La Cena del Señor es también una cena de amor. Al acercarse la hora de despedida del Señor de sus discípulos, el Maestro se preparaba para morir por los suyos, y de la fuente su corazón surgía su amor para ellos. No era un amor débil ni sentimental, sino profundamente conmovido; él no se cansaba de demostrar su amor. Él lavó los pies a sus discípulos. Los llamó amigos. Aun a los hombres curtidos por el viento y el sol los había llamado «mis queridos hijos», como una madre con amor desbordante. Hizo todo lo posible para consolarlos en la hora de su muerte y para fortalecerlos para las tareas y luchas a que se enfrentarían. Así que hasta su último esfuerzo se dedicó al cuido de su discípulos diciendo: «Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros».
Pues, ¿qué hay de nuevo en este mandamiento? Dios es eternamente amor. Su voluntad desde siempre ha sido que sus hijos creados a su imagen anden en amor. Ya había grabado en el corazón de su pueblo del antiguo pacto que amaran a su prójimo (Lev 19:18; Is 58:7). Pero este mandamiento se renovó de veras cuando Jesús lo introdujo. Es nuevo porque nos hemos de amar cómo él nos amó. Su ejemplo es nuevo porque sólo en Cristo se manifiesta el amor perfecto. Sólo por él entendemos plenamente lo que es el amor: la abnegación, el compromiso con los seres queridos hasta sacrificar la propia vida por ellos, y la vida común e inseparable con ellos.
Asimismo para los discípulos de Cristo el fundamento del mandamiento es nuevo: la redención común por medio de su muerte sacrificial y la comunidad de vida, don de su presencia en ellos. También el alcance del amor es sin precedente. Si hasta entonces se limitaba a los miembros del clan o tribu, ya tiene que abarcar a todos, a todos los que sufren, a los necesitados y hasta a los peores enemigos. De ahora en adelante, este amor será el soplo de vida de su iglesia y la seña por la cual serán reconocidos sus discípulos. Esto se realizó de veras en la iglesia de los primeros cristianos. Eran de un solo corazón y una sola alma, y los judíos y paganos reconocieron con asombro: «¡Miren cómo se aman!».
Pero, ¿acaso se nota esta bendita cualidad entre los discípulos de Cristo hoy en día? ¡Examinen sus corazones y sus familias, sus iglesias y sus países! ¡Ay! ¿Dónde se encuentra el amor? Egoísmo, codicia y presunción guían las mentes, envidia y rencor echan las iglesias abajo. ¿Por qué estamos tan descontentos y agobiados de cargos, tan apartados de Dios, de la bendición y de la felicidad? Porque carecemos de amor. ¡Cuán alegres estaríamos si pudiéramos amar de verdad, así como Cristo nos amó! Y, ¿cómo alcanzarlo? El mismo Señor nos da la respuesta: «Permanezcan en mi amor» (Jn 15:9). Si nos arraigamos más y más profundamente en su amor, si cada vez más nos dejamos amar por él —¡hasta que su amor nos saque de nuestro egoísmo y nuestra muerte!— sólo entonces, con corazones cálidos y renovados, rebosantes de alegría, viviremos en comunidad con todas las almas compradas por el Señor y guiadas a nosotros.
Artículo extraído y traducido de The Crucified Is My Love. Imagen gratuita de pxfuel.