Una fresca mañana de otoño, en algún momento a principios de los pasados noventa, mientras conducía por la I-5 desde Los Ángeles hasta el Valle Central de California, una pieza de música empezó a sonar en mi mente. Como soy compositor, no era una experiencia inusual para mí, así que disfruté la intromisión de la melodía como la música de fondo para conducir relajadamente. A medida que los kilómetros iban quedando atrás, comencé a reconocer detalles: un coro, una orquesta sinfónica completa y percusión azteca. Fascinado me pregunté quién la había escrito… ¿Carlos Chávez? ¿Silvestre Revueltas? ¿Otro compositor mexicano? Aquello sonaba como una misa concierto. Escuché las palabras del Kyrie mezcladas con ritmos e instrumentación aztecas. Compositor tras compositor pasaron por mi mente antes de que se me ocurriera que lo que estaba escuchando era completamente nuevo; estaba siendo “compuesto” mientras lo escuchaba.
Cualquier artista daría la vida por tener una inspiración así. Entusiasmado, apreté el acelerador sin darme cuenta y pronto recibí el regalito de las luces estroboscópicas de la Patrulla de Autopistas de California en mi espejo retrovisor. Después de estacionar al borde de la ruta, busqué un trozo de papel para escribir la música que había estado escuchando en mi mente. Unos minutos más tarde —sosteniendo una multa por exceso de velocidad— continué más lentamente por el resto de la pendiente, en tanto mentalmente elaboraba la misa concierto que pasaría componiendo en los siguientes años: Misa azteca. Desde entonces, la obra ha sido interpretada a lo largo del mundo, desde el Vaticano hasta la ópera de Sydney. Pero durante los años transcurridos he estado reflexionando acerca de la belleza y el misterio que descubrí en lo que se volvió mi texto fuente: la poesía azteca.
Desde el comienzo de la composición de la Misa azteca, fui inspirado por el Réquiem de guerra, compuesto por Benjamin Britten en 1962, que combina la poesía de Wilfred Owen escrita en medio de la Primera Guerra Mundial con el texto de la Misa de difuntos de la liturgia romana. Decidí mezclar la poesía azteca con el texto de esa misa, con la finalidad de explorar los sentimientos religiosos presentes en ambas culturas, y contar una historia de la transformación espiritual y religiosa que aconteció en México, así como en la mayor parte de las Américas. Los aztecas fueron uno de los más de cincuenta pueblos indígenas —conocidos colectivamente como nahuas, hablantes de náhuatl— que habitaban el Valle de México al momento de la conquista. (Me refiero a azteca y nahua indistintamente para hablar de los pueblos que han vivido en esa área por más de mil años). Un aspecto importante de la cultura nahua fue su singular compilación de poemas canción transmitidos oralmente. El antropólogo John Bierhorst tradujo un amplio corpus de esta literatura náhuatl clásica en su libro, escrito en inglés y publicado en 1985, Cantares Mexicanos: Songs of the Aztecs. De los poemas canción recopilados por los frailes franciscanos, esta colección contiene casi un centenar. Los textos, que incluyen poesía cantada pre y posconquista, fueron recogidos de boca de los ancianos indígenas entre 1558 y 1561, solo cuatro décadas después de la caída de México en manos de Hernán Cortés.
En las páginas de Cantares Mexicanos busqué textos que reflejaran cada movimiento de la misa. No fue difícil encontrar equivalentes aztecas que se correspondieran con la mayoría de los temas: el Kyrie (“Señor, ten piedad”) trata del perdón del pecado, en tanto el Gloria (“Gloria a Dios en las alturas”) trata de la alabanza. No me costó incorporar a la composición poemas referidos a esos temas. Sin embargo, cuando empecé a componer el Santo (“Santo, Santo, Santo es el Señor del universo”) y me puse a buscar textos que capturaran el tema de la santidad, otro mundo se abrió ante mí.
En la filosofía y poesía nahuas, la santidad es un lugar real, un paraíso florido. Vislumbramos ese otro reino a través de las flores, que sirven como símbolos de la belleza terrenal, un gesto hacia la realidad divina. Las flores, en su belleza, emanan lo santo, y cantar —¡especialmente acerca de flores!— era la expresión artística más importante de esa santidad según la cosmovisión nahua. Pero la poesía nahua no es fácil de comprender. Los franciscanos estaban desconcertados ante esos poemas canción oscuros y esotéricos que consideraban intraducibles. El antropólogo e historiador mexicano Miguel León-Portilla se refirió a esa aporía en Cultura y pensamiento aztecas (1967), argumentando que los pueblos de la Mesoamérica de la preconquista expresaban sus ideas filosóficas con un estilo altamente específico desde el punto de vista metafórico y poético. Esta fusión, un género llamado in xochitl in cuicatl, “flor y canción”, junto con la propia lengua náhuatl, expresa la filosofía nahua. De hecho, la palabra nahuatl significa “claridad” y describe una cultura completa dedicada a la claridad y a la verdad filosóficas.
Durante miles de años, los sabios indígenas nahuas llamados tlamatinime, o los doctos, componían poemas canción acerca de la naturaleza de la verdad y la realidad. Se los dictaban a los tlacuiloque, artistas de gran habilidad que preservaron los poemas en escritos ilustrados que hacían las veces de dispositivos mnemotécnicos para ayudar a los tlamatinime a memorizar y cantar sus poemas a los reyes en rituales públicos. Tal como lo expresa León-Portilla:
Los hombres sabios no creían que pudieran formar imágenes racionales de lo que está más allá, sino que estaban convencidos de que, a través de metáforas, por medio de la poesía, la verdad era accesible… Solo a través de la metáfora y de la poesía podían manifestar algo de verdad acerca de, y por lo tanto comunicar con, lo divino.1
Los tlamatinime creían en la existencia de una conexión entre lo bello y lo divino, y empleaban el símbolo de la flor para abrir el portal entre ellos. Las flores y las canciones, por lo tanto, apenas pueden diferenciarse:
Mis flores no dejarán
de vivir;
mis canciones nunca cesarán;
yo, un cantor, las entono;
ellas se propagan, están
esparcidas.
¿Hay, por ventura, alguna verdad
en estas palabras nuestras?
Todo se parece tanto a un sueño, solo nos despertamos del sueño,
Solo en la tierra nuestras palabras permanecen.
La filosofía nahua sostiene que la verdad, como la belleza, debe ser trascendente y eterna, y las flores se vuelven metafóricamente representativas de ambas, el plano divino donde la verdad puede ser encontrada es el paraíso floral. Esta noción tiene su origen en la cultura madre de Mesoamérica, los olmecas, cuyo arte notablemente se distingue por un motivo recurrente de cuatro puntos en torno a un elemento central, los cuatro puntos cardinales que cruzan un eje central que se extiende verticalmente hacia el cielo, también llamado axis mundi. Sus planos entrecruzados conectan, de manera imaginativa y en tres dimensiones, lo mundano y lo eterno. En Mesoamérica, la conjunción del axis mundi a menudo se manifiesta como una flor de cuatro pétalos. Los arqueólogos, antropólogos y lingüistas observan que este mundo floral, en tanto tema solar, espiritual y religioso, no solo prevalece en toda Mesoamérica, sino a lo largo del sudoeste estadounidense. La imagen siempre presente de la flor de cuatro pétalos junto con los poemas canción de los tlamatinime son prueba de una creencia en los aspectos trascendentales de la belleza.
La noción nahua del paraíso floral tiene una sorprendente resonancia en la idea platónica de las formas: que hay un ideal de perfección en nuestra mente y en nuestro corazón. Por ejemplo, tenemos una imagen de una flor perfecta en nuestra mente y, a partir de ella, podemos juzgar cuál de las dos rosas es más bella. De ese modo, la belleza terrenal desencadena el recuerdo o el sentido de la belleza divina. El papa emérito Benedicto XVI describe este “recuerdo” de lo divino como un proceso de participación trascendental, una propensión humana a ir hacia la trascendencia, una “constitución divina de nuestro ser”, alejada de nosotros mismos. La belleza, como la verdad, es una realidad metafísica y trascendental; nuestra experiencia de ella puede elevarnos del mundo material hacia un encuentro con el propio ser, o la suprema fuente de belleza: Dios. Benedicto concuerda con Platón y con San Agustín en lo que respecta a que un encuentro con la belleza nos conduce a ese reino trascendental. La belleza es, como el papa Juan Pablo II describe en su encíclica, el veritatis splendor, el esplendor de la belleza.
La idea mesoamericana de santidad considera las flores exactamente como ese punto de contacto con lo divino, y los tlamatinime estaban preocupados por la búsqueda de la verdad a través de —vía— la belleza. El primer poema canción en Cantares Mexicanos, el Cuicapeuhcayotl, cuyo título podría ser traducido ya como “El comienzo de las canciones” o “El origen de las canciones”, es preeminente entre ellos. Resume la búsqueda de la verdad por parte del hombre, aunque de un modo particularmente mesoamericano. Lo que sigue es el primer poema:
Pienso en mi corazón, ¿dónde recogeré las flores sagradas y fragantes?
¿A quién preguntaré?
De verdad deseo preguntarle al colibrí de oro, al honorable colibrí de jade, deseo
preguntar a la mariposa turpial.
De verdad, ellos saben dónde brotan las sagradas y fragantes flores:
Deambulo aquí, por el bosque de trogones,
De verdad deseo deambular por el bosque de flores y cisnes rosados
Allí pueden reunirse, mientras el rocío brilla a la luz del sol,
Allí florecen.
¿Quizá las encuentre allí?
Si ellos me las muestran, llenaré mi tilma y con ellas saludaré a los nobles, con
Ellas haré felices a los señores.
No puede ser coincidencia que el hecho que finalmente hizo que las Américas se convirtieran al cristianismo involucrara rosas y una tilma: la historia de San Juan Diego y la aparición en el cerro del Tepeyac en 1531. En esa aparición mariana, que muchos atribuyen a la conversión de México, no solo la Virgen de Guadalupe se apareció a Juan Diego y le habló en su lengua náhuatl, sino que le ofreció una señal de su bendición: unas rosas como nunca Juan Diego había visto, que crecían milagrosamente. Tal como dice el poema nahua ya citado, la Virgen María colmó la tilma de Juan Diego —su capa— de rosas, dejando con ellas una impresión milagrosa de su imagen. Aunque esta aparición transformaría la cultura mexicana, preservó y acogió como verdadero lo que los tlamatinime desde hacía mucho habían percibido en su poesía: la santidad puede revelarse a través de las flores, la verdad se puede encontrar a través de la belleza.
Los nahuas buscaban la fuente principal de la verdad a través de la belleza, y en mi vida, yo también lo he hecho. Un día de 2008 me encontré subiendo las escaleras de la iglesia cercana a mi casa. Entre sus paredes sonaban preciosos compases de cánticos y motetes antiguos que me llamaban a regresar a la iglesia de mis padres. Una casi olvidada forma de la misa me atrajo de nuevo hacia la fe, con una belleza musical y un ritmo de oración y añoranza que resuenan a través de los siglos. Del mismo modo en que los nahuas fueron atraídos a Dios a través de la magnificencia de su antigua poesía floral, yo fui reconducido a Dios a través del esplendor de la misa tridentina, que ha permanecido relativamente incambiada a lo largo de los siglos; una belleza antigua que señala lo trascendente.
Es en el seno de esta tradición donde he comenzado a resolver las preguntas más profundas que surgieron mientras escribía mi Misa azteca, y buscaba el tema de la santidad en la poesía nahua. Por cuanto, ¿qué es el Santo, sino una eterna canción que alaba la fuente de la verdad y la belleza infinita? Como canta el antiguo poeta:
Ciertamente, es en otro lugar del más allá donde la verdadera alegría se encuentra…
De verdad hay otra vida en el más allá.
Deseo ir allí, deseo cantar entre
la multitud de preciosos pájaros.
Deseo disfrutar las sagradas flores.
Las flores fragantes, las que agradan al corazón
Solo su fragancia embriagante nos hace felices, su fragancia embriaga.
Acerca de la artista: Isabel Santos es una mexicana de ascendencia indígena, del estado de Guerrero. Su lengua madre es el náhuatl, la lengua nativa de los aztecas. La tradición de hacer papel amate y usarlo para documentos y obras de arte ha sido mantenida viva desde la época azteca. Santos creció en un hogar de artesanos. Su madre y su abuela también fueron artistas en papel amate. Explora más obras de Santos y otros artistas indígenas de México en etsy.com/shop/MexicaMexico.
Traducción de Claudia Amengual
Notas
- N. de la T.: Los fragmentos y poemas extraídos del texto de John Bierhorst y del texto de Miguel León-Portilla, así como todos los poemas citados, son una traducción libre al español del artículo original escrito en inglés.