Una noche de enero de 1536, en Viena, el maestro de escuela Jeronimus Käls y dos amigos fueron arrestados en un bar después de haberse rehusado a formar parte de un juego de beber. Su negativa había levantado la sospecha de que fueran anabautistas, parte del ala radical de la Reforma. Por mandato imperial, el anabautismo era un delito que se castigaba con la muerte. “¡Alabado sea Dios, ciertamente somos los hombres correctos!”, dijo Jeronimus a los oficiales que dos horas más tarde llegaron para llevárselos.
Jeronimus y sus amigos pasaron los siguientes tres meses en prisión, donde un grupo de jueces y clérigos los interrogó acerca de sus creencias, incluyendo la no violencia y la comunidad de bienes. Un juez compasivo solicitó a Jeronimus que se retractara, urgiéndolo a que pensara en su esposa e hijos. Cuando ese esfuerzo no dio frutos, los tres hombres fueron sometidos a torturas reiteradas y mantenidos en celdas separadas para evitar que hablaran entre ellos. Pero ellos encontraron el modo de burlar las restricciones de sus carceleros: cantando.
“Me regocijo con todo el corazón cuando los escucho cantar en el Señor, especialmente a ti, mi querido hermano Michael, cuando cantas los cantos de la tarde”, escribió Jeronimus a sus compañeros de prisión y luego se las ingenió para persuadir a un guardia de hacer circular la carta entre ellos. “Puedo entender casi todas las palabras si están sentados junto a la ventana y escucho con atención… Me encanta escuchar a cada uno de ustedes, por cuanto me regocijo cuando escucho la canción de Jerusalén ser cantada, hermanos queridos. El solo hecho de que hiera tanto a Satanás es una señal inequívoca de que le está agradando a Dios; por cuanto ellos creen que nos han impedido hablar y consolarnos unos a otros. ¡Así que gritemos hasta quedar roncos!”.
Cuando no estaba cantando, Jeronimus componía canciones. Se las arregló para enviar una de sus canciones a su esposa, Traindel, para que la compartiera con sus hijos. Era un acróstico de nueve estrofas formado a partir de su nombre, Jeronimus, en el que manifestaba su alegría por el privilegio de sufrir junto a Cristo.
Canciones como esta conformaron la red social de la Reforma radical, cuyos líderes clandestinos escribían relativamente poco a modo de teología sistemática. Lo que mantenía unido al movimiento, a pesar de los arrestos, los informantes y los miles de ejecuciones, era su cultura del canto: himnos, historias bíblicas versificadas y baladas referidas a los héroes de la fe.
Esas canciones eran solo una vertiente de un flujo musical enorme que se dio en la Europa del siglo XVI. Martín Lutero estimuló el canto como instrumento de cambio social y religioso, mediante corales e himnos compuestos para que el hombre y la mujer comunes acompañaran e impulsaran su Reforma. Pronto, los reformadores católicos, anglicanos y radicales se encontraron ofreciendo sus propios resurgimientos e innovaciones musicales. A medida que millones de personas se volcaban a la fe con un fervor nuevo, creaban una cultura participativa de hacer música que, a pesar de evolucionar y secularizarse, ha perdurado de varias formas durante cinco siglos.
Hoy en día, en muchos lugares, la cultura del canto heredada de la Reforma se mantiene robusta, a pesar de la presión ejercida por la industria de la música comercial. En Estados Unidos, el canto grupal permanece como la actividad artística más popular, y el número de personas de edad y contexto variado que participa en coros comunitarios está creciendo. Si bien es cierto que el número de coros de iglesia ha descendido a medida que más congregaciones adhieren a la música de adoración ejecutada por bandas, el hecho más notable es que casi la mitad de las 380,000 iglesias del país cuenta con un coro.
O así fue hasta que la pandemia de COVID nos golpeó. En la primavera de 2020, los coros de iglesia y los comunitarios dejaron de funcionar, las salas de conciertos apagaron sus luces y el canto congregacional se volvió potencialmente peligroso para uno mismo y para los otros. Fue como si las pesadillas prepandémicas de los profesores de música, feligreses, directores de coro y cantantes de pronto se hubieran vuelto realidad. Bajo confinamiento, vislumbramos cómo se veía un mundo sin producción de música comunitaria.
Para enfatizar la pérdida, de manera ininterrumpida se ha venido acumulando evidencia surgida de la investigación, que muestra los beneficios de la música comunitaria. Un estudio, por ejemplo, muestra el poder del canto grupal en la construcción de las relaciones sociales, algo nada menor cuando casi la mitad de los estadounidenses dice que se siente en soledad. Otro estudio documenta cómo el canto grupal ayuda a los niños a desarrollar su cerebro, sus emociones y sus pulmones. En los adultos parece resultar tan eficaz para producir una sensación de bienestar como hacer un ejercicio liviano, además de ser terapéutico para aquellos con demencia y mal de Parkinson. Tal como lo resume un artículo de Nature publicado en 2020:
Hay cada vez más evidencia acerca de que existe una amplia variedad de beneficios derivados de la participación en el canto grupal. El canto grupal puede ser tomado —literal y figuradamente— como una forma potente de “público saludable” creadora de una comunidad “ideal” que los participantes pueden posteriormente activar como un recurso positivo para la vida cotidiana.
Bueno, sí, eso ya lo sabía Platón mucho antes de que los científicos sociales aparecieran. Tal como escribió en La república: “La formación en música es muy importante, porque el ritmo y la armonía penetran en el elemento más recóndito del alma, y la afectan con más fuerza que cualquier otra cosa”. La música tiene un poder de acceso directo a nuestra vida emocional. Nos proporciona la capacidad de comunicarnos con otros de un modo que va más allá de lo que podemos conceptualizar o verbalizar. Por ese motivo, según Platón, la música virtuosa es vital en la construcción de una comunidad virtuosa.
Esa es una intuición ampliamente compartida entre las distintas culturas. El texto confuciano “Libro de la música”, incluido en el Li Ji (Libro de los ritos), que puede ser contemporáneo de Platón, relaciona de un modo similar una música bien ordenada con una sociedad bien ordenada:
Que la música logre su resultado completo y no habrá descontento. …La violenta opresión de las personas no surgiría; los príncipes aparecerían sumisos en la corte como huéspedes; no habría ocasión para las armas de guerra ni se recurriría a los cinco castigos; las personas comunes no tendrían aflicciones, y el hijo del Cielo no tendría razón para el enojo. Un estado tal de las cosas sería una música universal.
La tradición judía y la cristiana llevan esa misma idea incluso más lejos: la música comunitaria contribuye a moldear y construir el pueblo de Dios. Las escrituras hebreas en numerosas oportunidades llaman a la congregación de Israel a “cantar a Dios” y los salmos ocupan un rol central en la liturgia judía hasta el día de hoy. Las cartas del Nuevo Testamento a las iglesias primitivas repiten la misma orden: “… cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales” (Col 3:16).
Para los escritores cristianos de los primeros tiempos, cantar —junto con el acto de reunirse, el partir el pan, la oración en común, la imposición de manos y el saludo fraternal— es una acción física que ayuda a establecer la comunidad de creyentes. Al cantar juntos, individuos que pueden no ser parientes ni pares quedan unidos como un solo cuerpo.
Esta percepción resulta verdadera de un modo práctico. Crecí y aún vivo en una cultura donde el canto comunitario se siente como algo natural. Uno de los efectos colaterales de criarse en una comunidad del Bruderhof es que, cuando uno llega a los veinte, puede cantar de memoria unas dos mil canciones: canciones populares, espirituales, himnos, villancicos, viejos éxitos, canciones de protesta y fragmentos de los grandes oratorios de Händel, Bach o Mendelssohn. Esta memorización se da ya sea que a uno le gusten o no las canciones, a través de la repetición. En tanto iglesia anabautista, no tenemos un leccionario, ni un libro de oraciones ni demasiada liturgia. Pero cuando nos reunimos, lo que generalmente hacemos a diario, cantamos.
Sin embargo, cantar no es solo una forma de llenar los silencios incómodos cuando nadie tiene algo valioso para decir (con todo lo útil que eso resulta a veces). Lejos de ser accidental, se trata de un hábito comunitario que fue cultivado por las generaciones anteriores, por razones que Platón probablemente admitiría. Consideremos el libro de canciones de mi abuela, que aún guardo, copiado en papel barato en la década del cuarenta, cuando ella y su comunidad, refugiados del Tercer Reich, se abrían camino al establecerse en Paraguay. Cosido a mano y dañado por la lluvia, el libro contiene canciones para cada ocasión: para las estaciones y para el tiempo soleado o tormentoso, canciones de trabajar, canciones divertidas, canciones de cumpleaños, canciones sobre Jesús, canciones sobre María, oraciones, nanas y canciones para cantar cuando alguien muere, como sucedió con dos de sus nueve bebés.
Si la música puede moldear nuestra alma y nuestras comunidades, entonces importa dónde otorgamos este poder.
Ella, al igual que muchas mujeres del Bruderhof de su generación, copió a mano su ejemplar de la colección de canciones comunitarias en los momentos que robaba a sus tareas durante las semanas de licencia por maternidad. De vez en cuando, el color de la tinta cambia a mitad de página, quizá una marca de cuando el llanto de uno de sus bebés la interrumpía.
Estas son las canciones que ella cantaba a sus hijos, que mi madre nos cantó a nosotros y que nosotros cantamos a (y aún cantamos con) nuestros hijos. Los libros que mi abuela y otras madres de aquellos primeros años crearon son una prueba de que el don del canto comunitario no apareció de forma automática. Son la base de los libros de canciones impresos que la comunidad aún usa hoy.
Una de las canciones heredadas de la generación de mi abuela es un arreglo alegre de un proverbio alemán: “Donde las personas cantan, puedes relajarte con felicidad; las personas malas no tienen canciones”. Tiene una tonada pegadiza y el proverbio suena verdadero: si las personas están haciendo música, eso tiene que ser bueno. Pero el proverbio es falso, tal como sin duda sabían aquellos que habían huido de su patria para escapar de los nazis, que también entonaban canciones.
Platón también lo sabía. El hecho de que la música sea tan poderosa para moldear nuestra alma, creía, es precisamente lo que vuelve tan peligrosa a la mala música. La mala música alimenta vicios como la pereza, la embriaguez, la degeneración o la cobardía. Platón asociaba esto con determinados ritmos y armonías, los que propuso prohibir. De hecho, la sola música que deseaba permitir promovería el valor marcial o la templanza y la adoración adecuada.
Lutero, el gran músico de la Reforma, estaba de acuerdo con Platón, al menos acerca del principio general. Una de sus razones para componer sus gloriosos himnos fue reemplazar la “mala música” de su época, canciones populares profanas y romances cortesanos de los Meistersinger, que, según él, alimentaban la sensualidad. Con ese objetivo, su “cantica nova” frecuentemente se apropiaban de las melodías populares de las “antiguas canciones” que él buscaba extinguir.
Es divertido, y demasiado fácil, burlarse de los aspirantes a censores de la mala música. Después de todo, condenar géneros completos generalmente resulta un sinsentido. No podemos juzgar las desaparecidas melodías con escala mixolidia que Platón quería prohibir, pero aún podemos escuchar las canciones de amor del Renacimiento que Lutero desaprobaba. Son hermosas; algunas están en el libro de canciones de mi abuela. Campañas morales más recientes contra la música pop o punk o rap pueden lucir igual de mal con una mirada retrospectiva.
Y, sin embargo, Platón y Lutero no estaban del todo equivocados. Hay música que es mala para nosotros. Si la música puede moldear nuestra alma y nuestras comunidades, entonces importa dónde otorgamos este poder.
Así que, ¿cómo podemos elegir buena música y evitar la mala? Este es un asunto espinoso, pero atrevámonos a esbozar tres reglas prácticas. Primero: alguna música es mala por razones obvias. Por ejemplo, cuando es degradante, narcisista u obsesionada con la muerte. En este punto, Platón sostiene lo siguiente: las personas no deben alimentar su mente con “símbolos del mal, como si se tratara de una pastura de hierbas venenosas, no sea que pastando libremente y cosechando de muchas de ellas día tras día, poco a poco y totalmente de improviso acumulen y construyan una enorme masa de mal en su propia alma”. Debemos tener cuidado de no transformarnos en aquello que comemos.
En segundo lugar, hay una maldad que puede acechar en la música cristiana. Proviene de malinterpretar nuestros sentimientos estéticos y tomarlos como una experiencia de lo sagrado, pensando que uno está experimentando a Dios cuando, de hecho, uno se está experimentando a sí mismo. Obviamente, la música eclesial siempre ha buscado predisponer las emociones a la oración. Pero las expresiones religiosas no deberían ser utilizadas con ligereza, especialmente en el culto. La canción más sagrada puede volverse espiritualmente peligrosa si es cantada para lograr un efecto artificial, como un sustituto de la presencia del Espíritu que originalmente la inspiró. Por ese motivo la música religiosa no es necesariamente mejor para nosotros que la música profana y, a veces, puede ser peor.
Un tercer riesgo es particularmente moderno, y proviene no de la música en sí, sino de cómo interactuamos con ella. Es resultado de la pura omnipresencia de la música que ahora está disponible para ser consumida. Su presencia como una banda de sonido casi constante en nuestra vida cotidiana, gracias a los AirPods y Bluetooth y Spotify.
“Cada época”, escribe C. S. Lewis, “es especialmente buena para ver ciertas verdades y especialmente responsable por cometer ciertos errores”. En sus días, Platón recelaba de la capacidad de la música para producir emociones excesivas o decadentes. Nuestra época puede ser propensa a lo opuesto: el vicio de la apatía. Para usar las palabras de Roger Scruton, nosotros oímos la música, pero no la escuchamos. La música digital disponible es una tentación de distracción crónica para el alma, un hábito espiritual de superficialidad y falta de atención.
Afortunadamente, la solución para este último peligro es sencilla, aunque implica un esfuerzo: pasar menos tiempo consumiendo tonadas prefabricadas y más tiempo haciendo música. Supondrá una doble recompensa si hacer música es una actividad comunitaria: cantar con la familia, cantar en la iglesia, tocar un instrumento en un cuarteto de cuerdas, iniciar una jam session regular. Los reproductores multimedia portátiles tienden a aislarnos de la presencia física de otros. Pero compartir buena música juntos rompe el maleficio de aislamiento e incorporeidad. Construye amistad y comunidad. Puede crear un legado que nos sobreviva.
Cuando Jeronimus Käls envió a su esposa su canción-acróstico desde prisión, la acompañó con una carta de despedida que comenzaba diciendo “Mi querida esposa, mi muy amada Traindel”, y seguía:
Te envío una canción cristiana que cantaba con corazón sincero mientras estaba en prisión, a través del espíritu de Dios. Que el Señor te enseñe, también, a cantarla para su alabanza y gloria…
Agradezco a Dios por ti. Agradezco a mi Padre celestial quien, en su gracia, te entregó a mí y nos unió a través de sus fieles servidores. Ahora te he devuelto a él, mi regalo elegido de Dios, y con todo mi corazón te encomiendo al cuidado del Señor, junto con los niños que él, en su gracia, nos dio. …
Allí donde te haya hecho daño, perdóname por el amor de Cristo. … Saluda de mi parte a mi querido hermano Leonhard Sailer y pídele que te enseñe la tonada. Cántala por mí.
Poco después, Jeronimus murió junto con sus dos amigos. Fueron “quemados hasta ser reducidos a cenizas, en Viena, el viernes anterior al Domingo de Pasión”, según recuerdan las crónicas huteritas.
Traindel Käls debe de haber aprendido la canción y se la habrá enseñado a sus hijos y a otros. Veintidós años después y a casi mil kilómetros de distancia, otro anabautista, Hans Schmidt, la cantó mientras era conducido a través de las calles de Aquisgrán rumbo a su propia ejecución.
La canción de Jeronimus sobrevivió casi cinco siglos entre los descendientes de la comunidad anabautista a la cual él pertenecía. Forma parte del libro de canciones huterita que contiene las canciones con las que mi esposa creció junto a su familia en Dakota del Sur. En la actualidad, aún enseña a nuevas generaciones la alegría del costoso discipulado por el cual su compositor vivió y murió.
Los románticos pensaban que la música puede permitirnos comulgar directamente con el Absoluto, con Dios. La música no puede hacer eso, al menos no por sí sola. Pero tal como lo muestra la historia de Jeronimus y su canción, la música tiene un poder que apunta hacia lo eterno. Puede prepararnos para enfrenar nuestra propia condición de mortales con animado valor. Y puede conducirnos a una comunidad en la que los vivos participen en la misma canción que aquellos que se han ido antes y que aquellos que aún no han nacido. Esa es una razón suficiente para hacer música.
Traducción de Claudia Amengual