda.
— No soy el jefe —gritó Eduardo—. Siempre me ponen de jefe a mí, y soy quien queda embromado. ¿Se dan cuenta ustedes del escándalo que se va a armar si nosotros bajamos al mercado y les damos todas esas chucherías a los mendiguitos?
— Claro que habrá escándalo —contestó Ramoncito—. Eso no se ha hecho nunca.
— Ahora que, digamos, nos hemos metido en camisa de once varas —protestó Eduardo—, estamos en un brete. Y volviéndose hacia Lázaro, le preguntó: —¿Qué dices tú, Macarrón?
Cuando un hispano no sabe qué decir, contesta con un dicho:
— Lo que no mata engorda —contestó Lázaro. El dicho no cabía exactamente en esta situación, pero sirvió igual.
— Bueno, pues —dijo Eduardo—, pero ustedes dos están metidos en esta conmigo. ¡No se olviden!
— Como “Elefante” que eres, hablas mucho —dijo Ramoncito.
Con dramático gesto agarró Lázaro el mapa y lo tiró a la alcantarilla. Dieron vuelta a sus cabalgaduras y volvieron al mercado. Pararon en la calle Coronel Verdugo, que olía a cabezas de pescado y repollos podridos. Alguien había hecho pedazos el alumbrado tirándole un repollo o una piedra, pero suficiente luz se deslizaba de las estrellas para poder ver. Estaban los astros colgados por encima de los techos, como tantos ornamentos verdes y colorados de árbol de Navidad, colgados del cielo por sendos alambres. Eduardo se había parado en los estribos.
—¡Óiganme! —gritaba— ¿Es esta la ciudad de Cárdenas, en Cuba?
Aquello sí que era un detalle bien imaginado. Y continuó gritando:
— ¿Habrá en esta calle unos infantes que se comportaron bien durante el año? Si los hay, ¡que vengan todos al mercado!
El mercado, un laberinto lleno de arcos de piedra, brillaba con las luces. Los carniceros y vendedores de verduras se juntaron, riendo y curiosos, alrededor de los tres Reyes, que entraron arrastrando sus voluminosas alforjas. Mientras el gentío se formó en círculo, los niños sucios y descalzos, con el cabello deshecho y las narices sin limpiar, se metieron empujando, contoneándose y a las patadas, cuando hacía falta, para llegar al centro. Sin miramientos, Eduardo, Ramoncito y Lázaro rompieron los papeles y las cintas de seda, para ver cuáles eran los regalos y los entregaron. Hubo revuelo y desorden en la muchedumbre, pero no entre los niños. Ellos cogieron sus muñecas, cajas de colores, carros de bomberos y patinetes, y se dispersaron dando gritos y llevando la más grande noticia de su vida a sus hermanos, hermanas y amigos más merecedores.
A los veinte minutos estaban vacías las alforjas. Ni un bombón quedaba. Hasta la blanca barba de Ramoncito ya no estaba, porque se había caído al suelo y algún chiquito la agarró creyendo que era un juguete. Bañados en sudor y roncos como cuervos, los tres muchachos se abrieron camino a través de un gentío que chachareaba, perplejo y admirador, y llenaba las veredas a lo largo de una cuadra entera, hasta que pudieron montar otra vez y volver al colegio, bajo la luz de la luna casi puesta. La luna no consiguió crear nada tan espectacular como lo hizo el sol, pero se esmeró igual. Transformó las masas de nubes encima del mar en macizos de blancas camelias, cada uno envuelto en brillante lámina de aluminio.
Dicen los científicos que no hay cosa más veloz que la luz. No es verdad, porque en una ciudad pequeña buenas noticias, malas noticias, cualquier clase de noticia es más rápida. Cuando los muchachos ya habían colgado sus vestimentas y devuelto los animales al capataz de Don Alfredo, padres furiosos y gesticulantes estaban arengando a los padres de los muchachos. Y, a la mañana siguiente, la enojada parentela exigió que los tres muchachos fueran expulsados del colegio.
Este movimiento estaba encabezado por Triunfo Anilina, quien había amasado una fortuna considerable vendiendo medicinas, a precios mucho más altos de su verdadero valor, a gente demasiado enferma, que no podía discutir precios en su estado.
El farmacéutico mandó notas con mensajeros a las casas de todos los padres de los muchachos que iban al colegio, para que se reunieran allí a las cuatro de la tarde y votaran sobre la propuesta.
A las cuatro de la tarde los indignados padres estuvieron en el colegio —no dos horas tarde, ni siquiera una hora tarde, como era la costumbre, sino a las cuatro en punto. Gordos padres con cigarros, gordas madres con pequeños y exquisitos pies metidos en calzados de tacón alto, siguieron a Triunfo Anilina hasta el aula alta y fresca donde se enseñaba matemáticas. Allí se comprimieron en los asientos de los angostos escritorios de los estudiantes, mientras el gordo y arrogante farmacéutico se apoderó, en el estrado, del escritorio del profesor de matemáticas. En cuanto a los muchachos, Eduardo, Ramoncito y Lázaro, sin que se lo hubieran pedido, se alinearon de espaldas al pizarrón. En sus propias mentes se sintieron culpables, convictos y preparados para enfrentar al pelotón de fusilamiento.
— Aquí estamos —dijo Triunfo Anilina, con brevedad— ¡Empecemos!
Y presentó un recuento detallado del crimen que se había cometido, usando cantidad de largas e impresionantes palabras aprendidas de su hermano que era abogado. Le llevó media hora.
Acto seguido hablaron los padres de los inculpados en su defensa. El padre de Eduardo ofreció pagar en compensación de todos los regalos, el padre de Ramoncito explicó que los muchachos siempre seguirán siendo muchachos, mientras el padre de Lázaro se ofreció a increpar, lanzando por la ventana, a Triunfo y todos los miembros varones de la familia Anilina, a quienes calificó de cucarachas. Pero Triunfo silenció a la defensa a los gritos, golpeando su escritorio a puñetazos y volcando el tintero.
— Los ladrones tienen que ser castigados —vociferó.
— En tal caso —dijo el apuesto padre de Eduardo, otra vez de pie—, la verdad es que nada lo satisfará a usted, ni honradas disculpas, ni compensación, ni nada. Lo que usted quiere es venganza.
— ¡Sí señor, venganza! —exhaló Triunfo Anilina, con su saco de lino empapado con sudor— ¡Qué escándalo! Es la primera vez en la historia de nuestro colegio que ha pasado tal cosa.
— ¡Ajá, Anilina! —surgió una melodiosa voz desde el fondo de la pieza—, tiene usted mucha razón.
Todas las cabezas se dieron vuelta, cuando el padre Miguel en su larga sotana color sebo, se acercó pausadamente por el pasillo, parando cada tanto para recobrar aliento. Padres y madres todos lo habían olvidado.
Triunfo Anilina se levantó medio torpe: “Tome mi asiento, Padre”, le dijo.
— No es su asiento —contestó el padre Miguel. Parado en el estrado, apoyándose con su reseca manito en el borde del púlpito y con la blanca luz de las ventanas reflejada en su calvo cráneo, enfrentó a los padres.
— Queridos amigos —susurró—. Así es. Durante unos cincuenta años he mandado a los tres muchachos de más edad de este colegio a la ciudad en vísperas del día de los tres Reyes. Y siempre han distribuido los regalos de la manera en que les he dicho, porque eran buenos chicos. Hasta anoche, nunca me desobedecieron.
Detrás del escritorio sacudió Triunfo Anilinas violentamente su cabeza en signo de aprobación.
— Pero estos tres muchachos también son buenos, ya que todos los muchachos son muchachos buenos —siguió Padre Miguel—, de manera que, haciéndoles justicia, hace falta que examinemos muy cuidadosamente sus errores. Debemos preguntarnos qué es exactamente lo que quisieron hacer. Se apoderaron de ricos regalos, fruto de la abundancia de nuestra querida isla y los llevaron a las criaturitas que duermen en catres cubiertos de paja, siempre que tengan la suerte de encontrar paja en las calles alrededor del mercado. Díganme, señores y señoras, ¿acaso la paja les recuerda algo? A mí me recuerda a otra “criaturita” envuelta en rudos pañales, que durmió sobre paja en un pesebre porque no había pieza en la posada. Y pensando en esto, ya no cabe duda de que estos no son muchachos buenos. De hecho, son algo más que meros muchachos buenos. Por la generosidad de sus corazones, por la dulzura de su espíritu, por el coraje de su voluntad, son realmente tres jóvenes Reyes.
Delante del pizarrón, con los brazos pegados a sus costados, Eduardo susurró a través de labios apretados hacia el gordito Lázaro: “Ríete una solita vez y te advierto que será tu última risita”.
En la clase no se oyó nada. Hasta que la mamá de Ramoncito se puso a llorar y el papá de Lázaro estalló en risa.
El padre Miguel levantó la mano.
— Ahora —dijo—, tengan la bondad de acompañarme hasta mi casa al lado, que allí me espera una delegación del mercado. Están deseosos de darles las gracias a ustedes, por su simpatía y su amabilidad, con las cuales quedaron muy impresionados. También quieren saber quiénes eran los tres nobles Reyes, para besarles las manos.
Extraído y traducido de Home for Christmas, este cuento apareció por primera vez en la revista McCalls en diciembre de 1955. Traducción de Stan Ehrlich.