Dentro de cada uno de nosotros existe un anhelo por vivir en comunidad, por compartir lo que tenemos con otros. Dios nos ha creado como seres comunitarios, no como ermitaños. No importa si somos viejos o jóvenes, si estamos enfermos o saludables. Nos corresponde estar acompañados, y este compañerismo nos da plenitud. Naturalmente, esto es algo que sabemos de forma innata. Muchos veteranos me dicen que han regresado en múltiples ocasiones a servir en las fuerzas armadas en ultramar, motivados por el sentido de familia y comunidad que tenían con sus compañeros de armas. Ex miembros de pandillas también me han dicho que los lazos con su «familia de la calle» eran más fuertes que con su familia biológica. En las escuelas, los entrenadores y maestros a menudo encuentran que son los únicos que brindan una familia a sus estudiantes.
En tanto la sociedad se vuelve más fragmentada, con frecuencia son los viejos los que más sufren. Les duele la falta que les hace sentirse parte de una familia y de una comunidad. Según mi experiencia, nos hace falta vivir en entornos comunitarios, donde no solamente podemos ser atendidos, sino que podemos continuar contribuyendo, amando y compartiendo. En Gálatas se nos dice que debemos «ayudarnos unos a otros a llevar nuestras cargas, y así cumpliremos la ley de Cristo» (Gálatas 6:2). Esto significa dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y cuidar al enfermo.
Hay personas de todas las profesiones que sirven con gallardía durante años; pueden ser famosos, importantes y tener muchos amigos, sin embargo también son olvidados rápidamente en la vejez. Dios tiene una medida diferente del valor humano. A medida que vamos envejeciendo, debemos reconsiderar cómo valoramos las contribuciones de cada uno. No tenemos que sobresalir ni ostentar nuestros logros ante los demás.
Charlie Simmons halló una nueva felicidad en su vejez, en una forma simple. Sus contribuciones a la sociedad no eran grandes, pero sí eran importantes. Residente de toda la vida de la ciudad de New York, se mudó al norte del estado después de su carrera como chofer de camiones y autobuses. Después de que falleció su querida esposa, Margie, comenzó a compartir con nosotros durante la cena y los servicios religiosos.
No pasó mucho tiempo antes de que Charlie se sintiera completamente en su casa. No perdió ni una oportunidad para señalarles a las personas la paz y alegría que había encontrado en su fe sencilla, como la de un niño, y se daba cuenta cuando otra persona estaba atravesando un mal día. A menudo decía que mantenía un perfil bajo, pero lo decía riéndose, ya que sabía que nada podría estar más lejos de la verdad: medía más de seis pies de altura, prefería proclamar lo que fuera a los cuatro vientos y no soportaba cuando la gente susurraba. Le gustaba decirle a la gente en voz alta: «tú cantas muy bien», «te ves bien para tu edad», o «¡me parece que has bajado de peso!».
Le encantaba contar historias, como la de la ocasión en que se comió treinta y cuatro panqueques en una competencia y tuvo que «descargarlos» detrás de un árbol camino a su casa —alegaba que el árbol estaba creciendo asombrosamente bien a causa de ello— o cuando se durmió durante la colecta en la iglesia y de todos modos le sacaron el cheque del bolsillo. Pero se encontraba en su mejor forma cuando se acercaba a los demás: regalándoles flores, helados o manzanas de la localidad para su cumpleaños o aniversario.
Charlie sentía un amor profundo por Jesús. Después que comenzó a asistir a nuestra iglesia, conversé con él en muchas ocasiones acerca del bautismo de adultos y el perdón de los pecados. Tampoco tenía ningún temor de dar testimonio de Jesús. Durante los servicios de la iglesia siempre respondía con un «amén» en voz alta cuando alguien predicaba. Y siempre que cantábamos un himno, invariablemente concluía el último verso con un fuerte «¡alabado sea Dios!»
Charlie me demostró cuán fácil puede ser combatir la soledad y la depresión. Las posibilidades son ilimitadas. ¿Hay algún niño cerca de ti que necesita compartir individualmente con un adulto? Invítalo a jugar un juego, ayúdalo con la tarea escolar, o léele un cuento. Puede ser que a una vecina anciana le haga falta alguien que la acompañe a una cita, o tal vez sólo le haga falta que alguien se acuerde de ella con una tarjeta en su cumpleaños. Es sólo cuando nos aferramos al pasado, y utilizamos nuestra antigua medida para valorarnos a nosotros mismos, que nuestros cuerpos nos parecen decrépitos ante la comparación. Si fijamos la atención en lo que podemos dar, y no en nuestras limitaciones, seríamos capaces de aceptar nuestro nuevo rol.
Este artículo está extraído del capítulo «Combatir la soledad» del libro La riqueza de los años.
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