En setiembre de 2015, yo era coadjutor en dos parroquias de la Baja Austria: Trumau y Pfaffstäten. Era el punto álgido en la crisis de los refugiados. Cientos de miles de inmigrantes estaban viajando a través de los Balcanes hacia Europa Central. Entre Pfaffstäten y Trumau se encuentra Traiskirchen, el lugar de asentamiento de un campamento de refugiados donde eran enviados aquellos que buscaban asilo en Austria.
Casi todos los días, cuando conducía mi auto de una parroquia a otra, pasaba junto al campamento, que estaba abarrotado. Muchos refugiados dormían en carpas o simplemente en el piso, sobre colchones. Toda el área del campamento estaba repleta de inmigrantes que deambulaban sin rumbo o se sentaban a la sombra. Por la mañana, hacían fila en el exterior del consultorio médico y la farmacia. Generalmente, en las afueras del campamento también había voluntarios que entregaban cosas gratuitamente: ropa, jabón, alimentos, etc. La parroquia de Pfaffstätten ayudaba a organizar algunos de los repartos y ofrecía el salón parroquial para impartir clases de alemán. Era difícil ingresar al campamento, pero una vez logré entrar con la ayuda del párroco de Traiskirchen y celebré misa en una pequeña capilla en uno de los pisos altos del edificio principal (que antes había sido un barracón).
Los refugiados llegaban de todas partes: de Siria (por supuesto), Sudán, Irak, Irán y (como en la actualidad), de Afganistán. La mayoría huía de la guerra, pero no todos. Los que asistieron a la misa eran casi todos de Irán y del África subsahariana. Hablé con una mujer que venía de Irán y que me contó que ella y una de sus hijas habían huido de casa porque querían convertirse al cristianismo. Cuando su esposo lo descubrió, le envió un mensaje de texto a su hija de catorce años en el que le decía que iba a encontrarla y a matarla.
La amplia mayoría de los refugiados, sin embargo, estaba compuesta por musulmanes. Hay un pequeño edificio frente al campamento en Traiskirchen que fue convertido en mezquita. Las relaciones entre la mezquita y la parroquia católica en Traiskirchen son bastante buenas; han colaborado en varios proyectos, especialmente, en la organización de las clases de alemán. Esto sucede a pesar de que la parroquia en Traiskirchen ha recibido a unos cuantos musulmanes en la iglesia.
Muchos de los refugiados sirios pertenecían a las clases media y alta, y aún tenían algo de dinero que les había quedado después del viaje, así como smartphones y otros objetos de valor. Esto hizo que algunos austríacos dijeran que no eran “refugiados reales” y que la situación estaba siendo explotada para que el islam avanzara sobre Europa. Pero sea cuales sean los efectos de la inmigración, sería absurdo cuestionar los motivos de (digamos) un médico o un abogado sirio que ha perdido a casi toda su familia, su hogar, su trabajo y su país para vivir en una carpa en un campamento de refugiados atiborrado en Traiskirchen, solo porque entre las pocas cosas que no perdió están unos miles de euros, un iPhone y un anillo de oro.
Los actuales debates acerca de la inmigración entre los globalistas liberales, por un lado, y los populistas nacionalistas, por el otro, ponen sobre el tapete preguntas fundamentales sobre la naturaleza de la solidaridad y la comunidad desde un punto de vista político. Ninguno de los dos lados ofrece respuestas satisfactorias. La inmigración plantea naturalmente preguntas así, por cuanto el grado de admisión de nuevos miembros en una comunidad varía ampliamente según cómo esa comunidad entienda y sostenga su propia unidad interna. Por lo tanto, una tribu nómada, que vive en carpas fácilmente vulnerables y que depende de estrechos vínculos de confianza, abordará la integración de extranjeros de un modo diferente a cómo lo haría una ciudad estado con casas de piedra, puertas con cerradura, filosofía especulativa, tribunales de justicia e incluso (quizá) columnistas de opinión.
El alto número de personas que huye de las incesantes guerras del Levante mediterráneo o de las penurias económicas y las perturbaciones en el hemisferio sur (causadas en parte por la dinámica de la globalización del capitalismo neoliberal), e intenta ingresar a los países prósperos y relativamente estables de Europa y Estados Unidos, ha llevado los debates entre los nacionalistas y los globalistas a un punto crítico. Los globalistas están a favor de una política abierta de inmigración, no solo por una razón de compasión hacia los necesitados, sino también como un medio para destruir los restos de las culturas nacionales homogéneas, con el fin de abrir camino a un futuro completamente progresista y multicultural, donde tanto el trabajo como el capital puedan fluir libremente. Por otro lado, los nacionalistas están a favor de las políticas proteccionistas de inmigración, en beneficio de aquellos que ya están unidos por los lazos de la nacionalidad, pero a menudo, con un desprecio cruel hacia las necesidades de los refugiados y los inmigrantes.
¿Cuántos refugiados deberíamos dejar ingresar? ¿Cuál es la mejor manera que tenemos de ayudarlos para que se integren a nuestras comunidades, de manera que ellos y nosotros nos volvamos más fuertes?
El debate entre el globalismo y el nacionalismo es, de muchas maneras, evocador de un debate generado en la antigua filosofía por las conquistas de Alejandro Magno: ¿el hombre es un animal político o un animal imperial? Es decir, ¿la naturaleza del ser humano lo limita a una vida comunitaria a pequeña escala de la antigua ciudad, donde pueda conocer a la mayoría de sus conciudadanos y donde una solidaridad basada en la amistad pueda unir a la comunidad? ¿O acaso la universalidad de la razón lo incline a, como dijo Plutarco, “que sus amigos y parientes sean los buenos y virtuosos [de toda la humanidad], y que los viciosos solo sean aquellos considerados extranjeros”?
La Edad Media cristiana intentó una síntesis de esos dos ideales. La cristiandad era idealmente una comunidad universal en la que todos los bautizados eran considerados amigos y conciudadanos de la Ciudad de Dios, y solo los musulmanes y los judíos eran considerados extranjeros. Y se suponía que la cristiandad era una comunidad unida bajo la autoridad espiritual del papa y la autoridad temporal del emperador. Pero ese orden era subsidiario y había muchos bienes comunes apetecidos en los niveles más bajos de los reinos, ducados, condados, abadías, pueblos, aldeas, etc.
La cristiandad medieval siempre estuvo cargada con tensiones. Las injusticias cometidas contra los musulmanes y los judíos son una mancha en su historia. Los cristianos luchaban entre sí, ejército contra ejército bajo la cruz, y también hubo conflictos entre los dos poderes, el espiritual y el temporal. Esta civilización cosmopolita y, a pesar de ello, unificada, siempre imperfecta, a menudo solo existente como un esbozo, comenzó a resquebrajarse a principios de los siglos XIII y XIV. El conflicto entre el rey Felipe el Hermoso de Francia y el papa Bonifacio VIII —que estalló cuando el papa promulgó un decreto que prohibía a los reyes poner impuestos al clero sin su consentimiento, escaló hasta convertirse en una amplia disputa acerca de la naturaleza del poder papal y real, y terminó cuando el rey Felipe envió a sus secuaces a secuestrar al papa— se debió en parte a un conflicto entre el antiguo ideal de la cristiandad y las fuertes monarquías territoriales emergentes.
Las nuevas monarquías transfirieron muchas de las exigencias de la iglesia sobre sí mismas y, por lo tanto, el reino de Francia comenzó a ser considerado un “cuerpo místico” encabezado por el rey. Y aquellos que habían muerto por Francia fueron considerados mártires. La clásica idea de patria, la tierra natal, que había sido antes aplicada a la ciudad celestial o a la aldea donde cada uno había nacido, ahora se aplicaba al reino de Francia. Esto tuvo que ver, en parte, con el redescubrimiento de la Política de Aristóteles en el siglo XIII. La enseñanza de Aristóteles con respecto a la polis ahora era aplicada al reino temporal, considerado como una sociedad completa surgida de una tendencia natural y, por ende, que recibía su autoridad de Dios a través de la ley natural, y no a través del poder revelado y delegado que Cristo había dado a Pedro.
Así comenzó el desarrollo del estado nación moderno, cuya ruptura del ideal de la cristiandad se consolidó en el siglo XVII en la Paz de Westfalia. El estado nación combina las peores características de las comunidades políticas e imperiales. Carece de las ventajas de una pequeña comunidad basada en la amistad y en la confianza mutua entre ciudadanos que realmente viven una vida común, pero conserva el egoísmo comunitario y el odio hacia el forastero típico de esas comunidades pequeñas. Carece de la amplitud y la capacidad para unir a muchas naciones típicas de los antiguos imperios, pero sí tiene todo su militarismo y su libido dominandi. El espectáculo absurdo del moderno “imperialismo” (así llamado de forma indebida) muestra una forma de solidaridad humana que carece de los bienes políticos más importantes y sustituye los bienes pacíficos del imperio con interminables e injustas guerras de conquista y esfuerzos internos de purificación.
¿Es posible afirmar que los Capetos y otros como ellos hicieron las cosas mejor que antes? No se puede negar que tales estados nación a veces servían al bien común hasta cierto punto, y no se puede dejar de elogiar el heroísmo de patriotas de verdad como Santa Juana de Arco. Pero, en conjunto, el auge de los estados nación parece haber traído más mal que bien. Las cada vez más idolátricas teologías políticas y las cada vez más totalizadoras guerras internas de autosacrificio con las que los estados nación han intentado reafirmar su solidaridad interna terminaron en la horrorosa masacre de las dos Guerras Mundiales.
Después de los horrores de las Guerras Mundiales del siglo XX, surgió un nuevo ideal de solidaridad global basado en una concepción secular y progresista de los derechos humanos. Sin embargo, este liberalismo áridamente racionalista y global no puede proveer de una verdadera solidaridad universal que solo puede encontrarse en el reinado social de Cristo. Por lo tanto, nos quedamos con la actual situación en la cual los herederos del racionalismo de la Ilustración contraponen su sueño poco realista de un final secular de la historia a los no menos desagradables herederos de los ideales de Felipe el Hermoso, Enrique VIII, el cardenal Richelieu y Bismarck. Mucho depende de cómo esta lucha termine. Mientras tanto, sin embargo, es importante intentar seguir la ley natural y los mandatos del evangelio, de la mejor manera posible en la situación presente.
Un problema que se agravó con el auge de los estados nación es el de la inmigración de los refugiados. Sin duda, este problema estaba desde mucho antes de la existencia de las naciones modernas. De hecho, fue la inmigración de las tribus germánicas hacia el Imperio romano lo que, en parte, provocó el final de ese imperio. A pesar de ello, los estados nación, con su avance incesante hacia la homogeneización de las poblaciones dentro de los territorios dados, han sido particularmente propensos a causar tales inmigraciones. Solo por poner un ejemplo, la Alemania moderna está profundamente marcada por los más de 14 millones de alemanes que huyeron desde los territorios anexados por Polonia y la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial. Conozco a muchos hijos y nietos de refugiados silesianos, que están marcados por un resentimiento profundo y duradero con respecto a la pérdida de sus hogares ancestrales.
Un importante precepto de la ley natural, enseñado desde siempre por la iglesia, es la obligación de ayudar a los refugiados y a los inmigrantes necesitados. Esta obligación está indisolublemente ligada al principio del destino universal de los bienes. En 1948, el papa Pío XII se dirigió a los obispos estadounidenses y les explicó lo siguiente:
La ley natural en sí misma, tanto como el amor por la humanidad, insta a que se abran caminos de inmigración para esas personas. Por cuanto el Creador del universo hizo todas las cosas buenas primordialmente para el bien de todos. Como en todas partes la tierra ofrece la posibilidad de dar sustento a un gran número de personas, la soberanía del Estado, aunque deba ser respetada, no puede ser extremada al punto de que el acceso a esta tierra sea, por razones inadecuadas e injustificadas, negado a las personas necesitadas y decentes de otras naciones, siempre y cuando, por supuesto, la riqueza pública [publicae utilitati], cuidadosamente considerada, no lo prohíba.
En este fragmento el papa Pío delinea el mandato de la ley natural para permitir la inmigración de los necesitados de otras partes del mundo hacia una forma de gobierno regida por el principio de que “el Creador del universo hizo todas las cosas buenas primordialmente para el bien de todos”. Este es un principio perenne de la Doctrina Social de la iglesia: “el destino universal de los bienes”. Uno de los testimonios más famosos que apoya ese principio fue dado por San Ambrosio de Milán en De Nabuthae:
No es solo un hombre pobre, Nabot, quien fue asesinado; cada día Nabot es derribado, cada día el hombre pobre es asesinado. Embargada por este miedo, la especie humana está ahora dejando su tierra. Con su pequeño a cuestas, el hombre pobre parte con sus hijos; su esposa lo sigue llorando, como si estuviera acompañando a su esposo a su tumba. Sin embargo, ella que llora sobre los cadáveres de su familia llora menos, porque ella [al menos] tiene la tumba de su esposo a pesar de haber perdido su protección; a pesar de que ya no tiene a sus hijos, al menos no los llora como exiliados; no se lamenta por lo que es peor que la muerte, los estómagos vacíos de su tierna descendencia. ¿Cuán lejos, oh, ricos, extendéis vuestra codicia enferma? “¿Habitaréis vosotros solos en medio de la tierra?” (Is 5:8). ¿Por qué desterráis al compañero que la naturaleza os ha dado y reclamáis para vosotros la posesión de la naturaleza? La tierra fue hecha para todos, ricos y pobres. ¿Por qué solo vosotros, oh, ricos, exigís un trato especial?
Las cosas externas como el alimento, el combustible y el refugio, así como la tierra que es necesaria para la producción de tales cosas son dadas por Dios a toda la especie humana para el sustento de la vida. La tradición reconoce que la propiedad privada es legítima en tanto permite tal sustento, pero aquellos que tienen propiedad más allá de sus necesidades se la deben a aquellos que están necesitados.
Josef Frings, arzobispo de Colonia y una figura principal de la resistencia alemana a Hitler, en un sermón de año nuevo durante el gélido invierno posterior a la guerra, defendió la práctica extendida de robar carbón de los trenes que lo transportaban. “Un único individuo, en estado de necesidad, debería tener permitido tomar lo que necesita para preservar su vida y su salud, si no puede obtenerlo a través de otros medios”, dijo desde el púlpito. De ese modo, el término “Fringsen” se volvió parte de una jerga con el significado de “hurto a pequeña escala de lo que sobra a los otros en aras de la supervivencia”. Santo Tomás enseña que esta práctica es permisible.
La enseñanza de Pío XII acerca de los inmigrantes es una aplicación específica de este principio general. Los países ricos que tienen exceso de bienes externos deben una parte de esos bienes a los necesitados que huyen de los países menos afortunados debido a la guerra, el desempleo o el hambre. Es una cuestión de justicia, no solamente de generosidad voluntaria.
Solo podemos beneficiar a aquellos que huyen hacia nuestras tierras si hacemos de esas tierras verdaderos lugares de justicia, lugares de refugio.
La situación actual en Afganistán, donde muchos afganos que colaboraron con las fuerzas de ocupación en los años siguientes a la invasión de la OTAN en 2001 están ahora buscando refugio en Estados Unidos y otros países de la OTAN, también implica otro principio de justicia: la responsabilidad que los países tienen hacia sus propios aliados. Los países de la OTAN tienen una responsabilidad especial hacia aquellos afganos que los apoyaron como intérpretes, agentes de seguridad, etc.
Claro que tales principios de justicia no anulan la responsabilidad de un país para preservar su bien común. El bien común incluye los lazos sociales que existen en una comunidad y de los cuales dependen su unidad y su paz internas. Por lo tanto, las exigencias del bien común variarán según qué tipo de lazo social sea necesario para mantener junta a una sociedad particular: el punto en cuestión en el debate globalista/nacionalista. Uno de los tipos de lazos sociales que aquellos al cuidado del bien común deben considerar son los lazos de las culturas locales que pueden ser perturbados por la inmigración excesiva. Pero hay algo seguro: no es aceptable para un país rico enmarcar la política de inmigración exclusivamente en términos de “lo que nos beneficia”. La riqueza del mundo ha sido dada a toda la especie humana y nosotros debemos al necesitado una participación en ella.
¿Cuántos refugiados deberíamos dejar ingresar? ¿Cuál es la mejor manera que tenemos de ayudarlos para que se integren a nuestras comunidades, de manera que ellos y nosotros nos volvamos más fuertes? Aquí es donde entran los debates realmente difíciles. Pero hay un principio seguro: solo podemos beneficiar a aquellos que huyen hacia nuestras tierras si hacemos de esas tierras verdaderos lugares de justicia, lugares de refugio.
En 2015 uno de los refugiados de Traiskirchen, a quien yo conocía —un iraní convertido al cristianismo— fue atacado por otros refugiados, musulmanes, cuando lo vieron leer la Biblia en su litera. Informó del asunto a las autoridades, pero ellas apenas le aconsejaron que fuera más prudente. Esta respuesta fue espantosamente insuficiente. Solo podemos beneficiar a aquellos que huyen hacia nuestra tierra si evitamos que los problemas que los forzaron a huir se repitan aquí. Creo que un paso importante en esa dirección sería recuperar nuestra concepción de nuestras comunidades políticas en tanto comunidades cristianas, como partes de la cristiandad. Los refugiados del mundo islámico hacia Occidente a menudo esperan encontrar aquí una sociedad cristiana. Quizá esta expectativa pueda sernos de ayuda para recordar lo que fuimos y lo que deberíamos ser.
El autor es editor de The Josias, de donde han sido adaptados fragmentos de este texto. Traducción de Claudia Amengual.