Fue su sabiduría la que te hizo necesitar el sol. Fue su bondad la que te hizo necesitar el mar. Percibe lo que necesitas, así disfrutarás de ambos. Considera cuánto los necesitas, pues de ahí deriva su valor. Supón que el sol se apagara o que el mar se secara. No habría luz, ni belleza, ni calor, ni fruta, ni flores, ni jardines agradables, ni fiestas, ni posibilidades anticipadas, ni vino, ni aceite, ni pan, ni vida, ni movimiento. ¿No darías todo el oro y la plata de las Indias por un tesoro así? Valóralo ahora que lo tienes, a ese precio, y serás una criatura agradecida. No serás una persona divina ni celestial, porque los que están en el cielo valoran las bendiciones cuando las tienen. En la tierra, cuando las tienen, no las aprecian; en el infierno, las aprecian cuando no las tienen.

Tener bendiciones y valorarlas es estar en el cielo. Tenerlas y no valorarlas es estar en el infierno, diría yo, en la tierra. Valorarlas y no tenerlas es estar en el infierno. Lo cual es evidente por los efectos. Apreciar las bendiciones mientras las tenemos es disfrutarlas y el efecto de ello es satisfacción, placer, agradecimiento y felicidad. Apreciarlas cuando ya no están, es envidia, codicia, repugnancia, ingratitud, vejación y miseria. No sería un gran error decir que tener bendiciones y no apreciarlas es estar en el infierno, porque las hace ineficaces, como si estuvieran ausentes. Sí, en algunos aspectos es peor que estar en el infierno. Es más vicioso y más irracional.

John Brett, El canal de la Mancha vista desde los acantillados de Dorsetshire, óleo sobre tela, 1871.

Los que en la tierra no quieren ver sus necesidades desde la eternidad, en el infierno verán sus tesoros hasta la eternidad. Las necesidades aquí pueden ser vistas y disfrutadas, los goces allá serán vistos, pero deseados. Las necesidades aquí pueden ser bendiciones; allá serán maldiciones. Aquí pueden ser fuentes de placer y acción de gracias, allá serán fuentes de aflicción y blasfemia. Ninguna miseria es mayor que la de carecer en medio de los goces, de ver y desear sin poseer. Contemplar a otros felices, siendo nosotros mismos vistos por ellos en la miseria. Los que miran al infierno aquí, después podrán evitarlo. Aquellos que se niegan a mirar el infierno en la tierra, para considerar los tormentos de los condenados, se verán obligados en el infierno a ver la tierra y recordar la felicidad que tenían cuando vivían. El infierno mismo es una parte del reino de Dios, es decir, su prisión. Es apropiado mencionarlo mientras se disfruta del mundo. Y los felices lo disfrutan como parte del mundo.

La miseria de los que tienen y no aprecian, difiere de la de otros, que aprecian y no tienen. Los unos son más odiosos y menos sensibles, más necios y más viciosos; los sentidos de los otros son excesivamente agudos y fácilmente provocados, sin embargo, no son tan necios y odiosos como los primeros. El uno quiere ser feliz y no puede, el otro puede ser feliz y no quiere. Los unos son más viciosos, los otros más miserables. ¿Pero, cómo puede ser eso? ¿No es más miserable el más vicioso? Sí, es cierto. Pero aquellos que no aprecian lo que tienen están muertos; sus sentidos están dormidos, cuando llegan al infierno se despiertan y es entonces cuando comienzan a sentir su miseria. El más odioso es el más miserable y el más perverso es el más odioso.

Son enseñanzas profundas las que salen del infierno y documentos celestiales los que bajan desde lo alto. En la tierra no aprendemos más que vanidad: la gente sueña, holgazanea, vaga y se inquieta en vano, para hacer espectáculo, pero no aprovecha lo que tiene, las personas no aprecian las bendiciones que han recibido. Apreciar lo que tenemos es una enseñanza profunda y celestial. Nos hará justos y serios, sabios y santos, divinos y bienaventurados. Nos hará escapar del infierno y alcanzar el cielo, porque nos hará cuidadosos de agradar a aquel de quien hemos recibido todo, para que podamos vivir en el cielo.


Traducida por Coretta Thomson de Thomas Traherne, Centuries of Meditations, ed. Bertram Dobell (London: Bertram Dobell, 1908), 32–34.