Dios te salve, María, llena eres de gracia
Aunque solo he sido una católica confirmada por poco más de un año, recé por primera vez a la Santísima Virgen María hará unos treinta años, cuando tenía seis. Me habían dado el papel de estrella de Belén en el musical de Navidad de mi iglesia bautista y estaba nerviosa, porque era mi primer solo, unas pocas líneas acerca de sentir el orgullo de mostrarle al mundo la santidad del niño Jesús. Cuando se lo conté a mi madre, ella me consoló diciéndome que muchas personas se ponen nerviosas cuando deben hacer algo que jamás han hecho antes y que, si uno es valiente y confía en el plan que Dios tiene para uno, las cosas generalmente acaban por funcionar. Cuando me dijo eso, mi cerebro de seis años inmediatamente acudió a María, quien había sido valiente y había confiado en el plan de Dios cuando el ángel Gabriel se le apareció y le dijo que daría a luz a Jesús, a pesar de que aquello causara miedo. Así que, justo antes de que llegara el momento de ajustarme el doble panel amarillo de cinco puntas sobre mi moderno mono de principios de los noventa, oré: “Por favor, María, ayúdame a ser valiente como tú, así puedo ayudar a contar a las personas acerca de Jesús”.
Tal como mi madre terrenal había dicho, todo salió bien. No olvidé ninguna de las palabras de mi canto. Décadas después, cuando recuerdo ese momento, lo hago con un profundo afecto hacia aquel ser diminuto e increíblemente sincero, que ya entonces buscaba modelos espirituales femeninos para seguir, y con algo más que un poco de humor irónico ante el hecho de que una oración tan pequeña fuera el comienzo de un largo viaje.
El Señor es contigo
Cuanto más crecía, más grandes eran las crisis que enfrentaba. La mayoría de las personas experimentan la adolescencia como una época de profunda inseguridad e incertidumbre, pero para mí, una adolescente con parálisis cerebral espástica bilateral, los cambios físicos, la incomodidad corporal y las variaciones hormonales se sentían mil veces más. Estaba siempre cansada porque equilibraba la fisioterapia con la escuela y las actividades extracurriculares, por no mencionar el esfuerzo que me tomaba el solo hecho de atravesar el día. Luchaba para subir y bajar las escaleras cuando nos cambiábamos de aula y sufría por la forma en que se veía mi cuerpo cuando cargaba libros. Me sentía agradecida y avergonzada cada vez que el profesor de gimnasia me decía que corriera algunas vueltas menos que las otras niñas. “¿Y si no llevo las ropas adecuadas? Jamás podré bailar como lo hacen los otros niños. ¿Ese chico adorable bailó conmigo porque quería hacerlo o solo porque sintió lástima por mí?”, me preguntaba en los eventos y en las fiestas. Esa espiral de pensamientos se volvía a veces abrumadora y, sin importar la decisión que tomara, me sentía culpable.
Los adultos de confianza me aconsejaban que en los momentos difíciles acudiera a la oración y a la fe, así que comencé a leer la Biblia más seguido y a llevar un diario de oraciones. Las historias bíblicas que me proporcionaban más calma y consuelo siempre eran aquellas que ofrecían imágenes de mujeres de fe que atravesaban la adversidad: María de Betania después de la muerte de Lázaro, la convicción de Sara acerca de que, a pesar de su edad, sería bendecida como Dios había prometido y la mujer que sangraba en Mateo 9, quien tuvo el coraje de arriesgar un ostracismo social mayor porque creyó que el poder de Jesús era más fuerte que su estigma. Leí esas historias una y otra vez, resaltándolas del resto del texto de mi Biblia para adolescentes con corazones, estrellas y rotuladores fluorescentes. Aunque no me di cuenta en ese momento, esas tres historias involucran a mujeres que transitaban la relación entre su fe espiritual y su cuerpo físico. Sin duda, esas eran las historias sobre las que no podía dejar de reflexionar en tanto una adolescente que transitaba en un mundo que parecía demasiado reducido para mis enormes emociones, mi torpe e incontrolable cuerpo y mi siempre inquisitiva mente.
Mientras este vínculo aguardaba que yo lo descubriera, continué retornando a María. De toda la Biblia, mi historia favorita está en Lucas 1, cuando María va a visitar a su prima Isabel. Isabel está embarazada del bebé que luego será conocido como Juan el Bautista, y María está embarazada de Jesús. “Y aconteció que cuando oyó Isabel la salutación de María, la criatura saltó en su vientre” (Lc 1:41). Isabel siente tanta emoción por el significado de ese momento que “a gran voz” exclamó las palabras que ahora conozco como parte de la avemaría: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre”. Comienzo y termino cada día con esa oración. Antes de salir de la cama cada mañana y antes de irme a dormir cada noche, oro por un grupo diferente de amigos, miembros de la familia o miembros de la iglesia. Concentrar mi energía espiritual hacia fuera me ayuda a alejarme de los impulsos egoístas. Y repetir las palabras de una oración que me une a las generaciones de creyentes que me han precedido, me recuerda que solo soy una más en una comunidad santa de muchos.
La primera vez que me sentí atraída por ese pasaje, me impresionó la exploración bíblica de una relación cercana entre dos mujeres. El entendimiento mutuo de las mujeres está más implícito que dicho, arraigado en una experiencia encarnada compartida. María, que está comenzando a aceptar las aturdidoras consecuencias de haber sido elegida para ser Madre de Dios, busca a una mujer de su familia que también está cursando un embarazo milagroso. Es posible que sean las únicas mujeres en la tierra que están viviendo esta experiencia común. Incluso cuando se nos cuenta de la reacción de Juan dentro del vientre ante la santidad del Cristo aún no nacido, se nos dice de un modo que pone en primer plano la experiencia corporal de Isabel en ese momento y valida las experiencias comunes de siglos de mujeres embarazadas que la siguieron. Después de haber luchado por muchos años para lograr una relación saludable entre mi autopercepción espiritual y física, siento gran consuelo en cómo este pasaje concede santidad a esa lucha.
En un pasaje (Lc 1:46-53), a menudo llamado el Magnificat, María responde:
Engrandece mi alma al Señor;
y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador
porque ha mirado la bajeza de su sierva.
Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones.
Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso.
Santo es su nombre.
Después de esas líneas, que expresan de manera directa la aceptación del importante camino que Dios puso ante ella, el canto de María toma lo que al principio parece un inesperado giro:
Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen.
Hizo proezas con su brazo;
esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes,
a los ricos envió vacíos.
En tanto una adolescente que sentía que no encajaba del todo en su cuerpo, su escuela o su mundo, me sentí profundamente gratificada por la aseveración de María acerca de que el poder de Dios se manifiesta en la inversión que hace de las jerarquías de este mundo. Alguien conocido fundamentalmente por su dócil observancia del plan de Dios se deleitaba con la visión radical de un Dios que cuida de aquellos que el mundo subestima, y humilla a aquellos que el mundo eleva. Esto me ayudó a reconocer cada parte de mi ser —espiritual y física— como creada a imagen de Dios.
Bendita tú eres entre todas las mujeres
A lo largo de la década siguiente, sobreviví a la universidad y a la escuela de posgrado. Me casé. Trabajé en empleos para adultos. Abandoné la confesión en la que había sido criada y busqué una iglesia que se adecuara mejor a mi fe en desarrollo. A medida que alcanzaba esas metas, me sentía realizada, pero a veces aún luchaba para sentirme una adulta de verdad. Aunque hacía cosas que típicamente se enmarcan en la adultez, como casarse y conseguir un empleo, eran a menudo atenuadas por las reacciones condescendientes de las personas que me rodeaban. No sabía qué decir a las personas que me felicitaban por mi compromiso y luego alababan a mi futuro esposo por estar dispuesto a hacerse cargo de alguien como yo. Ni a un entrevistador que me dijo que yo había “hecho mucho por una persona discapacitada” y dijo que mis logros eran “inspiradores”.
Mientras reflexionaba acerca de esas experiencias, el momento en que me sentía con mayor paz era cuando estaba rodeada de mujeres que compartían la vulnerabilidad y la compasión que yo reconocía en María y en Isabel. Amigas como Katie, con quien compartí una oficina en mi programa de graduados. Quince años después sigue llamándome “compañera de oficina”. Nos casamos con diferencia de un año y un día, y es la única persona además de mi esposo y mi madre que jamás ha olvidado desearme un feliz aniversario. Fue la primera en felicitarme cuando finalmente obtuve mi doctorado. Y yo lloré en la emisión en directo de la ceremonia de graduación de su doctorado más de lo que lloré en la mía. Sé que cada tarde, cuando sus hijos más pequeños duermen la siesta, le gustarán todas mis publicaciones en Facebook hechas en un período de veinticuatro horas y que le encantan los tragos con ginebra porque “saben a árbol de Navidad”. Es la primera persona a quien pido que ore por mí cada vez que atravieso un momento difícil. Sé que puedo compartir con ella todas mis ansiedades y que ella jamás me llamará tonta o me dirá que estoy haciendo un problema de la nada (incluso y especialmente cuando lo estoy haciendo). Oro por ella, por su esposo y por cada uno de sus cuatro hijos a los que menciono por su nombre mientras oro por mis hermanos, mi hermana, mis parientes políticos y mis sobrinos. Todos ellos son mi familia.
En 2015, durante la conferencia Why Christian? en Mineápolis, hubo un importante punto de inflexión en mi vida. Me conmovió su cometido de considerar las partes difíciles de nuestra fe en el ámbito seguro de la comunidad proporcionado por hermanos creyentes. Antes de compartir el pan y el vino, la reverenda Kerlin Richter pronunció un sermón eucarístico que permanecerá en mí por el resto de mis días. Habló de sentirse atraídos a la mesa de muchas iglesias, sintiéndose conmovidos por la presencia de Dios en los sermones y hambrientos de la milagrosa “poesía de la hostia en mi lengua”. Habló acerca de cómo, siendo adolescente, se practicó unos cortes en la búsqueda de alivio de un profundo dolor espiritual a través de un punto de dolor que podía identificar. Recordé mis propias cicatrices de heridas autoinfligidas, justo donde mi cadera con anteversión se conectaba a mi cintura. Ella reflexionó acerca de cómo debemos examinar cuidadosamente los mensajes culturales negativos acerca de nuestra apariencia física para entender la importancia de nuestro propósito espiritual como cristianos. Concluyó con esta reflexión del Cristo encarnado: “Luché para recibir una buena nueva acerca de mi cuerpo hasta que conocí la Buena Nueva que tenía un cuerpo”.
Algo en mí se liberó ante esas palabras. Aquel sermón me convenció acerca de la santidad de mi cuerpo discapacitado. Por primera vez me sentí libre para crear espacio para mi ser entero —mi ser complejo y materializado— dentro de mi viaje espiritual. En ese momento, tantas cosas que me habían dado consuelo comenzaron a tener sentido de un modo diferente. Las mujeres bíblicas hacia las que me sentía atraída no solo por su fe, sino por los modos en que su fe se encarnaba físicamente, me hablaban. En la actualidad, cada vez que voy a misa, me toco la frente con el agua bendita fría y unifico los cuatro cuadrantes de mi cuerpo al cubrirme con la señal de la cruz. Echo una mirada hacia el fondo del pasillo central donde está el crucifijo sobre al altar, agradecida por la Buena Nueva con un cuerpo que me permite recordar las buenas nuevas acerca del mío.
Por esa misma época, me hice amiga de Emily, que era alumna de mi esposo en la universidad cristiana donde enseñaba. Emily convive con el lupus y con un dolor crónico, y creamos un vínculo a través de nuestros mecanismos de adaptación. Tener a alguien que comprendiera los modos en que mi discapacidad y los dolores e inseguridades que la acompañan afectan mi vida cotidiana es una bendición infinita. Ella es una de las pocas personas en mi vida que no necesita largas explicaciones cuando hablo de espasmos musculares o de la molestia de redescubrir los ritmos cotidianos después de un cambio de medicación o de lo que significa llevar mis “pantalones para el dolor” en lugar de mis pantalones lindos. Emily también tiene “pantalones para el dolor”.
Con el tiempo, comenzamos a charlar con Emily y Wesley, su novio, acerca de lo que significa transitar relaciones entre personas con capacidades diferentes. Se trata de una forma muy especial de dar y recibir para soportar las alegrías y las pruebas del matrimonio con alguien que no comprende totalmente cómo uno experimenta el mundo físico. Desarrollas un profundo respeto por el voto que habla de “en la salud y en la enfermedad” cuando esas cosas están en el aquí y ahora más que en un futuro nebuloso y lejano. Requiere un gran esfuerzo de comunicación, así como la capacidad para expresar tus límites y reírse de tus limitaciones. Todos los matrimonios requieren eso, pero los matrimonios entre personas con capacidades diferentes lo requieren de un modo distinto a la mayoría. En el mío, es como planear los itinerarios de las vacaciones, con períodos de descanso integrados, preparación para días de mucho dolor llenando el congelador con alimentos precocinados y aprendiendo una y otra vez que no debo disculparme con mi esposo cuando mi cuerpo y sus límites nos hacen cambiar los planes.
Cuando Emily y Wesley se casaron, mi esposo y yo tuvimos el honor de hacer las lecturas especiales durante su ceremonia. Al pronunciar su voto de fidelidad, “en la salud y en la enfermedad”, Emily me miró directamente y yo lloré con mi corazón rebosante de la alegría de ser reconocida y el entusiasmo por un futuro lleno de bendiciones desconocidas. Un año más tarde, se nos pidió que fuéramos los padrinos de sus futuros hijos, si llegaban y cuando llegaran. Cuando sea el momento, haré todo lo posible para enseñarles que son valiosos hijos de Dios, en cuerpo y en alma.
Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús
En el verano de 2019, mi ginecólogo me recomendó someterme a un análisis genético debido a la alta incidencia de cáncer de colon en mi familia. La batería de análisis señaló que soy portadora del gen que causa el síndrome de Lynch, una mutación hereditaria que altera los mecanismos naturales de reparación del ADN. Esta mutación significa que la probabilidad de desarrollar un cáncer de colon a lo largo de mi vida está en el rango de percentil 50, al igual que mi probabilidad de cáncer de endometrio. Sentada en un incómodo sofá doble en la oficina de mi médica, nerviosamente aferrada a una carpeta con papeles impresos que no lograba entender, escuché cuando dijo: “Recomiendo una histerectomía completa para prevenir el cáncer. Si estás planeando tener hijos, deberías hacerlo ahora”. Todo lo que sé es que durante el resto de la cita mi médica habló en klingon.
Ese día se reavivaron años de preocupación e incertidumbre en torno a la posibilidad de que diera a luz. Siempre supe que, debido a cuestiones referidas al equilibrio y al tono de mis músculos derivados de mi parálisis cerebral, sería difícil atravesar las exigencias físicas de un embarazo, y que los movimientos necesarios para criar bebés y niños pequeños, como agacharse y alzarlos, probablemente descartaran también la adopción, al menos de niños de corta edad. Pero saber que sería difícil y afrontar la instancia en la que, finalmente, debía tomar una decisión, eran dos cosas distintas. Mis médicos habían dicho que dar a luz significaría para mí meses de reposo en cama y un tiempo indefinible de recuperación. En algunos casos hay tecnologías adaptativas, pero en su mayoría están pensadas para padres que usan silla de ruedas. En tanto mujer discapacitada que puede desplazarse, mi existencia se da en un extraño espacio liminar. Mi esposo y yo conversamos al respecto. Mucho. Luego hablamos con nuestro sacerdote. Finalmente, decidimos que lo mejor sería renunciar a tener hijos y se nos concedió la dispensa de seguir el consejo médico. Acepté que era la decisión correcta, pero la pena por lo que no elegí ha sido enorme.
Cuando le confesé a mi terapeuta que a veces me sentía hundida por la intensidad de mi pena, ella (otra adulta convertida al catolicismo) no dudó. “¿Qué te diría la Madre María, querida?”. Apenas terminó de formular la pregunta, sentí el impacto de las palabras que vinieron a mi mente: “Madre, he ahí tu hijo. Hijo, he ahí tu madre”. Hablamos acerca del momento en que Jesús hizo las presentaciones entre María y Juan antes de la crucifixión y de cuán potente resulta que Jesús emplee términos propios de la familia para la relación que está propiciando. Hablamos acerca de la descripción de Dios en el Magnificat como un Dios que vence lo binario. Me dijo que mi deseo de emplear mi energía maternal era santo y bueno, y me pidió que pensara en formas de hacerlo en beneficio de todas las personas que amaba. Ese día nació la idea de mi calendario diario de oración y me comprometí a complementarlo con una acción externa adicional al menos una vez al mes. A veces, eso se traduce en comprar regalos para mis sobrinos sin ninguna razón especial. A veces, en enviar un almuerzo a un amigo enfermo o ayudar a un vecino de edad avanzada a hacer sus compras de Navidad online. Estar alerta ante estas oportunidades de servicio atenúa mi pena y permite que esas personas sepan que son amadas y consideradas.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte
Cuando les digo a las personas que no está en mis planes tener hijos, a menudo me preguntan acerca de mi futuro lejano. “¿Quién va a cuidarte cuando seas anciana?” “¿No te atemoriza no dejar a nadie cuando partas?” Según sea nuestra relación, vacilo entre la molestia y la decepción. Molesta, porque esas preguntas son profundamente personales, y decepcionada ante la falta de imaginación de quien pregunta. Cuando preguntas como esas implican que la procreación es el único modo válido de tener impacto en las futuras generaciones o de relacionarse con los más jóvenes, no consideran los lazos que hay entre amigos o entre quien aconseja y quien es aconsejado. No dejan espacio para mi devoción hacia mis ahijados que aún no han nacido, el primero de los cuales nacerá en primavera. Se pierden la gracia que doy y recibo en la oración. Cuando los cristianos (yo incluida, a veces) se valen de esta modalidad tan estrecha de pensamiento, es doblemente decepcionante, porque ellos —nosotros— parecemos no tener presente al Dios que yo conozco: el Dios que va más allá de las etiquetas, invierte las jerarquías, ve fortaleza en aquello que el mundo llama debilidad y nos adopta a todos en su familia como hijos amados.
Traducción de Claudia Amengual