La historia es bien conocida, aunque, según Jesús, no tan bien como debería serlo.

Es cerca de la época que después será conocida como Semana Santa. Jesús está en Betania, una ciudad a unos tres kilómetros de Jerusalén, donde tiene amigos. Uno de ellos, un hombre llamado Simón el leproso, ofrece una comida para él y sus discípulos. Hay otros invitados: en particular, Lázaro ―quien no mucho antes estuvo muerto y a quien Jesús resucitó de su tumba― y Marta y María, las hermanas de Lázaro. Lázaro está reclinado sobre la mesa. Marta, como es su costumbre, está sirviendo; María, como es su costumbre, está haciendo algo más.

Entra al comedor trayendo algo. Lo abre: es una vasija con “casi medio kilo de un ungüento caro hecho de nardos puros”. Lo vierte en la cabeza de Jesús y en los pies para ungirlos. Luego le seca los pies con su cabello. Judas, entre otros, la reprende por esa extravagancia, y Jesús lo reprende por su reprimenda: “Déjenla en paz, ¿por qué la molestan? Ella ha hecho algo hermoso conmigo. A los pobres siempre los tendrán con ustedes, y podrán ayudarlos cuando quieran, pero a mí no me van a tener siempre. Ella hizo lo que pudo. Se anticipó a ungir mi cuerpo, preparándolo para la sepultura. En verdad les digo que, allí donde se predique el evangelio, se contará lo que esta mujer hizo y se la recordará por eso”.

Se trata de una historia breve, extraña y poderosa que señala una realidad en el centro del mundo, mientras está siendo transformado y enmendado por Cristo: la importancia y el significado profundo de la virtud de la magnificencia, y la relación entre el dinero y el amor.

Los relatos de la unción de Jesús en la comida en Betania (Mt 26:6-13; Mc 14:3-9; Jn 12:1-8) son fundamentales para el drama y están llenos de la importancia temática de los respectivos evangelios. Mi paráfrasis de más arriba es una especie de armonización, pero hay diferencias entre los relatos. En efecto, al leer los comentarios sobre los relatos de la unción que aparecen en el evangelio, uno suele discutir exhaustivamente sus similitudes, contrastes y relación entre sí, así como la consideración de si el relato de Lucas de la mujer pecadora (Lc 7:36-50) es un registro contrastante del mismo hecho histórico. Por esclarecedoras y útiles que discusiones de ese tipo puedan ser, la preocupación por asuntos de armonización e historicidad puede llevar la atención de los oyentes hacia los modos en que los escritores del evangelio han elaborado sus relatos para enfatizar temas y conexiones distintivos. Tener precaución ante estos temas y conexiones puede aliviar algunas de las inconsistencias y tensiones percibidas entre ellos.

Julia Stankova, La unción de Cristo, pintura sobre lienzo, 2009. Usado con permiso.

El discurso de los olivos antecede el relato de Mateo y el de Marcos de la unción en Betania, en tanto los relatos de la traición de Judas entregando a Jesús a los sumos sacerdotes y la última cena siguen de forma inmediata. A primera vista, la configuración temporal de los hechos difiere de la de Juan; la suya tiene lugar seis días antes de la Pascua judía y no dos (Jn 12:1; Mt 26:2; Mc 14:1). En virtud de la configuración de su narrativa, sin embargo, la unción de Jesús por María juega un rol fundamental en Mateo y Marcos, aparentemente incitando a Judas a cometer su traición. Si unimos a Mateo y a Juan, Judas está reaccionando específicamente a la alabanza que Jesús hizo de María y a la reprimenda que recibió por sugerir que el nardo podría ser empleado de un modo más sensato y útil ―“¿Por qué no vender ese ungüento por trescientos denarios para dárselos a los pobres?”―, cuando va a ver a los sumos sacerdotes y les pide que le hagan una oferta: “¿Qué me darán si se los entrego?”. En efecto, podríamos especular que cuando Mateo y Marcos hablan de que “Jesús estaba en Betania” (Mt 26:6; Mc 14:3) se estaban refiriendo a un hecho previo, una retrospectiva en los relatos que proporciona un antecedente crítico para la traición de Judas dos días antes de la Pascua judía.

Las acciones de la mujer con el nardo, no mencionadas en el relato de Mateo ni en el de Marcos, son consideradas proféticas o anticipatorias del entierro de Jesús. Este la elogia en los términos más laudatorios posibles: “Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el evangelio, se contará también, en memoria de esta mujer, lo que ella hizo” (Mt 26:13). Su sorprendente acción, tan escandalosa para Judas, provoca su traición y, a la vez, es contrastada con ella. El perfume era increíblemente caro ―trescientos denarios según los respectivos relatos de Marcos y Juan (Mc 14:5; Jn 12:5)―, prácticamente el salario de un año de un trabajador común.

La extravagante acción de María (que se corresponde con la enorme y costosa cantidad de especias funerarias empleadas por José de Arimatea y Nicodemo en Juan 19:39), condenada como un desperdicio de dinero por Judas y otros de los discípulos, es alabada por Jesús como “algo hermoso”. Los autores de los evangelios van más allá y hacen énfasis en el carácter recto de las acciones de la mujer al contrastarlas con el carácter y las acciones de Judas. Juan registra las protestas como provenientes de la boca de Judas, en tanto revela que Judas era un ladrón, quien no considera verdaderamente a los pobres, como finge. Al conectar y yuxtaponer los dos eventos, Mateo y Marcos invitan a sus oyentes a considerar el estridente contraste entre la costosa y amorosa unción de Jesús y la cruel y mercenaria venta que Judas hizo con Jesús: treinta piezas de plata es el costo de un esclavo (cf. Ex. 21:32; Za 11:12-13).

El relato de Juan de la unción está situado antes de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y está asociado con hechos distintos a los que aparecen en Mateo y Marcos. Juan es quien la nombra: ni María ni Marta son nombradas en Mateo y en Marcos. El relato de Juan de la unción está inmediatamente después de su relato de la resurrección de Lázaro; parece tener la intención de que los conectemos. Dentro de su relato de la resurrección de Lázaro en el capítulo 11, Juan altera la narrativa, presentando a María al referir a sus acciones posteriores que aparecen en el capítulo 12 (“Había un hombre enfermo llamado Lázaro, que era de Betania, el pueblo de María y su hermana Marta. María era la misma que ungió con perfume al Señor y le secó los pies con sus cabellos” – Jn 11:2). El capítulo 12 recuerda los hechos del capítulo precedente: “Seis días antes de la Pascua, llegó Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado”.

Lo que María ve ―que Judas y los discípulos no ven― es que nuestra actitud hacia el dinero debe ser guiada por el reconocimiento del amor al valor incomparable del reino de Dios, y de Aquel en quien se hace presente en persona.

La muerte de Lázaro y su resurrección son presentadas en el evangelio con ternura y dolor: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”, nos dice Juan directamente. Cuando habla a sus discípulos, se refiere a Lázaro como “nuestro amigo”. María llora antes de conducirlo al sitio donde su hermano está sepultado. El mismo Jesús lloró ante la transgresión que supone el horror de la muerte; dos veces se nos dice que “se conmovió profundamente”. Pero los detalles surgen a medida que leemos la historia completa: María había llorado a los pies de Jesús; Marta se había preocupado por el olor de la muerte que emanaría de la tumba de Lázaro cuando la abrieran. Y luego viene la resurrección, ese acto inmenso, que trae al presente la promesa de la resurrección futura: Jesús ama a esa familia y no permitirá que la muerte triunfe. No esa vez; no con esos seres amados. Al colocar la resurrección de Jesús y la unción de María juntos, relatando cada uno de estos hechos con explícita referencia al otro y acentuando los detalles comunes y contrastantes en sus relatos, Juan estimula a sus oyentes a prestar atención a las formas en que la unción de María viene después de la resurrección de Lázaro y a las formas en que es iluminada por esta.

En el relato de Juan los motivos para la unción están claramente implícitos: el amor y la gratitud inmensos de una mujer a cuyo hermano Jesús resucitó de la muerte (quizá la identificación de María en 11:2 sugiere que, aunque su unción de Jesús era conocida, algunos de los oyentes de Juan quizá no sabían qué la había causado). El amor que motivó la acción de María quizá sea más destacado por la evocación de Juan del Cantar de los cantares 1:12: “Mientras el rey se halla sentado a la mesa, mi nardo esparce su fragancia”.

Otras facetas de la unción salen a la luz, si la leemos con la historia de la resurrección de Lázaro como telón de fondo. El aire perfumado con los nardos que llena la casa contrasta con el hedor de la tumba. Pero también podemos ver con una nueva luz las declaraciones de Jesús con respecto a su propio entierro. La afirmación de Jesús de que María está preparando su cuerpo para la sepultura resulta inquietante si consideramos que su acción obedece a una apabullante gratitud hacia Jesús por haber resucitado a su hermano. ¿Por qué referirnos al sepulcro justo cuando podríamos pensar que se celebraba su derrota? Quizá porque la liberación de Lázaro de su tumba esté íntegramente relacionada con el descenso de Jesús a la propia.

Nuestra sensación de que Juan desea que meditemos acerca de estos asuntos es enfatizada por los hechos del siguiente capítulo, que recuerdan la unción en Betania:

Se acercaba la fiesta de la Pascua. Jesús sabía que le había llegado la hora de abandonar este mundo para volver al Padre. Y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Llegó la hora de la cena. El diablo ya había incitado a Judas Iscariote, hijo de Simón, para que traicionara a Jesús. Sabía Jesús que el Padre había puesto todas las cosas bajo su dominio, y que había salido de Dios y a él volvía; así que se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y comenzó a lavarles los pies a sus discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura. (Jn 13:1-5)

En tanto los evangelios sinópticos presentan la institución de la eucaristía como el acto simbólico relacionado con la inminencia de la muerte de Jesús en el contexto de la última cena, Juan no la registra. De modo excepcional en los evangelios, Juan cuenta que Jesús lava los pies de sus discípulos, lo que satisface en parte el mismo propósito; se podría decir que tiene el mismo “tono” de la historia. Al enfocar su relato en la unción de María de los pies de Jesús, en contraste con Mateo y Marcos, que se enfocan en la cabeza, el relato de Juan enfatiza las similitudes entre la unción de María de los pies de Jesús y el lavado de Jesús de los pies de sus discípulos.

Jesús lavando los pies de sus discípulos se presenta como un acto de amoroso servicio, una acción notable que sus discípulos no comprenden hasta después (Juan 13:1, 7). La unción en Betania anticipó su entierro, pero el lavado de los pies de sus discípulos parece ser un símbolo de su amoroso servicio al sacrificar su vida por ellos. Si María escandalizó a sus discípulos con su extravagancia, Jesús los escandalizó humillándose por causa de su amor a ellos. En ambos casos, los discípulos revelan su incapacidad para percibir el fastuoso amor en el corazón del evangelio: el amor de Cristo por ellos y el amor en respuesta de aquellos que han experimentado la maravilla de ese amor.

Julia Stankova, Cristo le lava los pies a sus discípulos, pintura sobre madera, 2022.

La prodigalidad del acto de amor de María en Betania se conmemora como un elemento integral del relato del evangelio en sí mismo y por el propio deseo declarado de Jesús (Mt 26:13). En tanto quizá podríamos considerar su acto un exceso, Jesús lo alaba como muy adecuado, incluso paradigmático. En efecto, al yuxtaponerlo en toda su intensidad con la traición mercenaria de Judas a su Señor, quizá la unción de María se destaque por una inmortalidad que es lo inverso a la infamia de Judas.

Las actitudes hacia el dinero están en el corazón del contraste entre las acciones de María y Judas. ¿Qué pensamos del dinero? Al leer otras partes del Nuevo Testamento, podría ser fácil asumir que el dinero debe ser considerado fundamentalmente como un peligroso poder de cuyo control idólatra necesitamos liberar nuestra imaginación y nuestros deseos. Jesús habla de las “riquezas deshonestas” (Lc 16:11) e instruye al dirigente rico que venda todo lo que tiene y lo distribuya a los pobres (Lc 18:22). Con frecuencia, el Nuevo Testamento nos advierte acerca del amor por el dinero, “la raíz de todas clases de males” (1 Tim 6:10, cf. Heb 13:5). El dinero, según parece, es un peso aplastante sobre nuestra alma, del cual debemos liberarnos.

Los pobres son señalados como los principales destinatarios de la gracia de Dios en el Nuevo Testamento (ej. Lc 6:20; 7:22), en tanto los ricos son típicamente caracterizados por la ceguera y la indiferencia del espíritu (Lc 12:16-21; 16:13-14, 19-31) y son los destinatarios del infortunio. “Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo! ¡Ay de ustedes los que ahora están saciados, porque sabrán lo que es pasar hambre! ¡Ay de ustedes los que ahora ríen, porque sufrirán y llorarán!” (Lc 6:24-25). “De hecho, le resulta más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios” (Mt 19:24). “¿No ha escogido Dios a los que son pobres, según el mundo, para que sean ricos en la fe y hereden el reino que prometió a quienes lo aman?” (Sant 2:5).

La acumulación de gran riqueza es comúnmente asociada con la opresión de los pobres. Santiago describe a los ricos como los opresores de la Iglesia (Sant 2:6-7) y sus trabajadores, quien serán vengados por el Señor (Sant 5:1-5). En su juicio acerca del templo, Jesús destaca la figura de una viuda pobre, que da todo el dinero que tiene en las alcancías del templo (Lc 21:1-4), inmediatamente después de haber condenado a los maestros de la Ley por apoderarse de los bienes de las viudas (Lc 20:46-47). Cuando Zaqueo, el rico recaudador de impuestos, se arrepiente, lo primero que hace es dar a los pobres la mitad de sus bienes y devolver a quienes ha defraudado cuatro veces la cantidad que corresponda. En efecto, Jesús pide a sus discípulos que vendan sus bienes y den a los pobres (Lc 12:33).

En este marco, la celebración de Jesús del gesto de María puede confundirnos. Dejando de lado su condición de ladrón, sin duda que la protesta de Judas estaba justificada: la unción de María a Jesús con el costoso perfume fue un acto de despilfarro, imprudente, extravagante, incluso lujoso. En lugar de eso, el dinero debió haber sido dado a los pobres. Sin embargo, entenderlo así, es perder de vista el núcleo motivador de la enseñanza de Jesús, que jamás fue esencialmente el carácter negativo de la riqueza ni la injusticia de la desigualdad económica ni nuestra necesidad de despojarnos de nuestra riqueza ni la redistribución a los pobres. Esas creencias pueden ser fácilmente guiadas por un espíritu de envidia y resentimiento, nada menos que bajo la esclavitud del dinero y su reino de valores. Judas no escapó a esto, tal como su juicio al gesto de María deja en evidencia.

Lo que María ve ―que Judas y los discípulos no ven― es que nuestra actitud hacia el dinero debe ser guiada por ―simplemente está moldeada por, si estamos percibiendo correctamente el mundo― el reconocimiento del amor al valor incomparable del reino de Dios, y de Aquel en quien se hace presente en persona. El peligro del dinero está en los modos en que el amor a él pueden seducir nuestro corazón y alejarnos de Aquel que excede todo en valor. Al reconocer esto, mucha de la enseñanza del Nuevo Testamento con respecto al dinero debería tener sentido. El pedido de Jesús al joven gobernante rico y a sus discípulos de vender sus bienes y dar a los pobres tenía por objetivo que pudieran tener tesoros en el cielo y lo siguieran con libertad, con el corazón entregado a una generosidad gozosa por la sensación de abundancia que encontraron en él. Jesús habla de algo similar en un par de parábolas en Mateo 13:44-46.

El reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo. Cuando un hombre lo descubrió, lo volvió a esconder, y lleno de alegría fue y vendió todo lo que tenía y compró ese campo. También se parece el reino de los cielos a un comerciante que andaba buscando perlas finas. Cuando encontró una de gran valor, fue y vendió todo lo que tenía y la compró.

El apóstol Pablo también hace referencia a este valor incomparable en Filipenses 3:8:

Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo.

El gesto de María ilumina la transvaloración que trajo aparejada el amor a Cristo, ese amor incomparable que hemos probado y el amor en respuesta que se eleva en nuestro corazón a través de su Espíritu. Y aquí podríamos comenzar a comprender algo de la importancia de la analogía de Juan entre la amorosa unción de María de los pies de Jesús y su lavado de los pies de los discípulos. Al lavar los pies de sus discípulos Jesús pone de manifiesto la realidad de su inminente muerte, su adopción de “la naturaleza de siervo” y su humillación al punto de morir en la cruz (Flp 2:5-8). Este fue un acto de amor incomparable: “Ya conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, quien era rico y por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2 Cor 8:9). Lo que Pablo específicamente dice a los filipenses es que Jesús “se vacío a sí mismo”. Se derramó con una mano pródiga, al tomar la naturaleza de siervo y morir. Y por el amor que solo puede comenzar a comprender esta maravillosa entrega de sí mismo, desearemos responder del mismo modo.

La propia entrega de nuestro Señor se conmemora eternamente, pero el don de María también se recuerda. A diferencia del hombre que lo vendió por treinta piezas de plata, María reconoció el incomparable valor de Jesús y actuó en consecuencia. En la magnífica extravagancia de su gesto, no motivado por el deseo de alabanza ―de hecho, afrontando la censura―, María expresa de un modo adecuado esta verdad que solo la mirada del amor cristiano puede ver.

Julia Stankova, Jesús resucita a Lázaro, pintura sobre madera, 2022.

En un sentido preciso, se trata de un gesto magnífico. En tanto la virtud aristotélica de la magnificencia estuvo en gran parte restringida a los ricos y los poderosos del mundo antiguo, el gesto de María demuestra su lugar en el corazón de la práctica cristiana. Puesto que somos hijos de un rey, podemos actuar en consecuencia, con una especie de generosidad pródiga. No necesitamos pasar la vida ajustándonos el cinturón. Tenemos suficiente: de hecho, tenemos todo. María ejemplifica la gozosa generosidad de la respuesta del amor a la gracia inconmensurable, una magnificencia que se ajusta a la entrega incalculable a la cual responde.

Para demasiados de nosotros, el dinero es la principal medida de valor que nunca ha sido eclipsada por Cristo y su reino. El escritor victoriano John Ruskin buscó exponer algunos de los errores profundos que surgen cuando consideramos el dinero como la medida de todas las cosas. El único valor verdadero, insistía Ruskin, es la vida. Allí donde las riquezas se acumulan al servicio de la opresión, la destrucción, la avaricia y el vicio, esa “riqueza” es totalmente contraria al “bien común”. En un potente fragmento, Ruskin compara esto al flujo del agua:

Por lo tanto, la riqueza es “la posesión de lo valioso por el valiente”. (…) Los dos elementos, el valor de la cosa, y el valor de quien la posee, deben ser estimados juntos. Por ello, resulta que muchas de las personas comúnmente consideradas ricas son, en realidad, no más ricas que los candados de sus propias cajas fuertes, que son inherente y eternamente incapaces de riqueza; y funcionan… tanto como charcos de agua y remolinos en un arroyo… o si no, como diques en un río, con respecto a los cuales el servicio supremo no depende del dique, sino del molinero; o si no, como meros impedimentos y restricciones, que actúan no como riqueza, sino (por cuanto deberíamos tener un término correspondiente) como algo que Ruskin llamó “illth” ―un neologismo que juega con la sonoridad de wealth, riqueza en inglés, y hace referencia a aquello que está enfermo― causando devastación y problemas varios en torno a ellos, en todas las direcciones; o, por último, no obran en absoluto, sino que son condiciones de demora simplemente animadas (sin poder usar nada de lo que tienen hasta que estén muertos).

En varios fragmentos del Evangelio de Juan, surgen similares motivos referidos a lo que fluye. En Juan 4, al hablar con la samaritana en el pozo, Jesús le ofrece agua de vida que en su recipiente se convertirá en “un manantial del que fluirá vida eterna” (versículo 14). En el capítulo 7, al referirse al Espíritu que será dado en Pentecostés, Jesús declara que “de su interior brotarán ríos de agua viva” (versículo 38). Al registrar los eventos de la crucifixión, Juan llama nuestra atención sobre el hecho de que del costado herido por una lanza brotó agua mezclada con sangre (19:34-35). La entrega que Jesús hizo de sí mismo, su gesto de derramar su vida para la humanidad, comparado con el agua, convierte a sus destinatarios en manantiales de agua viva.

En respuesta a la reprimenda de los discípulos a María, dice Jesús: “A los pobres siempre los tendrán con ustedes, pero a mí no siempre me tendrán” (Jn 12:8). Después de la Ascensión, ya no sería posible hacer algo tan magnífico como lo que María hizo en el cuerpo físico de Jesús. Sin embargo, Jesús aún tiene un cuerpo en la tierra, hacia el cual nosotros aún podemos expresar nuestro amor, que clama por nuestra magnificencia. En Mateo 25, el capítulo anterior al que registra la unción en Betania, Jesús habla de cómo los hechos amorosos hacia “el más pequeño de mis hermanos” también son hacia él (versículos 31-46).

El derrame de la vida ―la verdadera vida― desde Jesús genera una nueva economía, de la cual la magnificencia de hechos de amorosa entrega como los de María es característica; su unción de Jesús en Betania se describe de un modo que evoca tanto la memoria como la anticipación del propio don de Dios de su Espíritu. En otra parte, cuando leemos acerca de algo que llena una casa, es casi invariablemente la propia presencia de Dios por su Espíritu (Ex 40:34-35; 1 Re 8:10-11; 2 Cr 5:13-14; 7:2; Is 6:4; Ez 10:3-4; He 2:2). Mientras el aroma del nardo llena la casa en Betania, el Espíritu de amor se pone misteriosamente de manifiesto.

El don del Espíritu de Pentecostés, derramado por el Cristo ascendido en amorosa magnificencia, genera una “economía” de vida en su cuerpo, como los muchos dones de ese Espíritu cuyos miembros generosamente ministran la vida que han recibido a otros. Paradójicamente, esta vida se recibe en el acto de dar. Como el agua viva, no se queda quieta ni estancada ni contenida, sino que fluye con exuberancia de cada uno hacia su prójimo, en incontables afluentes de amorosa autoentrega, desde su fuente en el inagotable manantial del Calvario.


Traducción de Claudia Amengual