Extraído de No tengas miedo.
Los hombres y mujeres de todas las culturas han encontrado consuelo y valor en la convicción de que la muerte no es el final, sino que va seguida por otra vida mejor. Cómo será esa vida y qué forma adoptará son cuestiones que han preocupado al ser humano desde hace muchos siglos y las respuestas que ha encontrado la gente para ellas llenarían fácilmente, por sí solas, otro libro.
En términos generales, las principales religiones del mundo están de acuerdo en que aun cuando nuestros cuerpos se descomponen y regresan a la tierra, nuestras almas se liberan y pasan a otro plano, regresando a su fuente o moviéndose para encontrar otra estructura.
Mi abuelo, el escritor Eberhard Arnold, al explicar el mismo proceso en términos diferentes, dice que nuestra carne, sangre y huesos no son nuestro verdadero ser en su sentido más cierto y profundo. Al ser mortales, mueren. La verdadera sede de nuestro ser, el alma, pasa de la mortalidad a la inmortalidad y de lo temporal a lo intemporal. Regresa del cuerpo en el que se infundió a su autor, Dios. Por eso, dice mi abuelo, el alma humana anhela perpetuamente a Dios y por eso, en lugar de morir, somos «llamados a la eternidad», donde nos reunimos con Él.
Para aquellos de nosotros que nos consideramos cristianos, es imposible contemplar un futuro así sin recordar la resurrección de Jesús, el «hijo del hombre», y el precio que pagó por ello: una horrorosa muerte sobre una cruz romana. Después de todo, esta muerte no fue simplemente un hecho histórico aislado, sino la inevitable puerta de entrada (como indicó él mismo al decir: «Seguidme») por la que tiene que pasar cada uno de nosotros si queremos compartir con Él la vida eterna. «Aquel que se esfuerce por salvar su vida la perderá, pero quien la pierda en mi nombre la encontrará.»
En la medida en que nuestros caminos tienen que seguir el de Cristo, el temor a la muerte no sólo es comprensible, sino natural. Él mismo exclamó angustiado: «Padre, ¿por qué me has abandonado?». La primera vez que escuché la historia de la crucifixión, narrada por mi padre, no pude soportar tanta crueldad y todo en mí se rebeló. ¿Por qué no podía haber una Semana Santa sin los horrores del Viernes Santo?
Con el transcurso de los años, sin embargo, encontré una respuesta que he podido aceptar: del mismo modo que no puede haber primavera sin los fríos rigores del invierno que la antecede, del mismo modo que la gloria de una salida del sol no sería nada si no rompiera la oscuridad de la noche, así el dolor del sufrimiento tiene que preceder al triunfo de la nueva vida. Al encontrar esta fe, pude superar gradualmente mi temor a la muerte.
Quienes no creen en una vida después de la muerte desprecian a veces la idea, considerándola fuera de lugar, algo muy comprensible si tenemos en cuenta nuestra incapacidad para describir el futuro, excepto en términos de vagas esperanzas. Pero para una persona moribunda que tiene fe en la resurrección, no se trata de una simple abstracción, sino de una fuente de valor y fortaleza tan reales que incluso puede alterarles físicamente. En ocasiones, es cuestión de algo tan sencillo como una sonrisa; otras veces se produce una inesperada explosión de energía o la repentina recuperación de la movilidad y la capacidad para hablar. Es como si la persona moribunda se encontrase en el umbral de la eternidad. Momentos como éstos indican la inmortalidad del alma y la belleza que todavía existe en el cuerpo más agotado y decrépito.
El filósofo Søren Kierkegaard, que murió a los cuarenta y dos años, encontró la muerte con una alegría similar y con la certeza de que aquello no era el final, sino un principio. Su sobrino escribió:
Nunca he visto al espíritu romper el cascarón terrenal y separarse de él con tanta gloria... Me tomó la mano entre las suyas, ¡qué pequeñas, delgadas, pálidas y transparentes eran!, y me dijo: «Gracias por haber venido y ahora, me despido». Pero estas sencillas palabras estuvieron acompañadas por una mirada como no había visto otra igual en mi vida. Despedía un resplandor sublime y bendito que me pareció como si iluminara toda la estancia. Todo quedó concentrado en aquellos ojos, como la fuente de luz y del amor más sentido, como la bendita disolución de la tristeza, una penetrante claridad de la mente y una sonrisa burlona.
Limitados como estamos por el tiempo y el espacio, no podemos hacer otra cosa sino suponer lo que todo esto puede significar; según dice el apóstol Pablo, sólo podemos ver «a través de un cristal oscuro». De todos modos, la percepción fugaz de la eternidad puede cambiar toda nuestra visión del mundo de una forma significativa y recordarnos que el cielo no es sólo una entelequia, sino una realidad que existe aquí y ahora, aunque sea misteriosa para nosotros.