“En medio de la vida, la muerte nos rodea”. Esta breve afirmación resume una faceta innegable de la experiencia humana, a la que nos enfrentamos una y otra vez, especialmente cuando tenemos que separarnos de personas cercanas y queridas. Más concretamente, expresa una cruda verdad sobre nuestro propio viaje: el que cada uno de nosotros recorre continuamente, el camino que nos lleva desde la vida hacia la muerte.
El lado sombrío de Sábado Santo
Esta verdad nos confronta incluso —quizás especialmente— en Pascua, la fiesta de la resurrección de Cristo. El Evangelio de Pascua (Jn 20:1-18) comienza contándonos que “muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro”, María Magdalena se acercó al sepulcro de Jesús. Allí vio que la piedra de la entrada del sepulcro había sido corrida y se encontró con dos ángeles vestidos de blanco que le preguntaron por qué lloraba. Su respuesta fue tan sencilla como triste: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Aunque la mujer está en el centro del Evangelio de Pascua, todavía no ha cruzado el umbral de la Pascua propiamente dicha. Sigue viviendo el Sábado Santo, por así decirlo, buscando a Jesús entre los muertos.
¿Acaso esta mujer no nos representa a los seres humanos —incluso los cristianos— en el mundo actual? Podemos vivir con fe a la luz de la Pascua; pero, a la vez, es el aura del Sábado Santo la que es omnipresente y poderosa en nuestras vidas. El Sábado Santo refleja nuestra naturaleza humana: nos acercamos con confianza a la Pascua, pero necesitamos esperarla, porque aún no ha llegado.
Michael Torevell, Camino al Calvario, medios mixtos digitales 2014. Usado con permiso.
Esto no es solo una cuestión de la experiencia humana en general; también es parte de la fe cristiana. Como el día en que Jesús descansó en la tumba, el Sábado Santo es el día de la ocultación y el silencio de Dios en la historia. En este sentido, también es un día que se ha repetido, una realidad sangrienta que, a veces, toma la forma de guerra, como ocurrió en el siglo pasado, con dos crueles conflictos mundiales que terminaron con miles de vidas. En el mundo actual, en el que la guerra vuelve a afectar a millones de personas, presentimos otro gran Sábado Santo.
Incluso después de la Pascua, el Sábado Santo sigue siendo el día del ocultamiento de Dios, algo que experimentamos una y otra vez, sobre todo en la sociedad contemporánea, en la que se calla lo divino con tanta frecuencia. Es un recordatorio de nuestro estado en necesidad de redención, que continúa incluso después de la Resurrección. Este es el lado sombrío del día, tal como lo experimentó María Magdalena.
El lado prometedor del Sábado Santo
Sin embargo, el Sábado Santo también tiene un aspecto esperanzador y alegre. Se menciona en el Credo de los Apóstoles, que profesa nuestra creencia en que Jesús murió, fue sepultado y descendió al Hades, el reino de los muertos. Para comprender la aparente incongruencia, es necesario considerar lo que ocurrió. La creencia humana nos dice que ese lugar debe ser de total abandono y soledad, donde toda relación humana ha llegado a su fin e incluso el amor ha muerto. Pero el Sábado Santo encierra una promesa: que Jesús descendió a ese reino precisamente para traer a sus habitantes a la presencia de Dios y de su amor.
Sí, Jesús viajó al lugar de mayor soledad —un lugar completamente desprovisto de cualquier relación humana— y avivó las almas y los cuerpos atrapados por el rigor mortis con el cálido amor de Dios. Transformó su tumba en un lugar de vida nueva. Benedicto XVI hizo una profunda interpretación de este misterio, “en el reino de la muerte se oyó la voz de Dios. Sucedió lo impensable: El amor lo penetró”. En este sentido —y este es el lado prometedor de Sábado Santo— al entrar en el Hades, Jesucristo provocó el amanecer del Domingo de Resurrección, en pleno Sábado Santo.
Hay otro misterio espiritual que la Pascua ilustra: la consoladora transformación de la verdad fundamental de la existencia humana. La promesa de la fe en la Resurrección reside en la valentía de invertir el viejo dicho “en medio de la vida, nos rodea la muerte” por una realidad mayor: que, en última instancia, incluso en medio de la muerte, nos rodea una vida mayor, la vida liberadora y eterna de Dios. Gracias a la Pascua, los seres humanos no solo recorremos nuestro camino terrenal de la vida a la muerte, sino también —lo que es más significativo— el camino de la fe, desde la muerte hacia la vida.
La fe en la encrucijada de la muerte y la resurrección
Al morir, Cristo destruyó la muerte y trajo una nueva vida; y nuestra fe cristiana depende de si creemos o no en este acontecimiento. Escribiendo a la iglesia de Corinto, cuyos miembros, al parecer, no podían aceptar la idea de que ellos también iban a resucitar, el apóstol Pablo compartió sus propias convicciones sobre el tema con gran claridad: “Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria y todavía tienen sus pecados” (1 Cor. 15:16-17). De ello se deduce que la resurrección de Cristo incide en un aspecto muy importante de la fe cristiana y su renovación incide de dos maneras.
En primer lugar, la Pascua exige que nos tomemos muy en serio nuestra fe en Dios. ¿Qué clase de Dios sería si hubiera dejado morir a Jesús, el Hijo amado que proclamó el amor sin límites de su Padre por la vida humana? Y, ¿qué clase de Dios sería si permaneciera fiel a los creyentes que siguieron a su Hijo y confiaron en su promesa de vida abundante solo durante el tiempo relativamente corto de sus vidas en este planeta, pero que luego capitulara —por así decirlo— cuando ellos se enfrentaran a sus ataúdes? Sería, en efecto, un ídolo patético, difícilmente el Dios de compasión que proclama la fe cristiana y al que Jesús intentó presentar a los saduceos (que renegaban de la idea de la resurrección) con estas palabras: “Pero que los muertos resucitan lo dio a entender Moisés mismo en el pasaje sobre la zarza, pues llama al Señor ‘el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob’. Él no es Dios de muertos, sino de vivos; en efecto, para él todos ellos viven” (Lc. 20: 37-38).
Michael Torevell, ¿Quién quitará la piedra por nosotras?, medios mixtos digitales, 2018. Usado con permiso.
En segundo lugar, nuestra fe pascual también representa la esperanza, tanto su importancia como su sostenibilidad. ¿De qué valdría nuestra esperanza si solo pudiera mantenernos a flote hasta el final de nuestra vida actual en la tierra, si su poder consistiera únicamente en llevarnos sanos y salvos al fin de nuestra existencia, es decir, hasta la tumba? Si así fuera, seríamos, como dice Pablo, “los más desdichados de todos los mortales” (1 Cor. 15:19). Sin embargo, la esperanza cristiana es mucho más duradera, demuestra su verdad y valor resistiendo la prueba del tiempo incluso más allá de la tumba. El amor infinito de Dios desea que todo ser humano viva eternamente, y esto es posible en virtud de la resurrección de Jesucristo, desde la muerte hasta una vida nueva: la vida en Dios.
La resurrección pascual como una forma de bautismo
Cada uno de nosotros puede participar en esta nueva vida de Dios a través del bautismo, cuyo significado y orígenes están relacionados con la Vigilia Pascual. Al igual que celebramos el viaje de Cristo, durante esta noche, desde la muerte hasta la resurrección y, luego, la vida nueva, el bautismo —que simboliza el paso de la muerte a la vida nueva en Cristo— implica la participación en esta transformación. Pablo compara la inmersión ritual de un candidato para el bautismo como la inmersión en las aguas abismales de la muerte y como un acto de solidaridad con Cristo, quien fue sumergido en sus aguas oscuras. Pablo ve la renovación pascual —mediante el baño del bautismo— como el renacimiento a una vida nueva e imperecedera, también en sintonía con Cristo: “así como Cristo resucitó por el glorioso poder del Padre, también nosotros andemos en una vida nueva” (Rom. 6:4).
La vida nueva que procede del bautismo nos une a todos los cristianos, independientemente de sus vínculos confesionales o congregacionales. En efecto, el bautismo, reconocido por todos los creyentes, es el fundamento del ecumenismo y, por tanto, de todo esfuerzo encaminado al restablecimiento de la unidad de los cristianos. El bautismo nos recuerda que la proclamación de la resurrección de Cristo solo es creíble si tenemos en cuenta las consecuencias de esa resurrección para la Iglesia. La primera de estas consecuencias es el establecimiento de la primera comunidad eclesial, como se describe en el Libro de los Hechos: “Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar. Nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones, sino que las compartían” (Hch. 4:32).
La Pascua nos ofrece una vida nueva, por eso se espera que aprovechemos la Pascua como una fuente de energía, para la renovación de la vida ecuménica y eclesial. Pero esa renovación presupone una unidad entre los cristianos que es, ante todo, la unidad con Jesucristo. Esa unidad es posible si nadie insiste en sus propios derechos, propiedades y bienes, sino que estos son considerados propiedad de todos. Solo cuando nos dirigimos a Jesucristo, el crucificado y resucitado, juntos, encontraremos la comunión más profunda que anhelamos, los unos con otros. Esta es la renovación de la vida cristiana que nos concede la fe de la Pascua: la fe en la resurrección de Jesucristo.
Traducción de Coretta Thomson, realizada de la versión en inglés de Christopher Zimmerman.