Un pie o una mano rozó el interior de mi vientre, un deslizamiento resbaladizo como una canica rodando bajo la piel. Un pequeño bebé empujaba mis entrañas en su habitual ritual vespertino de movimientos caóticos. Me senté y, mientras sentía su forma desconocida que golpeaba contra mi ser, pensaba en todo lo que ignoraba de ese niño: el grosor del cabello, el tono de los ojos, la forma de la nariz. Más próximo que un hermano y, sin embargo, más misterioso que un desconocido.
Este es el hijo que no esperaba. Él es el hijo que, hace un año, hubiera dicho que no deseaba. Pero su historia, como tantas, está ligada a la oportunidad misteriosa de un Dios que parece disfrutar asombrándonos. Mientras, a mis nueve meses de embarazo, permanecía sentada durante el Adviento, rodeada por recordatorios del inminente nacimiento de Jesús, a menudo me descubrí pensando en las sorpresas sagradas que no esperamos ni merecemos. Como tantos otros, fue en 2020 cuando me di cuenta de cuán a menudo el amor nos invita a tomar riesgos atemorizadores y hermosos.
Una mañana de sábado, la semana posterior a la Pascua, me desperté con la certeza de que estaba embarazada. Esa realidad se había colado bajo mis párpados en algún momento durante la noche y, para el momento en que estuve del todo despierta, se había consolidado. Sabía que había un bebé en mi interior, a pesar de que mi aplicación de fertilidad hubiera sugerido que un hecho así era imposible.
Mientras nuestras hijas —aún pequeñas— irrumpían en nuestro dormitorio, saltaban a la cama y despertaban a su padre con cosquillas, me deslicé hacia la planta inferior. Hurgué en el armario del baño en busca del test de embarazo que estaba perdido en el fondo. El resultado no fue más que una confirmación: una prueba para mostrar al resto del mundo. No me sorprendí ante esta respuesta. Llevé el test a mi esposo, le mostré que había dado positivo y rompí a llorar.
En tanto cristiana provida, me avergonzaba por sentir esta mezcla de miedo y estrés al haber descubierto que estaba embarazada. Creía con todo mi corazón que cada vida era preciosa y, además, estaba el hecho de que tantas mujeres jamás lograban ser madres. Sabía que debía sentir una alegría pura por esta nueva vida. Pero también me sentía cansada. El año 2019 había sido el tipo de año que me había llevado a suplicar a Dios que me diera un respiro en 2020, un descanso de las crisis emocionales, físicas, financieras y familiares que habían ocupado tantos de nuestros días. Y, sin embargo, ahí estábamos, a cuatro meses de iniciado el año, navegando en las aguas desconocidas de una pandemia a escala mundial. Mi esposo aún debía viajar diariamente al trabajo mientras yo permanecía en el refugio de nuestro hogar con dos pequeñas niñas inquietas, tratando de cumplir con los plazos y, simultáneamente, mantenerlas felices. En las últimas semanas habíamos tenido interrupciones intermitentes del servicio de internet y del agua corriente, y mi hija de casi dos años había desarrollado una tendencia hacia el peligro y las travesuras que me dejaba en un estado de pánico vigilante. Sentía que no había espacio para más. Ningún espacio para mantener otra vida con sus desafíos y alegrías combinados.
Sabía que elegiría a ese bebé, que le diría que sí, a pesar de mis miedos y de mi agotamiento. Jamás hubo duda alguna en mi mente acerca de que este bebé fuera nuestro y de que era un regalo que se nos daba. Pero también sabía que, en aquellos primeros días, lo estaba eligiendo a pesar de mí.
En la “pasividad activa”, la ternura se vuelve subversiva y radical a través de su naturaleza determinada y resuelta.
En algunos círculos cristianos provida hay una tendencia a temer el reconocimiento de la dificultad en aceptar la vida. Pero eso nos bloquea el amor y la empatía que deberíamos mostrar hacia las mujeres que de verdad los necesitan. Con demasiada facilidad desestimamos sus dificultades, sufrimientos y ansiedades. Ese día de abril recordé —y volvería a hacerlo varias veces desde entonces— a las mujeres cuyas circunstancias de vida son mucho más duras de lo que yo jamás había experimentado. Mujeres para quienes la pobreza, el ser madre soltera, un esposo violento o alguna patología grave volvía el embarazo aterrador o peligroso. Recordé cuán fácil es, en tanto persona provida, ignorar o excusar la dificultad de aceptar esta vida nueva.
Pero la verdad de elegir la vida es que eso necesariamente implica aceptar el riesgo y el miedo. En un mundo que nos sugiere que deberíamos estar al mando, o de que podemos ejercer el control para nosotros mismos, el embarazo y la crianza de los hijos nos confrontan con un montón de realidades incontrolables y desconocidas. Al contrario de lo que dicen los eslóganes más difundidos, el ser padres es algo que no puede ser planificado. A veces, ese rastro de control se hace añicos de una forma relativamente suave: cuando el trabajo de parto no se inicia en fecha, o cuando el supuestamente “sencillo” acto de amamantar nos desconcierta y destruye nuestra confianza maternal. A veces, la situación da un giro más trágico: cuando se detecta una cardiopatía prenatal, cuando se produce la muerte súbita del lactante o cuando un hijo ya crecido lucha contra su adicción. En cualquier caso, ser padres requiere que nos hagamos espacio para más de lo que creemos que podemos. Es una forma de hospitalidad radical, y el embarazo transforma esta realidad —este ensanchamiento para hacer espacio— en una metáfora encarnada dentro de la que las madres habitamos durante nueve meses.
Abrazar una nueva vida requiere más que una aceptación pasiva. Es cierto que nuestro cuerpo comienza el proceso de preparación antes de que nuestra mente y nuestras emociones se den cuenta de lo que está sucediendo. Pero una vez que la mente registra la realidad de otra vida, otro proceso debe acontecer. El alma y la mente bucean hacia la oscuridad, hacia lo desconocido, y hacen espacio allí donde parece que ya no lo hay, en una tarea imaginativa de hospitalidad que comienza en el cuerpo y se extiende hacia cada resquicio de vida.
“¡Ellos saben y sienten que lo potencial obra en ellos tanto como lo real!”, escribió Coleridge refiriéndose a los filósofos y a las orugas y comparando la imaginación curiosa con ese “instinto” que impele a la crisálida a hacer espacio para las antenas que aparecerán.
Esta tensión entre lo potencial y lo real, este hacer espacio a través de la expectativa y de la fe, es una descripción muy acertada del proceso que implica volverse madre. Preparar ese lugar para un niño a menudo puede parecer una experiencia pasiva en la que se deja al cuerpo hacerse cargo. Pero es lo que la filósofa Anne Dufourmantelle llamaba “pasividad activa”: aquella donde la ternura se vuelve subversiva y radical a través de su naturaleza determinada y resuelta.
A medida que los meses de mi embarazo transcurrían, a menudo pensaba en la Virgen María, en la poderosa ternura que caracterizó su maternidad y su vida. Ninguna otra mujer conoce mejor lo que significa cultivar una hospitalidad libre y abierta al hijo misterioso y hermoso que lleva dentro. En su obediencia simple y, sin embargo, radical —“Hágase conmigo conforme a tu palabra”— la pasividad activa adquiere un significado y una potencia nuevos.
“Esta es, precisamente, su mayor gloria: al no tener nada propio, al no conservar nada de un ´yo´ que pudiera vanagloriarse en lo que fuera por su propio bien, ella no interpuso ningún obstáculo a la misericordia de Dios y no resistió en modo alguno su amor y su voluntad,” escribe el monje trapense Thomas Merton. En el revolucionario acto de hospitalidad de María, la libertad y la voluntad de Dios “no fueron entorpecidas ni apartadas de [su] propósito por la presencia de un yo egocéntrico”. Ella observó y esperó, aceptó el riesgo y el miedo de un mundo quebrado —uno que la afligiría a ella y a su hijo, una y otra vez― y nos mostró un modelo de amorosa bienvenida.
En Puissance de la douceur 1, Dufourmantelle escribe que cada acto de cuidados humanos está envuelto en una pasividad activa de ternura y en la determinación para hacer espacio. A través de una ternura poderosa, aceptamos la fragilidad y la singularidad del otro. Pero la ternura también es una forma de distancia afectuosa, de hacer “espacio para lo que es más singular en los otros”, viéndolos tal como son en lugar de como desearíamos que fueran.
Hospitalidad “significa, ante todo, la creación de un espacio libre donde el extraño pueda entrar y volverse amigo en lugar de enemigo”, escribe Henri J. M. Nouwen en Abriéndonos: los tres movimientos de la vida espiritual. “La hospitalidad no implica cambiar a las personas, sino ofrecerles un espacio donde el cambio pueda tener lugar. No se trata de atraer a las personas hacia nuestro lado, sino de ofrecer una libertad no perturbada por líneas divisorias”. No importa cuán conocido pueda ser el otro, se trata finalmente de un alma misteriosa que se abre hacia otra. Esto requiere que respetemos la distancia y la libertad del otro. Aunque “el espacio vacío suele dar miedo”, escribe, “la paradoja de la hospitalidad es que busca crear vacío, no un vacío atemorizador, sino un vacío amistoso, donde los extraños puedan entrar y descubrirse a sí mismos como seres creados libres”.
En 2020 sentí con más intensidad la distancia y el misterio que existen entre las personas: la divergencia de opinión y experiencia, geografía y creencia, cuerpo y espíritu. Pero con cada nuevo mes de desafío y angustia, algo en mí respondía ablandándose y ensanchándose un poquito más. No era un proceso perfecto: con demasiada frecuencia me rendí a la furia y a la irritabilidad, al orgullo y a la vanidad. Pero desde la soledad de marzo hasta la oscuridad creciente de diciembre, sentí cómo mis brazos se abrían más y más, deseando verdaderamente ver y amar de un modo que no había sentido antes.
Ya sea lidiando con las discusiones políticas nacionales cada vez más agrias o con los aspectos desconocidos de la pandemia del coronavirus, todos hemos sido llamados a hacer espacio en nuestra vida para un amor riesgoso, una ternura poderosa que nos desafíe a ejercitar más la gracia y la fortaleza de lo que creíamos posible. A medida que surgen nuevas circunstancias desconocidas, somos llamados a renunciar a tener el control, una y otra vez. Pero esta forma de amor riesgoso requiere que demostremos nuestra propia hospitalidad radical ―conectados o desconectados― a medida que nos hacemos cargo del misterio del extraño entre nosotros, el amado desconocido, a quien Dios nos ha llamado a cuidar.
Tememos más las bendiciones de Dios que lo que pedimos por ellas, y buscamos sustituir nuestras peticiones insignificantes por su impresionante benevolencia.
Puede parecer extraño referirse al hijo no nacido como “el extraño”. Pero eso es lo que él o ella es. Es impactante ver a la partera o al doctor sostener a un bebé recién nacido, rojo, lloroso y real. A pesar de todo nuestro conocimiento íntimo uno del otro, ese es el primer encuentro como individuos distintos. Para el recién nacido la realidad de nuestra separación se percibe como vulnerabilidad, frío y resplandor ―sensaciones desagradables que serán acalladas y aliviadas por los brazos y los pechos de la madre. Para la madre, sin embargo, este encuentro es el momento en el que decimos “hola” a ese ser humano singular que hemos, por obra de algún milagro, mantenido dentro de nosotras y que recién vemos y conocemos como un otro.
El 21 de diciembre, un día antes de mi fecha probable de parto, empecé con las contracciones. Mis otras dos bebés habían nacido después de fecha y había pensado que tendría un bebé navideño. Pero mi pequeño niño llegó con una velocidad sorprendente durante el solsticio de invierno y nos dejó oír su primer llanto fuerte apenas treinta minutos antes de la medianoche, mientras Júpiter y Saturno formaban un “planeta doble” sobre nosotros. Mi adorable partera sostuvo a un bebé lloroso y yo lo observé con una mueca de aturdimiento. Aquí estaba, el amado desconocido que había esperado conocer. Desde entonces, ha llenado esos días oscuros de invierno con una alegría indescriptible.
En Una trenza de hierba sagrada, Robin Wall Kimmerer nos recuerda que desde la primera vez que sostenemos a nuestro hijo recién nacido, nos damos cuenta de que se alejará de nosotros a medida que crezca. Pero eso es lo que nos exige la maternidad: hacerle un espacio, cultivar una hospitalidad libre y abierta en la que el otro siempre es apreciado, pero nunca poseído. Kimmerer compara esto con el alga verde llamada Hydrodictyon, la “red de agua”.
La Hydrodictyon ofrece un lugar seguro, una guardería para peces e insectos, un refugio ante los depredadores, una red de seguridad para los pequeños seres del estanque… Pero una red de agua no atrapa nada, salvo aquello que no puede ser retenido. La maternidad es así, una red de hilos vivos que rodean amorosamente lo que no puede retener, lo que acabará por atravesarla.
Sostengo en brazos a mi bebé y sé que estos preciosos días transcurrirán rápidamente hacia nuevos riesgos y circunstancias desconocidas, nuevos desafíos al amor y a la ternura. No siempre se quedará tan cerca, tan contenido, acunado en la seguridad de mis brazos. Este es el desafío de la maternidad: amar con entusiasmo, intensidad, determinación y luego, por la gracia de Dios, dejar ir.
Creo que uno de nuestros mayores pecados es que estamos demasiado satisfechos. Tomaremos un poquito de la vida de Dios, un poquito de su bondad, aunque a menudo tengamos miedo de que nos dé demasiado de él. Tememos lo que pueda significar la plenitud de la alegría. No creemos poder con ella.
Y es cierto que no podemos. Nuestra vida no alcanza para equipararse a la suya. No hay suficiente alegría en nuestro corazón para comprender su júbilo y su deleite. A menudo tememos más las bendiciones de Dios que lo que pedimos por ellas, y buscamos sustituir nuestras peticiones insignificantes por su impresionante benevolencia. Solo estamos deseando llegar así de lejos, hacer todo ese espacio. Tememos su vida gloriosa y los riesgos que podría requerir de nosotros. Como María, debemos hacer espacio: aceptar nuestra flaqueza y abrazar el misterio, sabiendo que Dios es bueno incluso, y especialmente, en nuestra debilidad y en nuestra pobreza. Como dice Nouwen, solo cuando nos hemos percatado de nuestra pobreza podemos ser buenos anfitriones.
“Solo podemos percibir al extraño como un enemigo en tanto tengamos algo para defender”, escribe. “Pero cuando decimos ´Por favor, entra; mi casa es tu casa, mi alegría es tu alegría, mi tristeza es tu tristeza y mi vida es tu vida´, no tenemos nada para defender, porque no tenemos nada para perder, sino todo para dar”.
Mientras estoy aquí sentada, abrazando a mi pequeño hijo, pienso en la posada donde dijeron a María y a José que no había lugar. Me estremezco al pensar en mi vacilación y en mi miedo mientras abría en dos mi corazón para hacer lugar a este pequeño. Con mis brazos colmados por la promesa recibida en aquel apacible sábado de abril, las lágrimas de miedo fueron reemplazadas con paz y mi desesperación fue reemplazada con una alegría profunda y serena. Aún debo crecer y ensancharme mucho más. Pero ya no tengo miedo. Bienvenido, pequeño. Mi casa es tu casa, mi alegría es tu alegría, mi tristeza es tu tristeza y mi vida es tu vida.
Traducción de Claudia Amengual
Notas
- N. de la T. – El original en francés fue publicado en 2013 por la editorial Payot, en París. Traducción al inglés de Katherine Payne y Vincent Sallé: Power of Gentleness (Nueva York: Fordham University Press: 2018).