“¿Votaste en contra del aborto? ¡Solo eso!”
“Sí, ¿Qué hay de malo?”.
“¡Es una barbaridad! ¡Jesús nunca mencionó ni una sola vez ese tema!”
“¡No seas estúpido! Matar un feto es un agravio. Jesús no tenía por qué hablar de eso”.
Así de acalorado fue un intercambio reciente entre mis dos amigos.
Hoy en día escucho decir con cierta frecuencia, entre cristianos, qué Jesús nunca se preocupó por asuntos sexuales. Por ejemplo, Gene Robinson, el primer obispo ordenado de la Iglesia Episcopal declarado abiertamente tener relaciones homosexuales, preguntó una vez: “¿Qué dijo Jesús sobre la homosexualidad?” Y respondió: “Absolutamente nada”. Su silencio supone aceptación.
Jesús no mencionó “homosexualidad” ni “aborto”. Tampoco habló sobre abusos sexuales, pena de muerte, fraude, armas letales, adicciones, medio ambiente, tortura de animales y muchos otros temas que nos preocupan hoy. No mencionarlos no significa que Jesús no tuviera algo que decir.
Argumentar desde el silencio muestra la enorme incomprensión de lo que significa obedecer las Escrituras. Si únicamente pensamos que la Biblia es relevante por darnos instrucciones explícitas —“haz esto, no hagas aquello”— negamos su legítima autoridad sobre la vida humana.
El silencio es como navaja de doble filo. Si nuestro corazón escucha, el silencio habla. En mi familia, mi esposa y yo nunca hemos tenido que establecer una sola regla a nuestra hija respecto a su sexualidad y que debe esperar hasta casarse. ¿Sabe ella lo que creemos? ¿Entiende las Escrituras sobre guardar pureza sexual hasta el matrimonio? Por supuesto.
Jesús no tuvo que decir mucho sobre sexualidad porque lo más importante ya se había dicho. De ahí que, respecto a la dudosa y explotadora práctica del divorcio, Jesús se limitó a decir: “¿No han leído las Escrituras?” Vayamos al Génesis 1 y 2: Hombre y mujer, Dios los creó a su imagen y semejanza. No es bueno que el hombre esté solo. Marido y mujer se convierten en uno solo. Como ya no son dos sino uno, que nadie separe lo que Dios ha unido (Mateo 19).
Y así con todo. Jesús, estando en el templo, no mencionó contubernio ni prostitución o pederastia, tampoco sobre cambio de género. Pudo hacerlo, si estos temas hubieran afectado a su audiencia. Para ello, me atrevo a decir que Jesús les habría dicho: lean el Génesis.
Si aun después de leer no entendemos, simplemente debemos imaginar a los primeros seguidores de Cristo. La mera verdad, si lo que buscamos son pruebas textuales y una guía moral y espiritual, la Biblia no es el lugar adonde acudir; no es una guía de normas. La Biblia es algo mucho mejor: es una ventana donde podemos apreciar quien es Dios y quienes fueron los fieles que han llevado su nombre. Es así que Dios engendró a su Hijo: para mostrar al ser humano su verdadero propósito. “Y ahora, en estos últimos días, nos ha hablado por medio de su Hijo”, escribió Pablo en (Hebreos 1: 2). El relato de la persona y carácter de Cristo, su vida, muerte y resurrección, apuntan a una dimensión superior a cualquier lista de normas.
Al contemplar a Jesús, no sólo buscando “lo que hay que hacer o lo que no debemos hacer”, aprendemos cuál es la voluntad de Dios y lo que significa transformar a nuestro propio ser. Al contemplar a Jesús, no se requiere que algo sea “dicho” o se explique. El proceder en la vida de Jesús habla por sí sola y nos dice mucho más que mil palabras. Es decir, lo que Jesús omitió con palabras, lo habla perfectamente con su vida. Él acoge y bendice a los niños más pequeños, aún aquellos que están por nacer, por ejemplo (Lucas 1:39-45). Él rompe con tabúes sociales que dividen a las personas, al relacionarse con los que no eran bien vistos y aún con quienes estaban en su contra. Él se negó a tomar represalia o vengarse, aun habiendo justificación de hacerlo. Él respeta la dignidad de aquellos vistos como escoria — prostitutas, adúlteros, corruptos, criminales y hasta de hipócritas piadosos.
Contemplar a Jesús como niño migrante que fue sin tener dónde recostar la cabeza, aprendemos a aligerar el equipaje para el camino, a compartir con los pobres, y llegar hasta la otra orilla para ayudar a alguien. Ver a Jesús como el hombre célibe y soltero que fue, cariñoso con mujeres llenas de dolor por haber sido humilladas, aprendemos a atesorar al mismo “tú” en cada persona que encontramos. Contemplar a Jesús y la cruz que padeció, nos induce a no temer ni angustiarse ante la muerte. Además, le da sentido al sufrimiento, ya que después de la muerte hay algo mejor.
La Escritura es la historia de Dios que confluye en Cristo (1 Pedro 1:10-12). Él es “el iniciador y perfeccionador de nuestra fe” (Hebreos 12:2). Por lo tanto, sea cual sea la cuestión social o moral, demos un respiro profundo para contemplar la vida de Jesús. Así, siempre habrá armonía entre lo que dijo y lo que no dijo. Recordemos que: “Los que dicen que viven en Dios deben vivir como Jesús vivió” (1 Juan 2:6). La pregunta es: ¿lo hacemos?
Traducción de Carlos R. González Ramírez