«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo, para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tenga vida eterna» (Jn 3:16). Para esto viene el mensajero de la vida eterna, el Hijo único de Dios, aquel que en su esencia divina ha recibido en calidad de Verbo, de Hijo, toda la naturaleza eterna de Dios, toda la vida que no tiene fin, la luz de todas las tinieblas, la solución de todos los problemas, el amor de todas las desesperanzas, la alegría de todas las tristezas. Quien tiene a este Hijo de Dios no le falta nada.
Era hora de mirar hoy al Niño Jesús no en las imágenes bonitas de nuestros pesebres, había que buscarlo entre los niños desnutridos que se han acostado esta noche sin tener que comer. Entre los pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en los portales. […] No hay redención sin cruz.
Quien tiene a este Hijo de Dios no le falta nada.
Pero esto no quiere decir un pasivismo de nuestros pobres, a los que hemos mal adoctrinado cuando les decimos: «Es voluntad de Dios que tú seas pobre, marginado y no tienes más esperanza». ¡Eso no! Dios no quiere esa injusticia social; pero, sí, una vez que existe se da como un tremendo pecado de los opresores, y la violencia más grande está en ellos que privan de felicidad a tanto ser humano y que están matando de hambre a tantos desnutridos. Dios reclama justicia pero le está diciendo al pobre como Cristo al oprimido, cargando con su cruz: salvarás al mundo si le das a tu dolor no un conformismo que Dios no quiere, sino una inquietud de salvación si mueres en tu pobreza suspirando por tiempos mejores haciendo de tu vida una oración y acuerpando todo aquello que trata de liberar al pueblo de esta situación.
María, que supo soportar la huida y el destierro, la marginación, la pobreza, la opresión, María la hija de un pueblo dominado por el Imperio Romano que ve morir en la cruz injustamente a su Hijo prisionero y torturado, María levanta su grito de santa rebeldía para decir a Dios: que despedirá vacíos a los soberbios y orgullosos y si es necesario derribará del trono a los potentados, y en cambio dará su gracia a los humildes, a los que confían en la misericordia del Señor (Lc 1:52-53).
Este es el Cristo que nace, enseñándole a los países pobres, a los mesones, a estas noches frías en las cortas de café, o calientes junto a las algodoneras, que todo eso tiene un sentido. Que no perdamos el sentido del sufrimiento. Queridos hermanos, si una cosa me da lástima en esta hora en que El Salvador se redime es pensar que muchos falsos redentores están echando a perder esa fuerza de redención que tiene nuestro pueblo: su sufrimiento; y convierten en demagogia su marginación, su hambre. No hay que hacerla desesperación ni resentimiento, sino que hay que esperar la justicia de Dios, saber que esto tiene que cambiar; y, si es necesario, morir como han muerto ya tantos pero con la esperanza de una fe cristiana.
Como quisiera que esta Navidad hablara de ese Niño entre paja y los humildes pañales, del valor sublime de la pobreza. Como quisiera que nosotros mismos, que estamos haciendo esta reflexión, la diéramos a nuestros pequeños o grandes sufrimientos un valor divino. Que desde esta noche intensificáramos nuestra intención de ofrecer a Dios lo que sufrimos.