El hombre no se mortifica [durante la cuaresma]
por una enfermiza pasión de sufrir.
Dios no nos ha hecho para el sufrimiento.
Si hay ayunos, si hay penitencias, si hay oración,
es porque tenemos una meta muy positiva,
que el hombre la alcanza con su vencimiento:
la Pascua, o sea, la resurrección,
para que no sólo celebremos a un Cristo
que resucita distinto de nosotros,
sino que durante la cuaresma nos hemos capacitado
para resucitar con él a una vida nueva,
a ser esos hombres nuevos
que precisamente hoy necesita el país.
No gritemos sólo cambios de estructuras,
porque de nada sirven
las estructuras nuevas
cuando no hay hombres nuevos
que manejen y vivan esas estructuras
que urgen en el país.
Esta cuaresma, celebrada entre sangre y dolor entre nosotros, tiene que ser presagio de una transfiguración de nuestro pueblo, de una resurrección de nuestra nación. Por eso nos invita la Iglesia, en el sentido moderno de la penitencia, del ayuno, de la oración – prácticas eternas cristianas – a adaptarlas a las situaciones de los pueblos.
No es lo mismo una cuaresma donde hay que ayunar en aquellos países donde se come bien, que una cuaresma entre nuestros pueblos del Tercer Mundo, desnutridos, en perpetua cuaresma, en ayuno siempre. En estas situaciones, a los que comen bien, la cuaresma es un llamamiento a la austeridad, a desprenderse para compartir con los que tienen necesidad. En cambio, en los países pobres, en los hogares donde hay hambre, debe de celebrarse la cuaresma como una motivación para darle un sentido de cruz redentora al sacrificio que se vive, pero no para un conformismo falso que Dios no lo quiere, sino para que, sintiendo en carne viva las consecuencias del pecado y de la injusticia, se estimule a un trabajo por una justicia social y un amor verdadero a los pobres. Nuestra cuaresma debe despertar el sentimiento de esa justicia social.
Hacemos un llamamiento entonces para que nuestra cuaresma la celebremos así, dándole a nuestros sufrimientos, a nuestra sangre, a nuestro dolor, el mismo valor que Cristo le dio a su situación de pobreza, de opresión, de marginación, de injusticia, convirtiendo todo eso en la cruz salvadora que redime al mundo y al pueblo. Y hacer un llamamiento también para que, sin odio para nadie, nos convirtamos a compartir consuelos y también ayudas materiales, dentro de nuestras pobrezas, junto con quienes tal vez necesitan más.
Ya de por sí la Pascua es grito de victoria,
que nadie puede apagar aquella vida que Cristo resucitó,
y que ya la muerte
ni todos los signos de muerte ni de odio contra él
ni contra su Iglesia podrán vencer.
¡Él es el victorioso!
Pero, que así como florecerá
en una Pascua de Resurrección inacabable,
es necesario acompañarlo también en una cuaresma,
en una Semana Santa,
que es cruz, sacrificio, martirio.
Y, como él, decir:
Dichosos los que no se escandalizan de su cruz.
La cuaresma, pues, es un llamamiento
a celebrar nuestra redención
en ese difícil complejo de cruz y de victoria.
Nuestro pueblo actualmente está muy capacitado;
todo su ambiente nos predica su cruz.
Pero los que tienen fe y esperanza cristiana
saben que detrás de este calvario de El Salvador
está nuestra Pascua,
nuestra resurrección.
Y ésa es la esperanza del pueblo cristiano.
Artículo extraído de La violencia del amor.