Simone de Beauvoir escribió que las novelas son cautivadoras al grado de que sus personajes de verdad parecen libres. Aquellas novelas en las que el lector tiene la sensación de que los personajes poseen voluntad, toman decisiones y no son meros modelos de ideologías o “tipos” son mejores que las novelas en las que los personajes siguen caminos trazados con previsibilidad. Por supuesto que los personajes de una novela no son libres ―son palabras impresas contenidas entre dos tapas―, pero para Beauvoir, esta ilusión de libertad es lo que da vida a las novelas. Raskolnikov va a confesar, sin importar quién esté leyendo Crimen y castigo, pero para el lector específico, individual, que se enfrenta por primera vez al texto, Raskolnikov podría o no podría confesar. La ilusión de felicidad y la participación del lector en esta ilusión es lo que compele al lector y le permite participar en el proceso de un modo más completo.

En las novelas, como en la juventud, la sensación de que uno puede hacer todo es fascinante. Falta un cierto conocimiento del futuro, la posibilidad de una miríada de opciones, y eso contribuye a esa sensación de que uno es libre. El futuro no es un muro, ni siquiera un camino, sino una puerta, muchas puertas, desperdigadas por todas partes, que conducen a lugares desconocidos, a través de las cuales un hombre puede entrar o salir cuando desea, o quedarse completamente quieto, lo que más le convenga. Esta sensación de que cualquier cosa puede pasar es fascinante.

Pero, por supuesto, no todo, y no solo cualquier cosa, puede pasar. Si deseamos que la novela sea muy leída, o que nuestra vida funcione bien, nuestras opciones comienzan a reducirse. De algún modo, somos libres, pero también estamos dolorosamente restringidos en otros aspectos. Por ejemplo, yo no puedo agitar las alas y volar. Lo mismo se aplica a la realidad moral y espiritual. Hay cosas que no harás y cosas que harás. El camino es estrecho. Somos personajes en la gran obra escrita por el autor de la vida; libres de salirnos de la lógica de la historia ―de lo que es adecuado dada nuestra condición de persona, circunstancia, etc.―, pero cuando lo hacemos, eso conduce a algo incoherente e ilegible. El gran misterio de elegir ―que en las novelas es ilusorio, pero en la vida creo que es real― tiene consecuencias para nuestra sensación de libertad o su falta.

Juan Gris, El libro abierto, óleo sobre lienzo, 1925.

Las novelas nos liberan temporalmente de tomar decisiones, o lo que el filósofo Yi-Ping Ong llama “reflexión deliberativa”. En la vida, hay escasos pensamientos ―si acaso hay alguno― que no estén también atados a la elección, a nuestro sentido de identidad y a las preocupaciones existenciales que afectan de un modo semiconsciente cómo pensamos. Un ser humano es consciente, pero su conciencia está ligada a su vida ―a sí mismo― y, por lo tanto, no es libre de reflexionar de un modo objetivo sobre la conciencia o, al menos, no sobre la propia. Una persona cree que se observa a sí misma, o que se conoce a sí misma, pero a menudo un observador externo puede ver en ella cosas que son notoriamente obvias y ante las cuales permanece ciega. Cuando pensamos, estamos motivados por muchas inquietudes deliberativas y, aun así, este componente de nuestro pensamiento queda muy marginado cuando leemos ficción. Mientras leemos, existimos en una clase de limbo; otra conciencia ingresa en la nuestra y la reemplaza temporalmente.

Para leer el lector debe morir. Yi-Ping Ong escribe que las novelas realistas, en particular, crean “una situación en la que la experiencia vivida se hace conocer desde el punto de vista de un participante sin el… lector… lo que implica recibir la carga de la responsabilidad que normalmente asumiría al afirmar que tiene dicho conocimiento”. El lector adopta una nueva conciencia, una que no involucra su propia voluntad egoísta. Nace de nuevo como el narrador o el protagonista de ficción que tiene en frente, una “conciencia” en una vida previamente trazada ―que se siente viva― creada por un autor distante. En este punto, el libre albedrío es una ilusión. Nos sometemos a algo distinto a nosotros; sin embargo, este sometimiento también puede implicar alejarse de la responsabilidad ―responsabilidad para sopesar opciones, discernir, elegir― y esto puede transformarse en un escapismo compulsivo, o algo peor. Fernando Pessoa escribió que la “literatura es el modo más agradable de ignorar la vida”.

Creo que esto fue, en parte, lo que me llevó a las novelas a una edad temprana. Me sentí atraído hacia libros que le hablaban a mi confusión y mi dolor de adolescente, libros con los cuales podía identificarme de forma segura. Las novelas que amaba retrataban una particular textura de conciencia que yo podía adoptar momentáneamente y “probar”, pero que también me permitía dejarme llevar hacia una reflexión morbosa, basada de un modo vago en el difuso espacio entre el pensamiento y la acción. Leer y pensar se sentían como acción. Solía sentarme en mi cama o en el piso y solo mis ojos se movían de izquierda a derecha a lo largo de la página. Faltaba a clase para leer; no me importaban las interpretaciones que los otros hacían de las obras. Actuaba como congelado en un bloque de hielo en una habitación oscura, atascado sin camino de salida; sin ventanas arriba ni alrededor para mirar hacia fuera, solo la página; sin calor que derritiera lo que me mantenía allí congelado, sin vida.

Además, a pesar de la capacidad singular que tiene la literatura para permitirme esa comprensión del otro, no podía escapar de mí. Me proyecté en los personajes, las situaciones, los dilemas. Michael W. Clune señala que sus estudiantes de literatura a menudo escriben cosas acerca del texto que no están realmente allí. Se aproximan al texto de un modo tal que no están realmente leyendo las palabras en la página, sino proyectando significados en él. Una única palabra podría transformarse en una pequeña reflexión de uno mismo; un párrafo, en un salón de espejos deformantes.

De modo que mi lectura era algo como una mezcla turbia de escape hacia otra conciencia y otra proyección, en la que todo lo que leía se trataba realmente de mí. Y esa mezcla de escapismo y egocentrismo presagiaba lo que pronto sucedería: mi descenso, que me daría una lección de humildad y me conduciría a una nueva clase de voluntad, una nueva revelación, y que sentaría las bases para otro capítulo de mi vida.

Mi obsesión con la literatura coincidió con otra: drogas y alcohol. Las novelas, al igual que las drogas, producían un estado alterado de la conciencia, uno en el que me sentía transportado por algo que estaba más allá de mí, hacia algo desconocido; y uno que era, para decirlo de un modo sencillo, placentero. En los debates sobre estética y arte, muchos han dicho que el principal objetivo del arte es esencialmente el mismo que el efecto de las drogas: placer. Pero cualquier cosa que se disfruta de un modo excesivo puede atraparnos. El placer de lo que Kierkegaard llamó “reflexión” ―deleitarse en el pensamiento abstracto y en interminables consideraciones― pronto se vuelve indecisión habitual. Las impresiones fantásticas y estéticas pueden producir, al principio, placer y un sentido de posibilidad, pero no pasa mucho tiempo antes de que creen un estado de tensión ambiental, una condición estática compuesta de muchas pequeñas evasiones y negaciones. La belleza, los sentimientos nobles, el entusiasmo, todo se transforma en dolor cuando se utiliza como un medio para huir de la propia realidad existencial.

Una vez desatado, el pensamiento se disipa ―incapaz de ser coherente― y luego se nos agría en el cuerpo como leche cortada. Lo que nos oprime viene del interior. Durante mi etapa de ficción y drogas todo me parecía indiferenciado. No tenía valores, modelos ni objetivos orientadores que pudieran alimentar mi energía hacia algo articulado, concreto y específico. No fui criado dentro de una religión ni con ningún marco moral claro. Era débil, orgulloso, resentido y, por lo tanto, fui tempranamente atraído hacia una forma de ver el mundo que me permitía renunciar a la responsabilidad indefinidamente, y señalar el mundo y a aquellos que me rodeaban como la fuente de mi sufrimiento y mi fracaso. Aun así, leía y leía. A pesar de toda evidencia en contrario, creía que la literatura de algún modo podría arreglarme.

Juan Gris, Naturaleza muerta ante una ventana, 1922.

La incapacidad de la literatura para arreglar mi vida se volvió evidente cuando no pude parar con la heroína. Mis ideas ―acerca de cómo la sociedad debería estar estructurada; acerca de cómo los pensamientos solo existían en relación de unos con otros y, por lo tanto, todos eran igualmente arbitrarios y autorreferenciales; acerca de mi declarado relativismo moral (pero mi manifiesto puritanismo ideológico); acerca del valor de la literatura en su posibilidad de generar empatía, y del valor de la escritura en la posibilidad de expresarse uno mismo― no tenían poder para lograr un cambio de comportamiento. No podía, sin que mi voluntad recibiera ayuda, superar aquello que vagamente sentía como algo fuera de mi control. Solía levantarme por la mañana, decidir no colocarme y, al cabo de una hora, estar conduciendo para encontrarme con mi dealer.

No podía mantener un empleo y vivía en casa con mis padres, quienes se habían dado cuenta de mi situación. Mi madre comenzó a guardar la cartera bajo su cama. Recuerdo que una noche, mientras ella dormía, me arrastré hacia el interior de su dormitorio, sustraje la cartera de su lugar bajo la cama y tomé veinte de los sesenta dólares que tenía. Una vez en el corredor me puse a llorar. No quería tomar el resto ―sabía que sería demasiado obvio y que me atraparían―, pero volví a arrastrarme y lo tomé, de todos modos. Hacía lo que no quería hacer, y no hacía lo que quería hacer. Mi habitual evasión de mi responsabilidad de elegir se transformó en algo que elegía por mí. Las elecciones se apilaban una sobre otra hasta que parecían fuerzas externas; y en ese punto, de algún modo, lo eran. Era como si algo o alguien estuviera dirigiendo mis miembros, como una marioneta, y sin importar cuánto intentaba pensar cómo salir de eso, simplemente no podía cambiar.

Huyendo de la conformidad de lo que consideraba como un mundo opresivo, me lanzaba al servicio de algo mucho más tiránico: yo mismo.

Tuve un episodio de sobredosis, fui a prisión, le robé a cuanta persona se cruzó en mi camino, mentía todo el tiempo y más; todo mientras me sentía misteriosamente forzado por algo que no podía controlar. Estaba libre de muchas cosas con respecto a las cuales otras personas se sentían oprimidas ―empleos, relaciones, la presión de conformar de varias maneras―, pero estaba esclavizado de otros modos: iba a volverme un remanente mareado de mí mismo, atrapado en comportamientos débiles y cíclicos. No era libre de volverme quien era.

En esa época no tenía un vocabulario para referirme a mis problemas. No tenía salida; solo una sensación aplastante y abarcadora de que todo ya estaba sentenciado. Intenté imaginar formas de arreglar mi vida, pero mi pensamiento era el problema. Intenté comportarme de un modo distinto, pero no pude. A pesar de todo lo que había leído, no tenía ningún mapa para trazar una ruta de salida del lugar hasta donde yo mismo me había llevado. Y, por encima de todo, no tenía la fuerza para hacerlo.

Comencé a volverme quien se suponía que debía ser, intentado volverme otra persona. No “otra persona” en abstracto, sino literalmente otra persona cuyo comportamiento yo imitaba, y cuyo consejo atendía. Conocí a un tipo que había sido amigo de algunos de mis amigos, que había vivido un corto tiempo en la casa donde pasé mucho de mi tiempo escribiendo y colocándome, pero que había cambiado. Me dijo que si deseaba el tipo de vida que él tenía, debía hacer lo que él hacía. No se trataba de “pensar de un modo diferente”, desarrollar más autoconocimiento ni tener una “determinación” recién adquirida. Simplemente debía hacer lo que otras personas habían hecho antes que yo y ―tuve que aceptar esto como un acto de fe― también funcionaría para mí.

En ese punto, estaba desesperado. Me dijo que orara, así que oré. No esperaba que algo pasara, y nada pasó. No sentí ningún tipo de luz blanca ni tuve ninguna visión. Pero sabía que mi nuevo amigo parecía feliz y libre. Me dijo que pidiera ayuda por la mañana y que agradeciera por la noche; lo peor que podría sucederme era hablar con una pared. También me dijo que dejara de mentir. Yo no podía dejar de mentir de golpe, pero cuando mentía, se lo decía, y luego enmendaba la mentira. Una vez, en una conversación con un conocido, dije que tenía un cierto empleo que no tenía. Luego lo llamé y confesé que realmente trabajaba en la construcción. Su voz sonó como si creyera que estaba bromeando o como si no supiera qué pensar. Hice la llamada telefónica sintiéndome terriblemente avergonzado. Podía sentir el calor detrás de mi frente y mis ojos. Pero corté la comunicación sintiendo algo que no había sentido por mucho tiempo. Me sentí libre.

El proceso fue lento y arduo. Implicó tomar muchas pequeñas decisiones a lo largo del tiempo. Mi voluntad y mi perspectiva estaban deformadas, así que también implicó hacer cosas que no deseaba hacer. Había recorrido diez kilómetros camino adentro; ahora debía caminar diez kilómetros para salir. Una parte de mí se resistía. Pero debía tomar la responsabilidad por mí mismo y dejar de culpar a los otros. Poco a poco, dejé de huir de los sentimientos persistentes que surgían cuando me apartaba de la responsabilidad. En lugar de eso, cojeaba hacia ellos y, con esfuerzo y reticencia, los abordaba, a menudo imperfecta y temerosamente. Poco a poco se fue abriendo un camino.

Juan Gris, Garrafa y libro, óleo sobre lienzo, 1920.

A esa altura, la literatura cumplía un rol ambiguo en mi vida. Aún leía, a pesar de que no sabía por qué. Apenas escribía. Mis motivos para escribir ―en esencia, ensimismados y terapéuticos― ya no tenían sentido. Comencé a enfocarme en la estética, lo que funcionó durante un tiempo, pero luego me sentí vacío. Lentamente fui descascarando la corteza de autojustificación que había construido, y se reveló un nuevo tipo de posibilidad, un nuevo tipo de vida que no se daba meramente en la palabra ni en el discurso, sino en los hechos y en la verdad. Descubrí una nueva forma de ser que era activa y viviente.

Para ello debí familiarizarme con la paradoja: libertad en la disciplina; poder en la humildad; autoestima en el arrepentimiento; amplitud en la aparente estrechez de las elecciones específicas y definidas. Además, necesitaba modelos que pudiera imitar para desarrollar la capacidad de elección. Antes, había imaginado que me encontraba esencialmente solo. Ese era otro aspecto de leer literatura que disfrutaba: así como podía habitar en otras circunstancias, libre de cualquier riesgo existencial, también podía comunicarme con otros a través del tiempo de un modo que no sintiera como opresivo y no exigiera nada de mí inmediatamente. Pero las relaciones con las personas vivas podían reclamarme algo que las palabras en una página no. Tenía una responsabilidad hacia las personas en mi vida y, al enfrentarme a dicha responsabilidad ―a menudo, sin lograr estar a la altura de una vida según una norma― aprendía sobre mí y crecía.

Al reconocer la falta de armonía entre quien era y quien deseaba ser ―cuyo reflejo volvía a mí con gracia desde los demás―, aparecía un camino a seguir. Pero no lograba emparejarme conmigo. Debía mirar fuera de mí, a los otros, en busca de ayuda. Y no se trataba solo de ayuda verbal, literaria o filosófica. Necesitaba participar, emular comportamientos que quería para mí, y luego dejar que esos comportamientos transformaran mi vida interior. Así como ciertos comportamientos del tipo de colocarse o robar habían cambiado mi vida interior para peor, comportamientos como ayudar a alguien o decir la verdad transformaron mi vida interior para mejor. No se me ocurría cuál era el camino hacia una nueva acción, pero podía actuar mi camino hacia un nuevo pensamiento. Sencillamente, no podía leer o pensar una nueva vida que se volviera realidad. Debía actuar. 

Pero para poder actuar, los mandatos y las normas morales no funcionaban. “Te encontrarás con la verdad liberadora de muchas maneras, excepto una”, escribe Paul Tillich, “jamás la encontrarás en forma de proposiciones que puedes aprender o escribir y luego llevarte a casa”. Los modelos humanos tampoco resultaban totalmente suficientes. El amigo que me había ayudado al principio murió. Otros amigos se marcharon o se apartaron del camino. Mi propio progreso tampoco era abiertamente lineal ―los pensamientos y comportamientos antiguos resurgían de formas nuevas e ingeniosas, y requerían más humildad o voluntad para rectificar el rumbo―; mi progreso se parecía más a una espiral ascendente que a una línea. Las cosas aún podían ser incomprensiblemente oscuras. La realidad del pecado y la muerte impregnaba mi vida, de un modo constante e inevitable. En esos momentos, mi vida se volvió pequeña y mi Dios también se volvió pequeño. Necesitaba un Dios más grande.

Fui arrastrado hasta ese Dios más grande a regañadientes y con muchas dudas. Quien es ahora mi esposa, Nicolette, se hizo cristiana poco después de que comenzamos nuestra relación. Mientras estaba en la iglesia con su madre, había experimentado algo que le costaba poner en palabras: la presencia de Jesús. Yo no había conocido a muchos cristianos y aún tenía los típicos prejuicios: podía creer en un Dios vago, pero cualquier cosa más allá de eso me parecía ridícula, y las manifestaciones de esa creencia en la cultura de las que había estado consciente, me habían parecido, si no totalmente dañinas, al menos innegablemente vergonzosas.

La conversión de Nicolette no fue, como yo había esperado al principio, una etapa. Mientras manteníamos una relación a distancia, después de la muerte de mi amigo, tibiamente intenté regresar a mis hábitos conocidos, y luego de haber alcanzado la sobriedad una vez más, comencé a llevar a su mamá a la iglesia como gesto de buena voluntad. Lo detestaba, pero iba cada domingo. Luego, su mamá me respondía las preguntas que yo le hacía acerca del sermón, y todo seguía siendo esencialmente impenetrable para mí. Cuando me mudé, conocí a algunos cristianos con los que me llevaba bien y que iniciaron un club de lectura que se reunía en mi casa. Leíamos libros de teología introductoria y de otros temas, y ellos respondían mis preguntas y mis protestas con paciencia. ¿Qué significa “ser” cristiano? ¿Qué podría significar que “Jesús hubiera muerto por nuestros pecados”?

Más que cualquier libro o discusión, lo que lentamente me fue ablandando fue el hecho de cenar y pasar el rato juntos. Los cristianos eran personas con las que de verdad uno podía pasar el rato. Esto fue toda una revelación para mí. En determinado momento, un hermano de un monasterio cercano comenzó a ir a nuestro club y a leer con nosotros los evangelios. En una sola sesión leíamos un evangelio en voz alta y luego cenábamos juntos. Él también era alguien con quien se podía pasar el rato, una persona real con sentido del humor y que había considerado muchas de las dudas que yo tenía. Una parte de ello era intelectual: cosas que había estado leyendo y que se aplicaban a mis experiencias y observaciones. No podía ignorar eso, aunque una parte de mí lo quería. Tener amigos cristianos, así como a la mujer que amaba, me permitió la posibilidad de verme convertido al cristianismo.

Jesús no viene a un mundo de autómatas autosuficientes, señaló René Girard. En lugar de eso, ingresa en un mundo en el que ya abundan la imitación y dice imítenme. La imitación había sido un aspecto crucial de mi vida, pero había estado imitando a personas imperfectas que, a su vez, imitaban a otras personas imperfectas. No había ninguna base ahí. Necesitaba un modelo trascendente.

Juan Gris, Naturaleza muerta ante una ventana abierta, 1925.

Pero ¿cómo podía ser Jesús un verdadero modelo? El amor solo podía manifestarse relacionalmente, y yo no podía amar una abstracción. Más aún, una abstracción no podía amarme. Mediante la lectura de los evangelios, largas conversaciones con mi esposa y amigos, la oración y las idas a la iglesia, comencé a desarrollar algo que se acercaba a una relación con él.

Durante gran parte de mi vida, había obrado bajo la ilusión de que podía entender todo de antemano, que podía reflexionar y sopesar las opciones, tener pensamientos brillantes que luego me conducirían a un cierto tipo de acción ―o que podían servir como sustituto para una acción―, pero una relación con Dios, como todas las relaciones, no se podía entender de antemano. Antes de casarme, por ejemplo, podía entender todos los inconvenientes potenciales: las restricciones, los sacrificios, las limitaciones a mi libertad. Pero no podía entender ninguna de las cosas buenas de antemano, porque las cosas buenas estaban en la propia experiencia. Lo mismo sucedía con mi relación con Jesús. Y así como el compromiso debía anteceder a las relaciones con las personas, mi relación con Dios requería un acto de fe para participar de un modo más activo y completo. Decidí rendirme ante aquello que me había estado remolcando durante años. Sobreponiéndome al miedo, las dudas y las cosas que aún no entendía, fui bautizado.

Ni siquiera en ese momento descendió sobre mí una luz blanca. Los cielos no se abrieron y, claramente, no encontré sustituto para la duda, el egoísmo ni la indecisión que habían regido gran parte de mi vida hasta el momento. Mi relación con Dios debía ser elaborada, con miedo y estremecimiento, cada día. Iba quitándome las capas poco a poco, con una voluntad y una esperanza dependientes de mi estado espiritual, día a día. Pero gradualmente, fueron entrando en mi vida más gracia, convicción, comprensión, amor, paciencia, voluntad y perspectiva. La iluminaron, llenando los rincones y recovecos de un modo tal que era, a la vez, doloroso y vivificante, con exigencias que me constreñían y me liberaban.

El misterio del libre albedrío ―de Dios como autor de la vida y de nuestra participación libre en su historia― aún es un misterio. Somos personajes en la novela viviente y eterna de Dios, misteriosamente libre y predestinada, viva en el amor e inclinada hacia la muerte. Sin embargo, también nosotros somos miniautores, hechos a imagen del autor, quien bendice nuestra capacidad y nuestros esfuerzos creativos cuando están orientados hacia la vida.

Ahora, las modalidades literarias de conocimiento y representación continúan profundizando mi relación con la vida e iluminan aspectos de esta que vuelven más rica y dinámica mi experiencia. Me hice novelista, después de todo. Pero la conciencia de la ficción sin posibilidad de elección no es algo hacia lo que escape desesperadamente o algo de lo que solo extraiga un placer nebuloso. Es algo en lo que me involucro intencionalmente, de un modo que no ignora la vida, sino que informa mi perspectiva cuando resurjo a un mundo de acción deliberativa, y de fe.

Dios, en su supremacía, no puede ser simplemente “interpretado” ni “leído” como una novela. Él no es una idea, sino alguien que, cuando estoy deseando, me libera de la prisión contradictoria de mi voluntad, e indica una realidad más allá de este mundo: una que llega hasta el presente, y va hacia el pasado y lo redime; una que ―a pesar de mi obstinación y mis dudas― me da una vida nueva.


Traducción de Claudia Amengual