Tengo viva en la memoria aquella soleada tarde de domingo de 1978 en que salí del cine eufórico y fascinado después de ver la primera película de La guerra de las galaxias. Poco después de ese día especial, me hice miembro del club de fans oficial y, desde entonces, he sido un fiel seguidor de la saga. Entonces como ahora me parecieron geniales los personajes, las batallas espaciales y la manera en que el humor se entrecruza con los elementos más dramáticos. Ingresé al universo de La guerra de las galaxias siendo adolescente y ya nunca lo abandoné.

Los caballeros Jedi, en particular, cautivaron mi imaginación: el severo pero compasivo Ben (Obi Wan) Kenobi, el impetuoso Luke Skywalker, el maestro Yoda con su manera de hablar como en parábolas, en El imperio contraataca, y, por supuesto, el tristemente famoso Darth Vader, el Jedi que se entregó al mal. ¿Quién podría resistirse al encanto de los poderes Jedi, de la Fuerza misteriosa y, desde luego, los fantásticos sables de luz? Admiraba el compromiso de los Jedis de vivir guiados por la luz de la Fuerza, cultivando la virtud y la fraternidad con los demás compañeros de la orden, unidos por el mismo sentir y un código de ética común. A medida que la saga fue sumando historias, tradiciones y matices en las diferentes secuelas y precuelas, mi fascinación no solo persistió, sino que fue en aumento.

Poco tiempo después de unirme al club de fans oficial de La guerra de las galaxias, descubrí otra de las pasiones de mi vida: el monasticismo medieval. Mientras cursaba la licenciatura, me interesó el legado del monasticismo cristiano; la manera en que había remodelado la sociedad medieval y continuaba ofreciendo nuevas perspectivas para la fe y la vida en nuestros días. Mi interés por la vida monástica trascendía lo puramente académico. Mi anhelo entonces, igual que ahora, era vivir una vida de contemplación que alimentara mi fe, impregnara mis días de sentido y oración y nos brindara a mí y a mi familia el arraigo de una comunidad espiritual en medio de un mundo inestable.

Comencé mi doctorado en historia medieval poco después de que la trilogía original de La guerra de las galaxias llegara a su fin. Mi formación derivó en una carrera académica que me permitió investigar y enseñar acerca de figuras como Buenaventura, un místico y ministro general de la Orden franciscana, y los norbertinos, una orden inspirada en los ideales cistercienses, que tuvo una influencia duradera en el cristianismo de Europa y más allá. Ahora bien, a pesar de mi admiración por la vida monástica, el monasterio no era para mí; me casé y tuve dos hijas. Con el tiempo, mi esposa y yo decidimos ser oblatos benedictinos y profesamos votos en una orden voluntaria de laicos consagrados a la Regla de San Benito y al servicio de la iglesia.

Y a lo largo de todo este tiempo, seguí siendo un apasionado de La guerra de las galaxias.

Con el paso de los años, llegué a preguntarme si estas dos pasiones no tenían mucho más en común de lo que yo pensaba inicialmente. Caí en la cuenta del sorprendente paralelismo entre la antigua práctica monástica celta y los Jedis al ver la culminante escena final del Episodio VII: El despertar de la Fuerza donde nos reencontramos con un Luke Skywalker envejecido que se ha refugiado en un antiguo y remoto sitio monástico en la isla de Skellig Michael, en Irlanda (como luego se lo describe en el Episodio VIII: Los últimos Jedis). Es probable que el director haya elegido este lugar por su impactante belleza, pero a mí me pareció notablemente apropiado como lugar donde confluyen la disciplina y la espiritualidad de los Jedis y de los monjes medievales. Aunque la disciplina y destreza marcial de los Jedis nos recuerda a los guerreros samurái o a los caballeros templarios, cuando uno mira más allá de las espectaculares escenas de lucha y los efectos especiales, mi impresión es que, en un sentido más profundo, los caballeros Jedi con sus votos, atuendo característico y disciplina espiritual tienen mucho en común con los monjes y monjas cristianos de la Edad Media, atletas de Dios y guerreros espirituales, vestidos con sus hábitos tradicionales y obedientes a sus votos. Ambos grupos se sujetan de por vida al compromiso de pobreza personal, a no poseer bienes salvo aquello que necesiten para llevar a cabo la tarea que les asigne la autoridad correspondiente, sea el Consejo Jedi o el abad. Asimismo, ambos están sujetos a un voto de obediencia a sus superiores y su Regla o código de vida. Por último, los votos de castidad y celibato se consideran fundamentales como parte de su disciplina de consagración a un poder superior, sea la Fuerza o Dios. Estos votos no son un fin en sí mismos; en el contexto cristiano, impulsan al amor hacia Dios y el prójimo en el camino de la salvación y, en el contexto de los Jedi, a una vida de servicio sacrificial, compasión y justicia.

Igual que ocurría con los Jedi, llegaba el día en que los aprendices, si se mostraban sabios y diligentes, asumían el rol de maestros.

Los Jedis también comparten las vulnerabilidades del monasticismo. Uno de los principales elementos dramáticos en La guerra de las galaxias es la atracción que ejerce el lado oscuro de la Fuerza. Cuando Anakin Skywalker, poco a poco, va cayendo en la seducción del lado oscuro, las nefastas consecuencias de su caída son evidentes a lo largo de toda la saga. La Regla de San Benito y otros textos monásticos advierten que, en la vida del monasterio, el celo puede ser tanto bueno como malo. El buen celo hace que los monjes canalicen su vida y los votos monásticos sanamente, aceptando que la convivencia con sus hermanos requiere practicar la humildad, la compasión y la reciprocidad. El mal celo es algo completamente diferente; lleva a estar siempre pronto a criticar a los hermanos y atribuirse una autoridad moral por encima de ellos o incluso de la Regla. Siempre se debe estar en guardia contra la tentación del mal celo. En los monasterios, y también entre los Jedi, suelen ser los postulantes más promisorios los que sucumben a esta desafortunada tendencia; una situación que repercute en todos los involucrados.

También el orden jerárquico y la preparación de los Jedis que vemos en La guerra de las galaxias son similares a lo que ocurre en el ámbito monástico. Las películas que cuentan lo ocurrido antes del intento de destruir la jerarquía Jedi muestran cómo los aspirantes a caballero Jedi viven y se educan juntos desde muy jovencitos. Cuando se considera que están listos, tiene lugar su “graduación”, por así decir, y pasan a una etapa más avanzada en su formación para profundizar en el significado de los votos Jedi, bajo la tutela de un único maestro. Esta relación con el mentor continúa hasta que el discípulo está listo para asumir él mismo el papel de mentor. Un proceso similar cumplían los monjes medievales. Los novicios vivían juntos y recibían instrucción en los principios básicos de la Regla, incluido el significado de los votos en un contexto de convivencia comunitaria, bajo la guía de monjes de más edad. Las primeras líneas de la Regla benedictina exhortan al monje a escuchar con “el oído del corazón” las palabras del Maestro. Al finalizar el período de noviciado, los monjes, igual que los Jedis, son llamados a seguir avanzando en su vida espiritual a través de lo que ellos llaman una conversión de vida que dura toda su vida. De alguna manera, es un proceso continuo que no culmina hasta el fin de sus días, aun cuando el monje llegue a ser un maestro. Como parte de su vida comunitaria, es común que los monjes aprendan algún oficio relacionado con su rol dentro del monasterio: cocinero, jardinero y herborista, maestro, artesano, cervecero, iluminador o muchos otros oficios. Igual que ocurría con los Jedi, llegaba el día en que los aprendices, si se mostraban sabios y diligentes, asumían el rol de maestros.

Así como encontramos inspiración en las figuras de Obi Wan o Luke por cómo sortearon las turbulencias de su tiempo, también podríamos encontrar una fuente de inspiración en la antigua vida monástica, dentro de nuestro universo.

Me parece un hecho notable que parte del drama central de la saga de La guerra de las galaxias se desata cuando esta relación maestro-discípulo se corrompe o se quiebra. Esto se conecta con una coincidencia muy sugerente entre el monasticismo medieval y los Jedi: la amistad de alma. Entre los primitivos monjes irlandeses, tener un “amigo de alma”, o anamchara, era algo medular en su formación y espiritualidad. La expresión describía la relación de un monje o monja con su consejero espiritual, que no solía ser el superior ni el abad. Entablar una relación de este tipo implicaba una gran responsabilidad para el monje con más años en la vida religiosa; era algo que no se asumía con ligereza. El discípulo estaba obligado a seguir las enseñanzas de su amigo de alma y aceptarlo como guía de su vida espiritual. Un antiguo dicho de los monjes irlandeses afirmaba: “Un monje sin un amigo de alma es como un cuerpo sin cabeza”. Claro que este vínculo tan cercano puede romperse o caer en la manipulación cuando el mentor se aprovecha o incluso abusa de los jóvenes a quienes se supone que debe educar. Eso sucede con los Sith, a quienes se describe como el reflejo oscuro de los Jedi, ya que ellos buscan manipular los poderes de la Fuerza para alcanzar sus propósitos. Y vemos, a lo largo de la saga, el sufrimiento y quebranto que esto provoca en los jóvenes estudiantes víctimas de esa relación abusiva, como ocurrió con Anakin y Kylo Ren. Pero esta es la manera de actuar del lado oscuro de la Fuerza; no siguen ese camino los Jedi ni el monasticismo cristiano que es fiel a sus votos y visión.

Los votos de los Jedi y de los monjes cristianos tienen mucho en común, a pesar de algunas notorias diferencias. Ambos sostienen el compromiso con un estilo de vida frugal de modo que, dejando atrás toda preocupación por los bienes materiales y los vínculos familiares, persiguen la virtud y el crecimiento espiritual en obediencia a ideales basados en principios éticos. Ni los caballeros Jedi ni los monjes cristianos emprenden solos este camino, sino animados por sus hermanos y hermanas, unidos todos por un propósito común y lazos fraternales. Unos y otros cultivan la compasión y la caridad hacia los demás y reconocen la necesidad de aprender de maestros más experimentados antes de asumir ellos mismos ese papel. De unos y otros se espera obediencia a una fuerza que los trasciende; están llamados a estar atentos y vigilantes a lo que esa fuerza quiere y espera de ellos. Esto implica evitar caer en la trampa del falso orgullo y el mal celo, que es la gran tentación de los más calificados, tanto monjes como Jedis. Y ambas hermandades están llamadas a seguir un camino cuyo fin último trasciende los límites de la propia muerte.

La mayoría de los personajes del universo de La guerra de las galaxias no son Jedis. Y en mi propio universo, yo no soy un monje y me imagino que la mayoría de ustedes no están leyendo esto sentados en una celda monástica. Sin embargo, así como encontramos inspiración en las figuras de Obi Wan o Luke por cómo sortearon las turbulencias de su tiempo, también podríamos encontrar una fuente de inspiración en la antigua vida monástica, dentro de nuestro universo. Me gusta pensar que lo que me atrajo de La guerra de las galaxias, como adolescente, aquel domingo soleado de 1978, no fue mera fascinación cinematográfica, sino el estímulo para imaginar un estilo de vida espiritual y comunitaria que nos permite ver el mundo más allá de lo transitorio y efímero. De igual manera que es posible sentirnos conectados con los caballeros Jedi de una galaxia tan lejana, espero que podamos encontrar nuevas maneras de conectarnos con las tradiciones monásticas que han sostenido a tantas generaciones a través de tiempos turbulentos y de paz, y que así encontremos nueva esperanza en lo bueno de vivir una vida de virtud, comunidad y consagración.


Traducción de Nora Redaelli.