Tizón llevaba unos días sin apenas fuerzas, renqueante y desganado. Aquella tarde ya no movía las patas traseras, sufría tiritonas repentinas aunque estuviera en plena solana y tenía unas durezas en el vientre de las que se quejaba cuando su amo intentaba palpárselas (incluso se revolvió e hizo amago de morderle, con una dentellada fiera que se quedó en el aire). Simeón le acercó la escudilla del agua y se fue a dormir. A la mañana siguiente, de amanecida, lo encontró allí mismo, tieso, con un charco de vómito seco bajo el hocico. En la escudilla flotaban unos pétalos de geranio y unos mosquitos ahogados. Envolvió a Tizón en una arpillera vieja y arrastró el cadáver hasta la cochera. Allí, con cierta dificultad, lo metió en la furgoneta. Se sentía torpe, y eso en él era una forma de manifestarse la tristeza. Le costó un rato arrancar el vehículo y, cuando lo logró, el motor sonaba fatigado, a respiración de viejo. Se dirigió hacia lo alto del páramo, para que las carroñeras dieran cuenta del pobre animal. Era lo mismo que había hecho con sus otros perros, cuyos nombres se entretuvo en recitar de memoria y por su orden: Luna, Zar, Canelo, Picolín, Laska, Sol, Perro (a este diablo no hubo forma de ponerle nombre propio), Bicho y Tizón. Le gustó cómo sonaba la retahíla y la repitió mientras tamborileaba en el volante: Luna, Zar, Canelo, / Picolín, Laska, Sol, / Perro, Bicho y Tizón. El camino hasta el páramo era ancho, de zahorra bien prensada, y faldeaba con una pendiente muy suave. Lo había construido hacía unos años la Electra Saltos del Odra para poder plantar los aerogeneradores que habían cambiado el paisaje de la comarca, ahora repleto de gigantescos molinos de viento. Los llamaba así, «molinos», aunque supiera que no molían nada. Sus imponentes aspas braceaban vigorosas cuando soplaba el viento —no aquel día—, como si quisieran matar buitres a manotazos (a veces lo conseguían y los cadáveres reventados de las aves yacían a sus pies, casi como ofrendas a unos dioses brutales).
Cuando llegó a la cima, se desvió por un caminejo lateral apenas marcado por el par de roderas. En el caballón menudeaban los cardos ya secos, que arañaban furiosos los bajos de la furgoneta. Aquel camino pasaba junto a un rodal de carrascas, donde se detuvo. Abrió las puertas traseras de la furgoneta y, antes de sacar a Tizón, se sentó en un majano a fumar. A ras del suelo florecían las quitameriendas, esas plantitas de nombre infantil que anuncian la llegada del otoño. Hacía calor. Algunos molinos movían las aspas lentamente, como si hicieran gimnasia desganados, y otros estaban completamente parados. Simeón se ensimismó tanto que no se percató de que se acercaba un vehículo y se sobresaltó al verlo. Era un todoterreno de la Guardia Civil.
Un agente descendió del coche y se acercó a Simeón, ajustándose la gorra.
—Buenos días, ¿qué hace aquí, caballero?
—Nada. Fumo —respondió, mientras se ponía en pie, nervioso.
—Ya lo veo. Vamos a echar un vistazo a su vehículo.
Dijo «vamos» aunque iba solo. Aquel páramo atraía a cazadores y a arqueólogos furtivos («buscadores de tesoros» llamaban en el pueblo a éstos últimos, con cierta sorna) y Simeón supuso que le había tomado por uno de ellos.
—Aquí no puede usted tirar cadáveres de animales —le dijo el guardia, que enseguida se dio cuenta de que aquel era un viejo inofensivo. Empleó un tono neutro y respetuoso, como si le informara de una norma que Simeón desconociera. Bien sabía él que no se podía tirar nada en el páramo, aunque le pareciera algo absurdo y que iba contra la costumbre de toda la vida. ¿Qué iban a comer si no las carroñeras? El guardia tenía un marcado acento, indefinidamente sureño, que Simeón no sabía localizar (¿canario?, ¿extremeño?, ¿murciano?). Tuvo tentaciones de preguntarle, pero no quiso parecer curioso o impertinente. A él, de joven, en los años que pasó rodando por fábricas de media España, también le habían preguntado a menudo de dónde era, y sabía que esa aparente curiosidad ocultaba a veces el mensaje de: «Tú no eres de aquí y se te nota». Ese «aquí» era la tierra que pisaba, que inmediatamente le empezaba a quemar las plantas de los pies. Aquel guardia tenía el rostro colorado, las mejillas bien afeitadas (parecía casi lampiño), en el lóbulo de la oreja se veían los agujeros de unos pendientes, tenía el pelo rapado, era alto, muy delgado y olía a un perfume denso. Tenía el chico el mismo aire urbano y un poco embrutecido de los sobrinos nietos de Simeón. Suponía que, como ellos, se vestiría con ropas de fiesta los fines de semana, que iría a una discoteca, bailaría, se emborracharía, ligaría con alguien y mearía largamente los muchos litros de cerveza que bebían ahora los jóvenes, como hacían las cuadrillas en el pueblo el día de la Fiesta del Veraneante, en el callejón.
Le ofreció al guardia un cigarrillo y, para su sorpresa, lo aceptó. También le dio fuego.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó el muchacho, y señaló hacia la furgoneta con la barbilla, mientras exhalaba el humo con mucho estilo, como si fuera un actor.
—Tizón.
—¿Fue un buen perro?
Le sorprendió la pregunta. Se quedó un rato pensando.
—Sí. Muy bueno.
—Tendrá que buscarse otro.
—No. Este ha sido el último. Ya soy viejo y no quiero dejarlo huérfano. Al próximo animal que van a subir aquí es a mí.
—Pues a quien lo haga, le caerá una buena multa.
Eso debía de ser una broma, claro, pero el guardia lo dijo en un tono serio, casi seco. No parecía un muchacho alegre. Permanecieron callados durante un rato. Fumaban mirando al aerogenerador más cercano, que estaba a unos cien metros de allí.
—Son feos, pero hay que reconocer que imponen, ¿verdad? —dijo el guardia, señalando el molino.
—Imponen —concedió Simeón.
Aquellos cacharros metálicos, altos como catedrales góticas, obligaban a mirar hacia lo alto, hacia Dios, pensaba Simeón, aunque no estuviera del todo seguro de que hubiera Dios (usaba el verbo «haber», como su madre). En la canícula, algunas noches de insomnio, cuando el calor le echaba de la cama, Simeón había subido allí con el perro para contemplar las estrellas. Más potentes que ellas eran las balizas de los molinos, unas rojas y otras blancas, intermitentes, destellando como relámpagos o lenguas de fuego. Allí se quedaban los dos, bajo aquel Pentecostés, escuchando el ruido obstinado de las aspas y el de la cercana autovía. En eso se había convertido el campo, en un trastero colocado en el margen de una carretera.
—¿Vive en el pueblo de abajo?
—Sí.
—¿Ya se han ido los veraneantes?
—Ya se han ido.
—Va a tener un vecino nuevo. Lo sabe, ¿verdad? Los del coto han contratado un guarda. Es marroquí. Y trae familia.
—Eso está bien —Simeón terminó su cigarrillo y lo pisoteó en el suelo—. Con su permiso, si no me necesita, vuelvo a casa.
—Llame al veterinario, él le dirá qué hacer con el cadáver.
—Gracias. Adiós, buenos días.
El guardia se llevó la mano a la sien.
Simeón, al atardecer, volvió a subir al páramo y dejó a Tizón en el rodal de las carrascas. Enseguida vio un buitre en el cielo.
Desde hacía unos años, a temporadas, proliferaban los robos en la comarca. Llegaban bandas de ladrones que asaltaban naves, casas vacías, iglesias y ermitas y se llevaban maquinaria agrícola, algún electrodoméstico, dinero, joyas, cálices, exvotos de plata, candelabros, cosas así. Su pueblo tampoco se libró, pese a que ya no quedaba allí casi nada valioso. No vivía ningún labrador (todas las tierras estaban vendidas o alquiladas a gentes de otros pueblos), solo había tres casas habitadas todo el año (la de la señora Goya, la de la señora Paulina y la suya) y la iglesia, ay, la iglesia, estaba casi vacía, a punto de doblar las rodillas y de convertirse en una ruina. Hacía años que no se decía misa en ella, ni siquiera el día de la patrona, santa Quiteria (una mártir decapitada: a Simeón le parecía muy revelador que la santa local no tuviera cabeza…). El arzobispado se llevó el retablo (incluida la santa), la cruz procesional y los objetos de plata y lo repartió todo entre las parroquias capitalinas, sin que nadie protestara. El templo estaba devorado por la humedad y sus bóvedas musgosas ya sólo daban cobijo a cuatro imágenes de escayola, las de san Isidro, san Sebastián, la Virgen de Lourdes y un Niño Jesús en su cuna, manco del bracito derecho. A veces las mujeres ventilaban el edificio y parecía que abrían la puerta de una prisión donde tenían a cuatro reos condenados a cadena perpetua.
Lo único que había funcionado en la iglesia hasta hacía unos meses era el reloj, instalado y pagado por el municipio, que daba la hora a campanazos. Pero una noche alguien se llevó la campana. Los ladrones escalaron la fachada de la iglesia (que no era muy elevada y estaba llena de grietas), apalancaron el bronce y lo tiraron al suelo (en el enlosado de la plaza se veía el boquete que produjo el impacto). Ni la Goya ni la Paulina ni él oyeron nada, y eso que los perros de los cazadores estaban encerrados en un corral cercano y tenían que haber ladrado mucho, porque aquellos animales protestaban solo con que pasara una golondrina cerca.
La espadaña quedó desde entonces con un aspecto tristísimo, como si fuera un ojo con la cuenca vacía. Simeón echaba de menos el sonido de las horas y el repicar del ángelus. Le parecía que ahora el pueblo ni siquiera recibía la visita de san Gabriel, al que antes invocaba a diario (El ángel del Señor anunció a María...) cuando daban las doce. Pero así eran las cosas. Ya se había acostumbrado a que sus días fueran una sucesión de pérdidas, a ver desaparecer todo lo que le importaba. El pueblo se había quedado casi sin almas y sólo tenía un simulacro de vida durante las vacaciones y algunos fines de semana, cuando volvían los descendientes del pueblo a ocupar sus casas, cerradas el resto del año. Había entonces gente por las calles y a finales de agosto se celebraba incluso una fiesta, no la de santa Quiteria, claro, sino una paella popular (anunciada como «gran paellada») que comían en la plaza, a la sombra, en platos de plástico, y después había unos bailes imposibles de bailar, música hasta la madrugada y una borrachera colectiva. Luego los veraneantes volvían a sus casas de Barcelona, Bilbao, Madrid y la capital y se quedaban los viejos. Hacía tiempo que eran solo tres, dos viudas y un solterón, que incluso las Navidades las pasaban solos porque sus hijos o sobrinos vivían lejos (el «lejos» no tenía que ver necesariamente con la geografía). Los tres disfrutaban de salud, disponían de tiempo y ahorros, de buenas casas, de huerto y corral. El panadero pasaba una vez por semana, el cartero de vez en cuando, el butanero y el camión cisterna del gasoil cuando lo llamaban, el basurero cada quincena, el médico lo tenían en Sasamón. No necesitaban más.
Y luego estaban los cazadores, claro. Éstos no se alojaban en el pueblo sino en un hotel cercano, en el área de servicio de la autovía. Eran dueños del coto y, tras pleitear con la Electra por los perjuicios de los molinos, habían conseguido una gran indemnización. Limpiaron los manantiales del páramo, instalaron bebederos para los animales y contrataron al guarda marroquí, que también les cuidaba los perros y servía de chófer, pues los llevaba en un microbús desde el hotel hasta el páramo.
Simeón, el mismo día que los marroquíes se mudaron a la casa que había alquilado la sociedad cinegética, se acercó con un cubo lleno de albaricoques con la intención de darles un regalo de bienvenida y presentarse. Fue al final de la tarde, cuando supuso que ya habían colocado sus cosas. Llamó a la puerta con los nudillos, luego tocó el timbre y ya estaba a punto de irse cuando apareció una mujer. Él habría preferido hablar con el guarda, porque se entendía mejor con los hombres.
—¿Comen ustedes albaricoques? —le preguntó Simeón a bocajarro.
La mujer asintió con la cabeza.
—Pues tenga, para ustedes —y como la viera dudar, añadió—: son un regalo. ¿Habla usted español?
—Me llamo Latifa. Muchas gracias, es muy amable —respondió sonriendo.
—Yo soy Simeón. Vivo allí —y señaló vagamente hacia su casa.
Se asomó entonces un niño de unos cuatro años. Surgió entre las faldas casi como un títere en un teatrillo de guiñol.
—Es Zacarías —dijo la madre.
Simeón le miró en silencio y levantó las cejas, a modo de saludo. El niño no hizo gesto alguno y le clavó los ojazos, curioso.
—Bienvenidos al pueblo —dijo el viejo. Y como ya había dicho todo lo que tenía que decir, se fue.
Al día siguiente, Simeón recogía manzanas en su huerto y quitaba las horcas con las que había apuntalado las ramas. Los pobres arbolitos parecían a punto de echar a andar apoyados en esos bastones, como viejos con la espalda torcida y una cachava en cada mano. Aparecieron entonces Latifa y Zacarías. Latifa llevaba un plato en las manos, protegido por otro de cristal transparente.
—Para usted, señor Simeón.
Parecían unos dulces bañados en miel, recién cocinados, porque se notaba el calor en el plato.
—Muchas gracias, Latifa. Tome, llévese alguna manzana. Comen ustedes manzanas, ¿verdad?
Simeón no estaba muy seguro de qué alimentos tenían prohibidos los musulmanes. Sabía que no tomaban alcohol (aunque un albañil sirio que vivía en otro pueblo del municipio era famoso por sus borracheras), que aborrecían el cerdo y el conejo, y dudaba si no rechazarían ciertas frutas y si, en tal caso, la manzana no sería una de ellas, por lo de Adán y Eva.
Latifa levantó las puntas del delantal y allí echó Simeón una docena de manzanas. La mujer parecía muy contenta con el regalo, le dio las gracias y se despidió. Zacarías lo observaba todo con sus ojos de mochuelo. Cuando se iba, agarrado a la falda de su madre, giró la cabeza hacia atrás. Miraba al viejo como se mira a un perro que no sabes si te va a morder en cuanto le des la espalda.
Pero a Simeón lo que más le impresionó fue ese gesto de Latifa con el delantal. Le recordó a su madre, que murió joven y que también transportaba así las habas, los tomates o los calabacines en la huerta y los huevos en el corral. Como ella, Latifa llevaba el cabello cubierto con un pañuelo y caminaba con la misma resolución, con cierta forma airosa de mover el cuerpo que Simeón tenía olvidada. Se le puso un nudo en la garganta porque, por un momento, se sintió él también niño y se le subió la palabra «madre» a la boca, como si le floreciera en los labios. Hacía años que no pensaba en ella y ahora le parecía verla allí, viva, con un niño faldero que podría haber sido él mismo, hacía casi ochenta años.
A la mañana siguiente, Latifa llamó a su puerta. Le traía otro postre, también cubierto de miel, muy especiado y fragante.
—Muchas gracias, Latifa, no tiene usted por qué molestarse. Aguarde, la acompaño y así le llevo este cubo de manzanas que tenía preparado para ustedes.
Cuando Simeón volvió a su casa, tiró el dulce a la basura.
—¿Pero esta mujer sólo sabrá hacer pasteles? —pensaba.
No se atrevía a decirle que no podía comerlo, que la miel se le pegaba a los dientes y se le desencajaba la dentadura postiza.
El niño, Zacarías, no tardó en sentirse más seguro y empezó a recorrer el pueblo solito. Jugaba con un palo, una pelota de colores o un camión de plástico, perseguía a los gatos y casi él mismo era un gato más, silencioso y desconfiado, que vagaba por aquí y por allá. A menudo se acercaba a Simeón y le observaba desde la distancia, atentísimo, siempre sin pronunciar palabra.
—De mal montecillo, bueno es el gazapillo —le solía decir Simeón, a modo de saludo.
Le daba pena ver al niño siempre solo. Le recordaba a aquel año en el que la cigüeña no emigró y se quedó todo el invierno en el pueblo, tiritando en su nido del transformador de la luz cuando había ventisca, volando por los cielos plomizos como si estuviera perdida en un laberinto del que no consiguiera salir.
El padre, Ahmed, se parecía al Gazapillo en el físico y en el carácter. Era muy reservado y por eso les caía bien a los del pueblo, o sea, a la Goya, la Paulina y a él, porque ellos también tenían esa forma de ser y no les gustaba que nadie se tomara confianzas. Por la noche, Ahmed fumaba en la puerta de casa un cigarrillo tras otro, a veces un paquete entero, mientras miraba las balizas de los molinos, como hipnotizado, y Simeón salía y fumaba con él. A veces al guarda le sonaba allí el teléfono y tenía conversaciones larguísimas en árabe que sonaban a riñas, aunque luego Simeón se dio cuenta de que era su forma de hablar, imperiosa, enfática, altanera. Bueno, su forma de hablar por teléfono y en árabe, porque en la vida corriente no levantaba la voz y saludaba como los del pueblo, levantando las cejas, sin más, y con eso ya estaba dicho todo.
La Goya, la Paulina y él tenían la costumbre, cuando hacía buen tiempo, de sacar una silla de casa (cada uno la suya) y sentarse por la tarde en la plaza a conversar un rato, antes de la cena. Un atardecer de finales de septiembre, durante el veranillo de san Miguel, apareció Zacarías con sus pasos cortos. Con las mujeres era más confiado que con Simeón y se dejaba coger por ellas, aunque tampoco las hablaba. Los primeros días llegaron a pensar que el niño era mudo, hasta que en una ocasión le oyeron llorar y gritar. La Goya, que era robusta y tenía mucha fuerza en los brazos (y presumía de ello), le aupó para que pudiera jugar en la pila de la fuente. Allí estaba el niño, acariciando con su manita la lámina de agua, cuando se inflamó el último sol, que encendió las nubes y lo doró todo: las casas, la fachada tuerta de la iglesia, la fuente de piedra, las acacias de la plaza, todo parecía recubierto con pan de oro, como un retablo o un icono resplandeciente. Simeón sintió entonces un impulso, se acercó a la fuente, hizo un cuenco con sus manos, lo llenó de agua y la echó sobre la cabeza del niño:
—Yo te bautizo, Gazapillo, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
La señora Goya se sobresaltó y casi dejó caer al niño a la pila.
—¿Pero qué haces? ¿No ves que pueden verte?
Simeón se encogió de hombros. Zacarías parecía divertido con ese baño inesperado y él mismo seguía mojándose la cabecita. En aquel momento, apareció Latifa en la plaza. Venía con paso vivo. Simeón se sintió acobardado.
—Se nos ha mojado un poco el niño —dijo la señora Goya, mientras lo posaba en el suelo.
—No pasa nada. Zacarías, vámonos, es hora de cenar.
Latifa marchó con él hacia casa. Los demás también recogieron sus sillas y se fueron en silencio.
Llegó el invierno, el frío intenso, los días sin apenas luz. Simeón hacía astillas en la calle cuando notó una presencia a sus espaldas. Como ya estaba acostumbrado al espionaje de Zacarías, dijo en voz alta:
—¿Qué haces ahí, Gazapillo, granuja?
Se dio la vuelta y vio que quien estaba era el guardia civil del puesto de Castrojeriz. Le miraba desde el todoterreno. Esta vez iba con un compañero, más joven aún que él, que conducía. Simeón se apresuró a disculparse:
—Usted perdone, creía que era otra persona.
—¿Alguna novedad? ¿Todo bien por aquí?
—Todo bien.
Simeón temía que el agente le preguntara por el perro, pero en vez de eso señaló con la barbilla la casa de los marroquíes y dijo:
—¿Qué tal con esa gente?
Simeón se encogió de hombros.
—Hacen su vida y no se meten con nadie.
—Ya. Tiene que ser difícil aclimatarse aquí —comentó el guardia.
—Supongo que hay sitios peores —respondió Simeón.
—Supongo —respondió el guardia, y se despidió.
Los viernes Ahmed hacía la compra en la capital. Iba a un hipermercado situado junto a la circunvalación y luego entraba en la ciudad, pasaba por una carnicería halal y luego asistía al rezo en la mezquita. Siempre marchaba solo. Latifa y el niño no habían salido del pueblo desde que se instalaron allí; es más, tras llegar el invierno apenas salían de casa. Ahmed, las vísperas de ir al supermercado, visitaba a las señoras Goya y Paulina para preguntarles si necesitaban algo, y lo mismo hacía con Simeón, quien solía encargarle tabaco y sardinas en lata, que le gustaban mucho y que, además, el médico le había recomendado porque andaba bajo de fósforo. Aquel día, al entrar en el portalillo, Ahmed tropezó con el taquillón donde Simeón había colocado el belén, con su río de papel de plata, su castillo de Herodes y todo el apretado trajín de lavanderas, pastores y demás, y provocó un pequeño terremoto. Las figurillas se tambalearon y alguna se cayó.
—Perdón —dijo, y se apresuró a recogerla.
—Pierda cuidado. Son de plástico, no se rompen.
Ahmed tenía en la mano la imagen del rey Melchor, montado a la jineta en su dromedario.
—¿Sabe usted quiénes son los Reyes Magos? —preguntó Simeón.
—Sí.
El viejo pensó que había dicho «No».
—Son unos personajes de la Biblia, tres grandes sabios que sabían leer las estrellas y que llevaron regalos a Jesús la noche del 5 de enero, y desde entonces siguen viniendo año tras año en la misma fecha. Bueno, eso es lo que se les dice a los niños, claro. Cuando yo era pequeño, se encendían hogueras en lo alto del páramo para que los Reyes no pasaran de largo y repicaba la campana con el toque de los Magos, que era un toque especial, muy alegre y cantarín, que solo sonaba en esa ocasión, nunca más. Como el pueblo siempre ha sido muy pequeño, los niños teníamos miedo de que los Reyes fueran directos a Sasamón y no se acordaran de nosotros. Yo no sé cómo nos podían engañar a los niños, porque los Reyes eran tres señores del pueblo mal disfrazados con barbas pintadas, capas y coronas hechas de cualquier modo, pero no se imagina usted la emoción que sentíamos al verlos en el pueblo, con qué entusiasmo tocábamos la pandereta y cantábamos villancicos, cómo íbamos tras ellos a la iglesia a adorar al Niño. Un año, como mi madre estaba muy enferma, subieron aquí, a casa, a su alcoba, y allí estaba yo con ella. Al verme, el rey Baltasar rebuscó en su saco y me dio una naranja. Yo todavía me acuerdo de esa naranja, de lo bien que olía, de su sabor, de la felicidad y el consuelo que me dio. ¿Comen ustedes naranjas?
Ahmed sonrió.
—Sí.
—Mi madre murió al día siguiente y allí acabó mi infancia. Aquella naranja es mi último recuerdo de niño. Tenía yo siete años. Luego ya no hubo más Reyes ni más nada, se terminaron las dulzuras del mundo para mí.
—Lo siento.
—Es la vida. Al pueblo hace ya muchos años que no vienen los Reyes Magos, y tampoco a Sasamón, ya solo hay viejos en esta comarca. Pero en la capital entran en cabalgata, con toda su corte, cargados de regalos. Debería usted verlo el viernes, si tiene tiempo: se iluminan las calles, pasan en carrozas, hay música. Y a Zacarías le gustaría mucho, creo yo. Todo el mundo se vuelve un poco niño ese día.
Ahmed colocó la figurita de Melchor en su sitio. Luego miró a Simeón fijamente a los ojos, muy serio.
—¿Quiere que vayamos a la capital?
—Claro, es lo que le estoy diciendo, vayan, vayan. Lo pasarán bien.
—Digo todos.
—¿Cómo todos?
—Todos. Zacarías, Latifa, ustedes, la señora Goya, la señora Paulina, usted. Podemos llevar el microbús. ¿Cuántos años hace que no ve la cabalgata?
—¿Y los cazadores nos van a prestar el microbús?
—Los cazadores no tienen por qué saber nada.
Simeón lo habló con las señoras Paulina y Goya, y los tres estuvieron de acuerdo en que era una idea descabellada.
—Si me ven mis hijos, ¿qué van a pensar? —decía la Goya.
Pero luego, después de meditarlo cada uno por su lado, ya no les pareció tan mal.
—Pues si me ven, que me vean, ea.
Así que quedaron con Ahmed en que el viernes, a las seis de la tarde, saldrían todos juntos hacia la capital.
El jueves, Simeón tuvo que sacar la furgoneta para llevar a la Goya y la Paulina a la peluquería de Sasamón, porque decían que no podían ir a la cabalgata de cualquier manera. Se hicieron la permanente y se tiñeron el pelo. Se las veía felices y alborotadas y no dejaban de discutir. Simeón también se cortó el pelo, animado por ellas. Luego, ya en casa, buscó su traje, el único que tenía, y lo estuvo cepillando. Se lo probó y fue como recuperar su cuerpo de hacía unos años, como cuando se vestía para ir a la fiesta de santa Quiteria y bailaba en la verbena. Había perdido estatura y engordado un poco, pero todavía podía abrocharse todos los botones. Se miró en el espejo y le pareció que allí se asomaba el hombre que fue en el pasado. Se sintió extraño, casi tentado de conversar consigo mismo, de contarle a su reflejo del pasado cómo iba a ser el tiempo que le quedaba por vivir, pero le pareció todo tan triste que se desvistió enseguida y colgó el traje en su sitio.
Amaneció el viernes y Simeón no necesitó asomarse a la ventana para saber que algo había sucedido. Todo estaba en silencio, envuelto en una luz extraña. Nevaba. Y eso, en el páramo y en aquel pueblo, significaba que desaparecían los caminos y que durante unos días se quedarían incomunicados. Simeón se sintió abatido.
A mediodía, Ahmed fue a hablar con él.
—No vamos a poder ir a la cabalgata. Lo siento mucho.
Simeón se encogió de hombros.
—Pobre Gazapillo, le digo yo que habría disfrutado mucho —respondió.
—Otra vez será.
—Otra vez será.
Ya era la hora de la cena, pero Simeón estaba inapetente. Había pasado todo el día un poco tristón y torpe, chocándose con los muebles cada vez que se movía, y había roto un cenicero de cerámica de Talavera, muy bonito, cuyos fragmentos seguían en el suelo, mezclados con las colillas y la ceniza, porque le daba pereza barrerlos. Se sentó en el sofá y prendió la televisión. Dio unas palmaditas al cojín para que Tizón se sentara a su lado y, aunque enseguida se dio cuenta de su confusión, durante unos segundos tuvo una sensación vívida de su presencia. Esto le dejó muy impresionado y aumentó su melancolía. Afuera hacía horas que había dejado de nevar y el cielo ya se había despejado. Por la ventana vio refulgir los destellos de los molinos en lo alto del páramo.
—En este pueblo hay un niño y los Reyes no pueden pasar hoy de largo —se dijo Simeón, y se levantó del sofá.
Pensó en qué podía regalarle al Gazapillo y se acordó de que, guardadas en una caja de zapatos, tenía las monedas que iba encontrando por el campo. Eran piezas roñosas de otros siglos que a veces salían en los surcos cuando los tractores araban y que él se encontraba en sus paseos. Las conservaba no porque creyera que tuvieran mucho valor, sino porque, un poco supersticiosamente, las usaba cuando se daba un golpe. Apretaba con una moneda la piel y así impedía que saliera un chichón, o eso le había dicho su madre de niño y él, ya viejo, la seguía obedeciendo.
—Los niños se caen y se dan muchos golpes —pensó, y se convenció así de la bondad del regalo.
Se puso otra vez el traje y se anudó la corbata. Luego se peinó con colonia. El olor a lavanda le transmitió una suerte de optimismo, como si estuviera un poco borracho. Antes de salir, barrió los restos del cenicero. Luego, con mucho cuidado, avanzó por la calle de la Peñuela, hundiendo los pies en la nieve, agarrándose con una mano a la pared. La nieve multiplicaba la luz de la luna y de las farolas. En la plaza, junto a la fuente, se encontró con la Goya y la Paulina, que llegaban cada una por su calle.
—¡Hombre, el que faltaba! —le saludaron.
Sin decir más, fueron hacia la casa del Gazapillo, con pasos lentos. Pulsaron el timbre, que sonó con estruendo.
—Se van a asustar —dijo la señora Paulina.
Abrió Latifa. Les miró un poco sorprendida, pero no preguntó nada y les invitó a pasar. Era la primera vez que los tres viejos pasaban del zaguancillo y entraban en aquella casa. Muchas paredes estaban todavía desnudas, las bombillas colgaban de un hilo, como peras, y había pocos muebles. Seguían guardando muchos enseres y ropa en cajas de cartón. Les pareció todo pobre, incómodo y triste. Llegaron a la cocina. Sobre la mesa, unos platos, frutos secos, vasos grandes de té. El niño estaba en una trona, con su cucharita medio hundida en un plato.
—Hola, Gazapillo —dijo Simeón.
El niño sonrió:
—¡Hamihala!
Era la primera palabra que le oían.
Ahmed arrimó unas sillas, colocó tres platos más sobre la mesa y Latifa empezó a repartir una sopa densa, que tenía verduras y pollo y olía a especias y a otras cosas que los del pueblo no sabían identificar y que sospechaban que no les iban gustar nada, aunque se guardaron la opinión. Y sin más, se pusieron a comer en silencio, como si fueran miembros de una familia que no tuvieran mucho que contarse.
Fue la señora Goya la que, a los postres, propuso que cantaran «algo», porque una fiesta sin música no era fiesta ni era nada, y empezó prudentemente con Asturias, patria querida, quizá para evitar alusiones religiosas incómodas, pero luego, ya animada, siguió con Hacia Belén va una burra (Simeón cantó el estribillo), y luego con otro villancico, y después otro más, al que se unió la Paulina, aunque discutieron sobre la letra, porque una decía «campanitas verdes» y la otra «pampanitos verdes» y reían como en broma, pero ninguna cedía y estuvieron a punto de enfadarse. Simeón no probó los dulces bañados en miel y Latifa le ofreció una naranja. Él se emocionó y no pudo reprimir las lágrimas, pero enseguida se repuso. Al final, cuando ya se cansaron de cantar, entregaron al Gazapillo los regalos, que eran los objetos más extravagantes que nunca recibió niño alguno, porque al tesorillo de Simeón se unió un frasco enorme de colonia de señora que llevó la Goya y una baraja española y un tapete de fieltro verde de la Paulina, que era lo más parecido a un juguete (según dijo) que tenía en casa.
Aquí podría haber terminado la historia, pero este no sería un verdadero cuento de Navidad si me callara que, justo en ese momento, se oyó el tañido de una campana que repicaba con alegría.
—Es en la iglesia —dijo la Goya.
—¡El toque de los Magos! —exclamó la Paulina.
Los perros de los cazadores comenzaron a ladrar, excitados. Daba la impresión de que sus ladridos llegaban de todas partes, como si corrieran sueltos por la calle. A Simeón le pareció distinguir, entre aquel pandemónium, a Tizón. Tuvo entonces una convicción íntima, una especie de iluminación, y dijo un poco solemne:
—Señores, yo ya puedo irme en paz. Santa noche.
Y con cierta prisa, como si tuviera que montarse en un tren a punto de partir, besó la manita del niño, luego besó en las mejillas a Latifa y a Ahmed, a la señora Goya y a la Paulina, y salió a la calle. Se fue hacia donde sonaban los ladridos, diciendo para sí:
Luna, Zar, Canelo,
Picolín, Laska, Sol,
Perro, Bicho y Tizón.
Escrito para La noche de navidad, Selección y edición de Francisco José Gómez Fernández (Ediciones Encuentro S. A., 2021).