La dignidad de la persona es lo primero que urge liberar. No encuentro una figura más hermosa de Jesús salvando la dignidad humana que este Jesús que no tiene pecado frente a frente con una adúltera, humillada porque ha sido sorprendida en adulterio. Y piden para ella, sentencia de lapidación. Y aquel Jesús que después de echar en cara, sin decir palabra, el pecado de los propios jueces, le pregunta a la mujer: «¿Nadie te ha condenado?». «Nadie, Señor». «Pues yo tampoco te condeno; pero no peques más» (Jn 8:10-11). Fortaleza pero ternura. La dignidad humana ante todo.
El pecado personal es la base del gran pecado social. Y esto hay que tenerlo muy en cuenta, queridos hermanos, porque hoy es muy fácil, como los testigos de la adúltera, señalar y pedir justicia para ésos; pero ¡qué pocos se miran a su propia conciencia! ¡Qué fácil es denunciar la injusticia estructural, la violencia institucionalizada, el pecado social! Y es cierto todo eso, pero ¿dónde están las fuentes de ese pecado social? En el corazón de cada hombre. La sociedad actual es como una especie de sociedad anónima en que nadie se quiere echar la culpa y todos son responsables. Todos son responsables del negocio, pero es anónimo. Todos somos pecadores y todos hemos puesto nuestro grano de arena en esta mole de crímenes y de violencia en nuestra patria.
Por eso, la salvación comienza desde el hombre, desde la dignidad del hombre, de arrancar el pecado a cada hombre. Y en la Cuaresma, este es el llamamiento de Dios: ¡Convertíos!... individualmente. No hay aquí entre todos los que estamos, dos pecadores iguales. Cada uno ha cometido sus propias sinvergüenzadas y queremos echarle al otro la culpa y ocultar las nuestras. Es necesario desenmascararme, yo soy también uno de ellos y tengo que pedir perdón a Dios he ofendido a Dios y a la sociedad. Este llamamiento de Cristo: ¡la persona ante todo!
¿Dónde están las fuentes del pecado social? En el corazón de cada hombre.
La conversión es como dar media vuelta. Conversión a la derecha, dicen los militares para convertirse a un lado, para convertirse al otro. Media vuelta. La conversión es volverse hacia Dios y cada vez más hacia Dios. La conversión la señaló Cristo cuando dijo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5:48).
¿Cuándo vamos a llegar a ser perfectos como Dios? Lo cual quiere decir que Cristo inspiró un movimiento sin límites: la conversión. La conversión es preguntar en cada momento. ¿Qué quiere Dios de mi vida? Y si Dios quiere lo contrario de lo que quiere mi capricho, hacer lo que Dios quiere es convertirme, hacer mi capricho es pervertirme. ¿Qué quiere Dios con el poder político, por ejemplo, en un país? Quiere que esas fuerzas unan moralmente, por la ley sana, las voluntades de todos los ciudadanos al bien común; pero Dios no quiere que se use el poder para atropellar, para golpear hombres, para golpear ciudades, pueblos: eso es perversión. ¿Qué quiere Dios del capital, al hombre que le da dinero, haciendas y cosas? Que se convierta; quiere decir, que sepa darle a las cosas creadas por Dios el destino que Dios le dio a las cosas, qué son siempre de Dios el bienestar de todos, el compartir con todos la felicidad.
Hay una inquietud inmensa, hermanos; el llamamiento de la conversión ha despertado muchos corazones que estaban dormidos en Zabulón y Neftalí, en el pecado, pensando que la Iglesia estaba metiéndose en política, en otros campos que no son los suyos. Y han comprendido, al fin, que no está haciendo más que predicar el reino de Dios, el cual señala el pecado, aunque el pecado se encuentre en la política y se encuentre también en las situaciones económicas y demás situaciones de la humanidad.
La Iglesia no puede menos que ser la voz de Cristo, de decir: Convertíos porque el reino de Dios está cerca (Mt 4:17) y el que lo quiera aprovechar, no lo logrará si no es convirtiéndose, arrepintiéndose de su pecado, acercándose a Dios. Este ha sido el clamor de la Iglesia en estos últimos tiempos: la conversión. Naturalmente, el que está en pecado, póngase en gracia de Dios, renuncie a sus injusticias, a sus egoísmos, a sus atropellos. Póngase amigo de Dios; el pecado no lo quiere Dios
Imagen: Kenneth Alexander, El jardín del arrepentimiento.