El cordero de Dios
Al día siguiente, Juan vio a Jesús que se acercaba a él y dijo: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”—Jn. 1:29
“Aquí tenemos el fuego y la leña; pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?”, le preguntó Isaac a su padre Abraham en esa caminata extraña (Gn. 22:7). Profundamente conmovido, su padre le respondió: “Del cordero, hijo mío, se encargará Dios”. Pero el cordero de Dios, que el Señor efectivamente proveería como un sacrificio para el mundo perdido, el profeta Isaías lo describe así: “Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca, como cordero fue llevado al matadero, como oveja que enmudece ante su trasquilador, ni siquiera abrió su boca” (Is. 53:7).
Ahora Juan el Bautista está parado en el valle fértil del Jordán. En sus ojos brilla una luz y relámpagos destellan de su predicar. Sus discípulos lo rodean y una muchedumbre diversa escucha sus palabras.
De repente, queda quieto. Jesús de Nazaret, un desconocido en aquel momento, está a la vista de todos. Juan lo mira. El espíritu de Dios lo sobreviene y reconoce en aquel forastero sencillo al Mesías, el prometido esperado por corazones ardientes durante miles de años: el siervo de Jehová, el cordero de Dios.
Apoderado por este entendimiento, Juan señala al hombre que se acerca y grita estas palabras significativas: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Esta declaración lo convierte en el mayor de los profetas. ¡Qué profunda es! En ella, Juan capta la misión divina de Jesús y advierte su naturaleza interior y su voluntad. Mira dentro del corazón de Dios y hacia los cielos abiertos, pero además vislumbra la maldición del pecado humano. Juan observa que esta pesada carga se coloca sobre los hombros de esta persona única, Jesús, y ve que él la sostiene y la destruye con su muerte, porque con ella expía los pecados de la humanidad, liberando así al mundo perdido y fundando uno nuevo transfigurado.
Sí, Jesús es este cordero puro. Nadie lo puede acusar de ningún pecado, de hecho, el mismo Padre habla de su fidelidad: “Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él” (Mt. 3:17). Además, es el cordero paciente, obediente hasta la muerte, incluso una muerte en la cruz. Es el cordero tierno que, mientras sangraba en la cruz, pidió que sus enemigos recibieran perdón. En todo, es el cordero de Dios, el santo cordero sacrificial, por medio del cual todos aquellos que creen en él alcanzarán la perfección en la eternidad.
Este cordero de Dios es nuestro Jesucristo, redentor y salvador, quien nos ama también a nosotros con su amor eterno. Sufrió y murió también por nosotros, para hacernos santos. ¿No deberíamos amarle también a él? ¿No deberíamos estar agradecidos y seguirlo con fidelidad?
Hoy comienza la época en la que conmemoramos su sufrimiento y muerte. ¿Esta Cuaresma nos traerá bendiciones? Ya la hemos vivido varias veces y con frecuencia la hemos dejado pasar. Quizá será la última vez que la vivimos. ¿Vamos a morir sin que el cordero de Dios entre en nuestro corazón? Que Dios nos guarde de eso. Que triunfe sobre todas las resistencias de nuestra naturaleza antigua y bendiga esta Cuaresma para nuestra salvación eterna.
El que quita el pecado del mundo
“¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” —Jn 1:29
Esta declaración de Juan es el corazón y tesoro del evangelio. Aunque su muerte violenta lo silenció poco después de pronunciarlas, los apóstoles siguieron proclamándola: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Ellos también murieron, pero el evangelio resuena a lo largo de los siglos y santifica a los apóstoles. Hoy en día, cuando la iglesia del Señor se reúne para celebrar la Santa Cena, miran al Crucificado y miles de voces entonan: “¡Oh! Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ¡ten compasión de nosotros y danos la paz!”.
Nuestro trabajo, nuestras preocupaciones y sufrimientos a menudo nos agobian; sin embargo, si tuviéramos que cargar, además, con el peso de nuestro pecado y nuestra culpa, nos hundiríamos en la noche eterna. Pesaba la viga de la cruz que el Señor llevó al Gólgota sobre sus hombros heridos y sangrantes, pero pesaba aún más la carga invisible colocada sobre esa madera maldita. No es el pecado de un solo hombre, sino de todas las personas; de verdad, el pecado, la culpabilidad y la pena de muerte de todos. La Cuaresma nos amonesta a fijarnos bien en este cordero y Juan nos exhorta con su declaración: “¡Mira!”
Así como una vez, los hijos de Israel que deambulaban por el desierto —buscando remedio para las mordidas de serpientes feroces y venenosas— admiraron a la serpiente de bronce, así nosotros queremos admirar al Crucificado, que cargó con nuestro pecado y expió nuestras culpas. Deseamos dirigirnos a él con una fe cada vez más plena, honda y llena de gratitud. Para hacerlo, necesitamos ojos nuevos y más puros. Debemos pedir al Señor tales ojos si queremos entender el sufrimiento de nuestro redentor en lo más hondo de nuestro corazón.
Con tales ojos, alma mía, contempla el sufrimiento de tu Salvador. Obsérvalo en el jardín de Getsemaní, en la noche oscura, prostrado boca abajo, luchando contra la muerte y sudando gotas de sangre. Míralo en el tribunal de juicio, soportando en silencio los látigos del cruel verdugo, padeciendo el escupido y la corona de espinas. Toma tu lugar bajo la cruz en Gólgota y escucha las últimas siete palabras de este hombre moribundo. Mira las heridas sangrientas en la cabeza, los miembros templando con dolor y sus ojos llenos de lágrimas.
Luego, mira aún más profundo: contempla el corazón de Jesús para ver la obediencia a su Padre y compasión por ti. Mira cómo su corazón se rompe y cómo baja la cabeza cuando muere. Obsérvalo, hasta que tu corazón también se rompa con amor y dolor y tus ojos se desborden con lágrimas de gratitud. Todos los que así lo contemplan y lo llevan en sus almas, forman parte de la gran iglesia invisible de Dios aquí en la tierra, que se revelará en el día de gloria. Entonces, esta iglesia verá de nuevo a este cordero, como su rey eterno y glorificado, y vivirá la profecía del pacto nuevo: “el Cordero que está en el trono los gobernará y los guiará a fuentes de agua viva y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos. (Ap. 7:17).
Traducción de Coretta Thomson