Más vale comer verduras sazonadas con amor
que un festín de carne sazonada con odio.
Más vale comer pan duro donde hay concordia
que hacer banquete donde hay discordia.
El rey Salomón, 970-930 a. de C.
Mi hermano Rob murió a la edad de 40 años, de un accidente de alpinismo en El Capitán en el parque nacional estadounidense Yosemite. Fue el primero en morir en nuestra familia. En el funeral, papá abrazó las cenizas de Rob junto a su pecho. Fue la primera vez que vi a mi papá “abrazar” a Rob. Las lágrimas corriendo, solamente podía murmurar una y otra vez, «Lo siento, lo siento tanto». Pareció demasiado tarde.
Pienso a menudo sobre mi hermano, especialmente cerca del Día de Acción de Gracias. Cuando servíamos la Cena de Acción de Gracias en mi casa, todos nos sentábamos en la mesa puntualmente, es decir, todos excepto mi hermano mayor Rob. Alguno de nosotros siempre lo tenía que buscar —usualmente lo encontrábamos en el jardín trasero o el garaje. Rob siempre era el último para sentarse y papá siempre comentaba con el ceño fruncido. Tan pronto como se terminaba el postre, Rob se escapaba a alguna parte y no lo veríamos hasta el momento para despedirnos de los parientes.
Rob fue el primero que salió de la casa. Tenía dieciséis años. Su mal genio y la rabia de papá ya no podían ocupar el mismo espacio. Rob quería irse y salió para siempre.
No es que fuéramos una familia terrible. De hecho, si Hallmark es el criterio para la felicidad familiar, nuestra familia era la imagen perfecta: ocho hijos, un papá que fue Doctor, una madre en casa, con un perro y un gato y una piscina. Lo teníamos todo y más. Pero Rob no era el único que se sentía enajenado. Algo nos obstruyó de tener alegría verdadera los unos de los otros. Tanto como nuestra familia estaba «unida», estábamos solos. Y en los días feriados como el Día de Acción de Gracias, a pesar de la charla y jovialidad, un cierto silencio atronador rodeaba nuestra familia. Algo sin decir nos mantenía cerrados interiormente; algo muy solitario y ominoso amenazaba en el corazón de la familia.
No creo que nuestra experiencia sea única. Cuando la Madre Teresa llegó a los Estados Unidos por la primera vez, se horrorizó por la tanta pobreza que vio—no en términos de necesidad material sino de vacío espiritual. Nunca se había encontrado tanta soledad, alejamiento, abandono y falta de amor. Aquí, en una tierra de abundancia, existían miles de personas sufriendo del aislamiento. No solo fueron solitarias la gente de la calle y las personas encerradas, sino también las familias que ya no se abrazaban los unos a los otros.
Tal vez por eso es tan irónico celebrar la Acción de Gracias. Gastamos millones de dólares en tecnología para mantenernos en contacto los unos con los otros para poder vivir nuestras propias vidas sin los demás. Y cuando llegan los días feriados, ya no estamos seguros de qué hacer. Comemos y bebemos, miramos futbol y los niños juegan juntos, charlamos y chismeamos; sin embargo todo eso se aleja — y en demasiados casos nos alejamos más de los demás. Parientes, ex esposos y ex esposas, compañeros de varios tipos se reúnen, a menudo a duras penas, para solo permanecerse alejados.
Mirando a atrás, las cosas ciertamente podrían haber sido diferentes para nuestra familia. Por supuesto, siempre es así cuando miramos atrás. Pero nos faltaba algo. ¿Por qué este sentido persistente de que algo estaba mal? ¿Por qué nadie no dijo nada?
Entonces se me ocurrió por qué. No habíamos aprendido a perdonarnos el uno al otro, ni a decir «lo siento». Papá siempre fue correcto — ¡siempre! Mamá siempre fue incorrecta — ¡siempre! Y con el pasar de los años nosotros los niños aprendimos a ser siempre correctos y nunca incorrectos. Mientras tanto, las heridas que causamos a los demás nunca sanaron — solamente las enterramos.
He oído que cuando un hueso se fractura y se fija bien, sana y se vuelve más fuerte que antes. Por supuesto, hay que fijarlo bien. Así en la vida diaria, cuando una relación se fractura o quebranta, hay que fijarla bien y arreglar las cosas. El perdón empieza el proceso de arreglar las cosas. Puede ser un proceso doloroso, pero sin ello no puede ocurrir la sanación.
Sin el perdón, las relaciones deterioran, especialmente en la familia. Solo con perdonarse el uno al otro es posible arreglar las cosas. Decir «perdóname», pedir disculpas, admitir una ofensa, admitir un error, reconocer cómo lo que uno dijo no ayudó, y escuchar el dolor de otro y ponerse en su lugar con humildad; todos estos actos de misericordia son maneras para encontrarse de nuevo y celebrar el mejor regalo que tenemos: los unos y los otros.
Mirando a mi padre llorar en el funeral me di cuenta que no tenía que haber una distancia entre nosotros. Ahora nuestra relación podía ser diferente. No tenía que esperar hasta que papá se fuera para pedirle perdón. Ahora teníamos la oportunidad para perdonarnos, y así redimir lo que había estado perdido entre nosotros.
Finalmente escribí a papá pidiéndole perdón por todos los años de «silencio» de mi parte. Él no respondió de inmediato. En realidad, después de escribirle las cosas se empeoraron y eventualmente culminaron cuando no pude asistir al 50o aniversario de bodas de mis padres. Todo se desplomó. Sus últimas palabras por el teléfono: «te descarto».
De alguna manera, en vez de hundirme en mi propia pena, sentí su dolor por la primera vez. Él solo hacía lo que yo había hecho a él. Así que decidí no cerrar la puerta como había hecho antes. Más bien, continué mandando tarjetas y cartas a mi papá. Y me esforcé especialmente para llamarlo en el Día de Acción de Gracias, aunque el rehusó hablarme cada vez.
No oí nada de papá durante cinco años. Pero de repente pasó. A pesar del comienzo de Alzheimer, papá me escribió: «Quería que esto sea más fuerte de lo que soy capaz de hacer, pero puedes ver que mi escritura continúa empeorándose. Lo siento tanto por todos los años pasados. Quiero que sepas que en tus múltiples intentos para llamarme he sido menos que el padre que he querido ser. Perdóname. Te amo, hijo.»
Mientras papá se aproximaba al final de su vida nos podíamos abrazar realmente el uno al otro, y compartir juntos lágrimas de gratitud. Se rompió la represa. La corriente de amor que teníamos el uno del otro, y los aguas de todos los años que habíamos pasado juntos, podían empezar a fluir. Pudimos abrazar nuestros corazones, no las cenizas.
Mientras se acercan los días feriados se nos presenta una oportunidad maravillosa para encontrarnos de nuevo, el uno del otro. La familia puede ser tanto crisol como vientre. Puede ponernos a prueba pero también puede nutrir y dar luz a lo que es más valioso dentro de nosotros. El Día de Acción de Gracias es un tiempo en particular para dar gracias. Pero, ¿gracias por qué? ¿Gracias por nuestro pan cotidiano? ¡Por supuesto! Pero ¿Qué acerca de los demás? ¿Podemos realmente dar gracias a Dios por los demás, sin reservas, y con alegría?
Por eso el perdón es tan importante. Sin el perdón el corazón no puede dar gracias. Es difícil dar gracias, hasta por las cosas materiales, cuando no nos sentimos cerca de quienes amamos, o quienes queremos amar. Eso es porque todos anhelamos conectarnos y estar conectados, particularmente dentro de nuestras familias. Cuando existen muros es difícil vivir de corazón. Es imposible experimentar la alegría.
Para aquellos de nosotros a quienes les cuestan dar gracias este año, tal vez es porque existe un abismo de dolor entre nosotros y aquellos que amamos. Este Día de Acción de Gracias todavía puede ser un momento de alegría, pero solo si estamos dispuestos a dar más que nuestras gracias. Si este año nos halla adinerados o en tiempos difíciles; si hemos intentado sanar lo quebrantado en nuestras vidas o nos hemos encontrado inmovilizados con temor y rencor; siempre podemos escoger llevar misericordia a la mesa. Cuando perdonamos y pedimos perdón, hay esperanza. Y cuando tenemos esperanza, podemos realmente dar gracias.
El Día de Acción de Gracias es, o debería ser, más que una comida. Puede ser un momento para celebrar el regalo de las vidas de los demás y acercarnos el uno al otro. La comida es excelente, y también lo es reunirse. Pero todavía más rico es el compañerismo de tener los corazones unidos. El perdón siempre fortalece este enlace. Porque cuando perdonamos no podemos hacer nada sino alegrarnos. En mi mente, el Día de Acción de Gracias se trata exactamente eso: corazones llenos con alegría y gratitud — a Él que provee para cada necesidad nuestra y por el regalo de cada uno de nosotros.