La fe en Dios significa fe para el futuro. Los que viven en Dios no miran hacia atrás, sino hacia delante. Los que viven no miran atrás para contemplar el breve intervalo de su vida, ni tampoco el gran periodo del desarrollo religioso, a fin de encontrar una realización pasada de su anhelo presente. Miran hacia el futuro, hacia la meta, al destino de la humanidad tal como debería ser y como será.
Cuando ponemos nuestra mano en el arado de Dios, miramos hacia delante; nuestras vidas están dirigidas por el futuro. Pero si nos perdemos en la especulación histórica y quedamos ensimismados en nuestros ensueños, no somos aptos para el reino de Dios. Ciertamente, nuestra fe hoy está vinculada con la actuación de Dios en el pasado, porque Dios es el mismo ayer, hoy y siempre. Pero un pietismo, que se sumerge en la Biblia sólo para lograr una comprensión de la historia religiosa, resulta débil y pobre, porque se opone al Omnipotente, el Dios creador que todo lo abarca. No obstante, hay una meditación sobre la Escritura que puede elevarnos por encima de nuestro pequeño ego y nuestras insignificantes preocupaciones, una meditación que nos lleva hasta el corazón de Dios, de modo que ya podamos participar ahora en el universal reino de Dios.
El espíritu de expectación es el espíritu de acción porque es el espíritu de fe.
Pero nuestra expectativa de este reino no puede ser una espera pasiva, una ocupación melosa y floja por nosotros mismos y por los amigos que piensan como nosotros. No; si de verdad esperamos el reino de Dios, Dios nos llenará con su poder. Entonces la justicia social del futuro, con su pureza de corazón y comunión divina, se realizará en el momento presente, allí donde Jesús mismo esté presente. ¡Nuestra creencia en el futuro debe producir cambio en el presente!
El espíritu de expectación es el espíritu de acción porque es el espíritu de fe. La fe es valentía. La fe es realidad. Si tenemos fe, aunque sólo sea una pequeña semilla, no podemos pensar que haya algo imposible. Porque la fe es lo que nos da una clara imagen de los poderes últimos de la vida. Nos revela el corazón de Dios como el latido de toda la creación viviente, y nos muestra que el secreto de la vida es el amor.
Si vivimos en el amor, nunca podremos agotarnos en la introspección psíquica o en los convencionalismos estrechos. Si somos cautivados por las experiencias de fe y amor, por la esperanza en Cristo y su segunda venida, actuaremos. Porque el amor de Dios no tiene límites; se aplica a la vida pública lo mismo que al corazón del individuo, a los asuntos económicos lo mismo que a los políticos.
Si esperamos en Dios, seremos purificados por la pureza de Aquel al que esperamos. No hay nada que eleve más la conciencia que esa expectación; ella elimina toda relatividad y vence la débil sumisión al statu quo. Nos capacita para vivir con tanta seguridad en el mundo futuro que nosotros, como heraldos suyos, nos atrevemos a asumir, aquí y ahora, el carácter firme e incondicional del reino.
Nuestra expectación del futuro debe significar la certeza de que la voluntad divina vencerá sobre lo demoníaco, de que el amor vencerá sobre el odio, de que la voluntad que todo lo abarca vencerá sobre lo aislado. Y la certeza no tolera limitación alguna. Dios lo abarca todo. Cuando confiamos en Dios para el futuro, confiaremos en él para el presente. Si tenemos una fe íntima en Dios, esta fe dará pruebas de ser válida en todas las áreas de la vida.