A muchos nos preocupa que, no importa cuán exitosa haya sido, nuestra vida se desvanecerá a nada y pronto se la olvidará. O tal vez temamos perder la mente, la memoria y la independencia. También tememos la soledad, el dolor y el sufrimiento. Muchos se preocupan de no haber vivido la vida como debieran haberla vivido. Pero todo esto se puede vencer. Envejecer no tiene que ser una cárcel de desánimo y desesperanza. Nos puede presentar oportunidades únicas, en las que el significado y propósito de la vida encuentran su cumplimiento, y donde podemos expresar el amor como siempre quisimos, pero que por alguna razón jamás habíamos sido capaces.
Nuestra sociedad ha perdido la perspectiva sobre el envejecimiento. Los adelantos en la medicina nos han dado un falso sentido de inmortalidad. Pareciera que pensamos poder vivir para siempre y nos enorgullecemos en estirar los límites de la edad, pero al hacer esto, expulsamos a Dios de nuestra vida. Al idolatrar la juventud, la vitalidad y la salud física, nos obsesionamos con aumentar el tiempo de vida, mientras que a Dios lo que le importa es profundizar el significado de la vida.
Existe toda una industria dedicada a ayudarnos a rebelarnos contra los síntomas físicos del envejecimiento. Los incontables cosméticos, fármacos y programas de ejercicio diseñados para los ancianos tratan de convencernos de que ser joven es la única manera de ser. Pero, siendo realistas, ya cuando llegamos a los setenta años, todos hemos comenzado a perder algunas de nuestras facultades. El cabello se nos pone canoso (si es que nos queda alguno), la piel se vuelve más arrugada y el paso más lento. ¿Por qué somos incapaces de aceptar esto?
No hay duda de que Dios nos acepta cuando envejecemos. En las Sagradas Escrituras queda meridianamente claro que Dios ama a los viejos y los tiene en alta estima. ¿No debiéramos nosotros hacer lo mismo? Una vida larga es una bendición de Dios y viene acompañada de una responsabilidad hacia la próxima generación.
Envejecer ciertamente conlleva una batalla porque tanto de lo que hemos conocido se está acabando. El poeta galés Dylan Thomas recogió esto en su famoso poema, «No entres dócilmente en esa buena noche», al escribir:
La vejez debería arder y delirar al concluir el día;
enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.
Se podría argumentar que la mayoría de nosotros estamos tratando de encontrar la paz en vez de la furia en la vejez, y a mi modo de ver, la luz nunca muere. Sin embargo, dar el todo hasta el último aliento es ciertamente algo a lo cual debiéramos aspirar. Esto es una paradoja: la muerte es el enemigo final, y tenemos que luchar contra ella con todas las fuerzas de la vida, no obstante, sabemos que Cristo ha vencido la muerte y, por lo tanto, no hay porqué temer.
Llegar a viejo puede ser un don, pero únicamente si nos entregamos al plan de Dios. Entonces podemos dejar de quejarnos acerca de las cosas que ya no podemos hacer y darnos cuenta que Dios está encontrando nuevas maneras de usarnos. Con este don de Dios podemos darles ánimo a muchos otros. Cuando encontramos la paz de Jesús, ésta reemplazará con creces las cosas que antes hacíamos para nuestra satisfacción personal. Aún con nuestras capacidades mentales y físicas reducidas, tenemos muchas oportunidades para trabajar por la humanidad y por el reino de Dios en la tierra al vivir los dos mandamientos principales de Jesús: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente» y «ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:37–39).
Este artículo está extraído del capítulo «Envejecer» del libro La riqueza de los años.