Dame, hijo mío, tu corazón y no pierdas de vista mis caminos. —Proverbios 23:26
En el fondo, ¿qué quiere el Señor de nosotros?: nuestros corazones. Actuar o vivir un poco decentemente aquí y allá, sentirnos bien con nuestras virtudes y logros, andar por la vida siendo admirados, nada de esto es lo que el Señor quiere. Dios quiere tu corazón, te quiere a ti, a tu ser verdadero. Lo que importa en definitiva es que lo ames a él, que es misericordioso, y que él tenga todo tu corazón.
El corazón que se esfuerza por el bien busca a Dios. Tal corazón se hace feliz por el milagro de su gracia. La gracia de Dios siempre se concede al corazón que lo busca, y cuando llega el auxilio, tu corazón será inundado con más amor, y te sentirás liberado de todo lo que te ata y te impide ser auténtico. Serás verdaderamente gozoso, podrás dar o retener libremente todo lo que pida el Espíritu. Ya no sentirás la necesidad de compararte a nada ni a nadie, porque tu amor por Dios, a quien perteneces, te hará mantenerte firme. Tu corazón latirá por lo que agrada a Dios, y se dolerá por todo lo que se haga contra él.
Feliz y seguro es aquel que ha dado todo su corazón a Dios. Qué simple es esto si solo miramos a Jesús, el Hijo de Dios y nuestro hermano, cuyo corazón puro se extiende hacia nosotros.
Si no das tu corazón a Jesús, eventualmente quedarás desconcertado con lo que la vida te da, especialmente cuando las cosas andan mal o cuando tengas que sufrir. No podrás discernir hacia dónde Dios te está guiando. Y serás tentado a murmurar, quejarte y amargarte. No solo verás las cosas desde una perspectiva humana, sino que te arriesgarás a caer en la duda y la incredulidad. Toda tu bondad, todo tu esfuerzo espiritual, quedará en la nada.
Feliz y seguro es aquel que ha dado todo su corazón a Dios.
Dios quiere que te regocijes en su voluntad, así que acéptala con humildad y agradecimiento. Cuando posea tu corazón, te guiará, no por las circunstancias ni por eventos convulsos que te presionan, sino por su Palabra. Sabrás cómo aceptar lo que Dios te envía, porque habrás dejado de tener una voluntad independiente y de actuar por tu cuenta.
Aprende a darle de nuevo a Dios tu amor y tu corazón cada día, para que sus caminos, aunque sean duros, no parezcan extraños ni desagradables. Rinde tu corazón y deleita tus ojos en sus caminos, sin importar lo que pueda o no pueda sucederte.
Traducción de Raúl Serradell
Este artículo es un capítulo del libro El Dios que sana.