En los días previos a la invasión rusa a Ucrania, a medida que el miedo crecía en los informativos, las proyecciones militares y los preparativos de las ONG, algo extraño sucedió: unas personas comenzaron a reunirse, a menudo en público, para cantar. En un video que todo el mundo vio, una multitud de cristianos ucranianos se congregó en una entrada de metro en Kiev y cantó el himno espiritual “Oración por Ucrania” mientras otros pasaban en una carrera desenfrenada antes de que la guerra impactara en la ciudad. Aquellos de nosotros que observábamos a distancia quizá registramos una disonancia cognitiva entre el presagio de cataclismo y la extrañamente pacífica multitud, que no parecía afectada por el caos alrededor. Pero para aquellos cristianos ucranianos en el metro, cantar era más que una mera catarsis o una distracción. Era el ingreso hacia una actitud de expectación y esperanza, un compromiso con una práctica de la iglesia primitiva que muchos de nosotros hemos olvidado: la creencia de que la totalidad del orden creado está hecha para la música y que cantar es prepararse para el fin del mundo.
Los primeros cristianos esperaban que Cristo regresara pronto y restaurara el mundo. La encarnación inició una nueva relación entre el mundo y Dios, y en el sacrificio pascual de Cristo en la cruz el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Los ritos y los rituales reservados para el sanctasanctórum ahora rezumaban hacia el mundo, y cada actividad dentro de la creación, desde los patrones de oración hasta el movimiento del sol y la luna, se impregnó de sentido litúrgico. Robert Taft escribe que en el culto de la iglesia primitiva “toda la creación es un sacramento cósmico de nuestro Dios salvador. (…) Para el cristiano, todo —incluyendo la mañana y el atardecer, el día y la noche— puede ser un medio de comunicación con Dios”.
Para preparar el momento en que Cristo regresara y perfeccionara la obra, los cristianos cantaban. Algunos de los primeros himnos reflejan ese motivo cósmico. Un ejemplo de esto es el himno de Oxirrinco de finales del siglo III, el registro más antiguo del himnario cristiano acompañado de notación musical. Aunque el texto solo se ha conservado en fragmentos debido a que el manuscrito está muy deteriorado, el fragmento que sobrevivió es sorprendente: “… todas las espléndidas creaciones de Dios… no deben guardar silencio ni deben permanecer ocultas las estrellas que son fuentes de luz… Todas las olas de los estruendosos ríos deben alabar a nuestro Padre y a su Hijo y al Espíritu Santo, todos los poderes responderán…”. Para los primeros seguidores de Cristo, toda la creación se volvió un llamado de alabanza, y cada acto de alabanza se volvió una participación en la parusía, la segunda venida. Incluso cuando los primeros cristianos se daban cuenta de que el regreso de Cristo no necesariamente se produciría durante el lapso de su vida, mantuvieron la idea de que la segunda venida no ocurriría en un tiempo futuro, sino que era un hecho en curso aquí y ahora. Jesús se aproximaba rápidamente; incluso toda la creación gemía a la espera, como se dice en Ro 8:22. Cantar era gemir con ella.
Y había una razón para gemir. Los cristianos enfrentaban la constante amenaza de la persecución y la muerte, y eran dolorosamente conscientes de que la vida pasaba velozmente y había poco tiempo. Ya fuera que Cristo regresara o que ellos se encontraran de pronto en su presencia debido al martirio, para esos primeros creyentes su época, con todas sus tribulaciones, estaba pasando, y el tiempo del reino estaba cerca. La naturaleza se volvió una metáfora viva de ese pasaje de una época a la siguiente, y las progresiones de la luz natural al amanecer y al atardecer adquirieron una potencia escatológica. Cipriano, un obispo de Cartago, que vivió en el siglo III y fue martirizado bajo el poder de Valeriano, hace esta conexión en Tratado sobre el padrenuestro,e instruye a los cristianos acerca de la necesidad de orar al amanecer y al atardecer:
Por cuanto Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, a medida que el sol y el día del mundo se desvanecen, cuando oramos y pedimos que la luz vuelva a salir sobre nosotros, oramos por la venida de Cristo para proveernos con la gracia de la luz eterna.
La ejemplificación de esta práctica es uno de los himnos más celebrados de la tradición cristiana y uno de los primeros: el “Gloria in excelsis Deo”. Apoyándose en el canto angelical a los pastores en Lc 2:14, esta vibrante aclamación, que con el tiempo se volvió un aspecto integral de la misa, comenzó como un canto de alabanza a Dios por la luz naciente del amanecer. Entre las sombras de la aflicción e incluso de la aniquilación, estos patrones de oración, hechos canción y colmados de la importancia de la iluminación creacionista, señalaban a Aquel en quien la esperanza podría ser verdaderamente depositada.
El siglo IV introdujo una dimensión nueva y complicada a la vida cristiana. Con el Edicto de Milán del año 313, el cristianismo se lanzó a las aguas desconocidas de la aceptación social extendida. Luego de décadas de la persecución más intensa en la historia de la iglesia, de pronto, el cristianismo no solo se volvió legal, sino deseable en tanto identidad religiosa. La fe cristiana se integró al sistema y, con ella, todos los patrones de esperanza escatológica experimentaron un cambio abrupto. Ya no existía aquella urgencia, precipitada por la persecución y la muerte, para presionar a los cristianos a la oración expectante. En su lugar, se instaló un nuevo peligro: la calma de la pasividad. ¿Cómo podía la iglesia infundir la anticipación hecha tan real en la oración diaria de los primeros tres siglos?
Una respuesta llegó a través de la proliferación de las comunidades monásticas, que adoptaron un estilo de vida ascético, a menudo en sitios remotos, y conformaron “reglas de vida”. Esas comunidades continuaron practicando la oración diaria como una disciplina de sus votos, bajo la influencia de los padres y madres del monacato tales como Antonio Magno, cuya vida se perfiló en la iglesia occidental a través de Vida de Antonio, de Atanasio; y Basilio el Grande, cuyo emplazamiento monástico en Capadocia estableció un precedente de vida comunitaria, oración y misticismo que continúan hasta nuestros días, especialmente en Oriente. Para la amplia mayoría de los cristianos, sin embargo, esta vocación única permanecería fuera de su alcance. ¿Cómo debía responder la iglesia a los desafíos de vivir en un imperio repleto de vicios mundanos y excesos materiales?
Junto con la práctica monástica, estudios recientes han identificado otra tradición que académicos como Taft llaman el “oficio catedralicio” de la oración, que habría sido destinada al laicado. A diferencia del monacato, que establecía un patrón de oración obligatoria a horas establecidas a lo largo del día, esta función catedralicia se centraba en el amanecer y el atardecer. Al igual que sus precursores, se dedicaba a la oración diaria como una expectación de Cristo, a quien consideraba presente en el signo del sol saliente o poniente. A la hora del atardecer, a medida que las sombras se extendían, se debía encender una lámpara a la congregación para ser bendecida. La práctica, llamada Lucernarium, tenía una larga historia en todo el mundo mediterráneo, en varias creencias religiosas y culturales. Y, aun así, los cristianos transformaron la convención en un potente signo de adoración: en esa llama reconocían a Cristo, la verdadera luz del mundo, cuya luz, con el paso del tiempo, sustituiría al mismo sol. Y la respuesta a ese signo, el medio a través del cual los cristianos podrían participar en esa luz y volver su significado real en su vida, era cantar.
El ejemplo más común de esto era el himno para encender las lámparas en Oriente, el Phos hilaron, que aún se canta en la liturgia de las vísperas de la iglesia ortodoxa:
Oh, luz apacible de la santa gloria del Padre inmortal, celestial, santo y bendito Jesucristo. Al llegar a la puesta de sol y viendo la luz vespertina, cantamos a Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Digno es en todo tiempo cantarte con voces propicias, oh, Hijo de Dios, el Dador de vida; por todo lo cual el mundo te glorifica.
Al cantar este himno, los cristianos se volvían parte del signo vivo de la luz de la lámpara del Lucernarium, ingresando a la esperanza escatológica presente y pronta a ser.
Cristo iluminó el camino no solo en la persecución y el consuelo, sino también en la muerte. En un pasaje culminante de la biografía de su amada hermana Macrina, Gregorio de Nisa la describe junto a su lecho, donde, incluso mientras ingresa a las últimas horas de su vida, ve y responde al Lucernarium:
Mientras tanto, la noche había caído y alguien trajo una lámpara. De inmediato ella abrió la órbita de sus ojos y miró hacia la luz, deseando repetir el agradecimiento cantado en el encendido de las lámparas. Pero su voz se quebró y ella completó su intención en el corazón y moviendo las manos, en tanto sus labios se movían de acuerdo con su deseo interior.
Gregorio parece decir que, para Macrina, el himno del encendido de las lámparas dicho al atardecer, la prepara para ingresar al alba de su resurrección en el cielo.
Desde el otro lado del Mediterráneo nos llega una historia sorprendentemente similar de otro santo bienamado, esta vez referida al Deus creator omnium, un popular himno vesperal occidental del siglo IV, comparable con el Phos hilaron, escrito por Ambrosio. En sus Confesiones, Agustín narra su intento de no afligirse públicamente por la muerte de Mónica, su madre, a pesar de que su tristeza lo deja destrozado. En medio de ese malestar, Agustín recuerda el himno de Ambrosio:
La amargura de mi pena no exudaba de mi corazón. Luego dormí, y al despertar descubrí que mi pena no se había aliviado ni un poquito. Y mientras yacía solo en mi cama, vinieron a mi mente aquellos verdaderos versos de tu Ambrosio, porque tú eres:
Deus creator omnium,
Polique rector, vestiens.
Al recordar estas palabras, Agustín finalmente llora y cae en los brazos consoladores y compasivos de Dios. Al reflexionar acerca del himno de las vísperas, Agustín es capaz de aceptar la pena como la respuesta correcta ante la muerte, y ver a Dios como aquel en quien todos los finales al romperse la penumbra de la creación, incluyendo la muerte, no son verdaderos finales.
En menos de dos siglos, la estabilidad ganada en aquellas primeras décadas del siglo IV sería hecha jirones: el imperio, que iba hacia su decadencia, sería destruido; Roma sería saqueada y, una vez más, los cristianos serían obligados a contemplar las sombras de la época que les tocaba vivir y la esperanza del regreso de Cristo. Mirando atrás, se vuelve claro cuán importante habrá sido para aquellos cristianos mantener viva esa fe.
También en nuestros días, las sombras de la muerte, la enfermedad y la injusticia aún acechan en los rincones, incluso cuando las comodidades, los avances tecnológicos y la prosperidad buscan distraernos y satisfacernos. ¿Cómo estar alertos y listos para la venida de Cristo?
Si afinamos el oído, podremos oírlo en el canto de los primeros cristianos, cantando salmos mientras eran conducidos al martirio; podemos oírlo en el himno del encendido de las lámparas cantado por los capadocios durante el siglo IV; y podemos oírlo en nuestra propia época en esos ucranianos que cantaban su canción devota ante la calamidad inminente. Cantar como un cristiano no significa negar o evitar las derrotas del mundo en una suerte de escapismo. En lugar de eso, se trata de meterse en medio de ellas y declarar que, a pesar de que las tinieblas puedan parecer fuertes, una luz que las tinieblas no pueden comprender brilla en esas tinieblas (Jn 1:5); y que, con el paso del tiempo, erradicará para siempre las tinieblas. En la canción, los signos de la venida de Cristo continúan brillando con fuerza para aquellos que tienen ojos para ver, oídos para oír y pulmones para cantar.
Traducción de Claudia Amengual