Aquí, en el interior rural de Burundi, en enero de 2020 nació un bebé de dos kilos y medio. Tenía expuesta una parte de su intestino delgado. Necesitaba una intervención quirúrgica. Sin anestesia general, la intervención era imposible, y dar anestesia a un bebé tan pequeño es extremadamente difícil. Durante la intubación, el exceso de fluidos administrados por vía intravenosa podría matar a un bebé de ese tamaño. Además, el ventilador calibrado para adultos podría hacer estallar sus pulmones. Un bebé es propenso a sufrir hipotermia, por lo que los anestesistas deben controlar cuidadosamente su temperatura. Anestesiar a un bebé requiere vigilancia y la calma que trae la experiencia.
Los padres llevaron a su bebé al Hope Hospital de Kibuye, un hospital rural gestionado por una iglesia, con doscientas cincuenta camas, al final de un camino sucio flanqueado por plátanos y eucaliptus. En el equipo médico había un anestesiólogo misionero estadounidense, el doctor Greg Sund, pero estaba de viaje por el día. Los anestesiólogos son médicos entrenados para administrar anestesia, con años de formación para enfrentar casos así de difíciles, y Greg era el único anestesiólogo en un país de doce millones fuera de Bujumbura, la ciudad más grande.
Pero Kibuye también contaba con Berchimas Ndikumana, un miembro de su equipo de anestesistas no médicos, una especialidad a menudo llevada a cabo por enfermeras con entrenamiento avanzado. Berchimas —que había crecido en una colina próxima al hospital, es el segundo hijo de unos granjeros y compone música góspel en su tiempo libre— sabía cómo dar anestesia general a un bebé pequeño. En Estados Unidos, las enfermeras anestesistas necesitan formación especial en esa área.
Berchimas logró intubar al frágil bebé, lo asistió a lo largo de la intervención quirúrgica y luego lo limpió con cuidado y le quitó las sustancias viscosas que se usan para los monitores durante la cirugía. Y, finalmente, lo despertó. Envolvió al bebé en un paño y se lo llevó a sus padres que esperaban en la sala de recuperación.
“Cuando estás acostumbrado, es fácil”, dijo en francés.
Dos semanas antes, un bebé de cuatro días había llegado al hospital. El bebé no había tenido deposiciones desde el nacimiento, probablemente por un defecto congénito, y su vientre se veía enorme, con la delicada piel tirante. Esto suponía un alto riesgo de que vomitara y aspirara el vómito durante la cirugía. Gloria Iteriteka —una anestesista que había crecido junto al hospital y asistido a la escuela con Berchimas, y que ora antes de comenzar cada jornada en el hospital— se encargó de la anestesia general del bebé. El doctor Jason Fader, un cirujano misionero estadounidense que ha vivido y trabajado en Kibuye desde 2014, se ocupó de la cirugía junto a ella.
“Dio en el clavo,”, dijo Jason. “Y el bebé está vivo. Seis años atrás no hubiera tenido chance”.
En 2014, Kibuye, el principal hospital universitario de la Facultad de Medicina de la Hope Africa University, no tenía la posibilidad de dar anestesia general, pero ahora cuenta quizá con el mejor servicio de anestesia en Burundi, fuera de Bujumbura. Los anestesistas de Kibuye son buenos porque Kibuye es un hospital universitario.
Se ha convertido en una fuente de talento médico y produce doctores y enfermeras capacitados —y motivados por su fe— para trabajar en un entorno rural duro, con pocos recursos. Cuando, durante la pandemia, los gobiernos extranjeros y las organizaciones humanitarias extranjeras convocaron a regresar a sus respectivos países a los equipos que trabajaban en África, los especialistas misioneros médicos que estaban capacitándose en Burundi se quedaron en su gran mayoría. Y el equipo de anestesistas cada vez más amplio ofreció una estabilidad institucional a más largo plazo.
La mayor parte de los servicios médicos de Burundi está concentrada en Bujumbura, y la mayoría de su población de doce millones vive en el campo. Un buen servicio de anestesia es un asunto importante para un área que un cirujano una vez me describió como uno de los lugares más “quirúrgicamente desolados” del planeta. También es importante para el África subsahariana, donde los servicios de anestesia insuficientes contribuyen a una tasa de mortalidad extremadamente alta en mujeres a las que se practicó una cesárea.
La Federación Mundial de Sociedades de Anestesiólogos (WFSA) recomienda un mínimo de cinco médicos especializados en anestesiología por cada cien mil personas. Según ese estándar, debería haber seiscientos anestesiólogos en Burundi. Burundi tiene seis anestesiólogos, según la WFSA. El equipo de anestesia del país me informó que ese número ha descendido a cuatro, y todos están en Bujumbura. Cuatro anestesiólogos para doce millones de personas. Estados Unidos tiene veintiocho mil seiscientos anestesiólogos, de acuerdo con la Oficina de Estadísticas Laborales. Sin anestesiólogos, se vuelve incluso más importante capacitar a buenos anestesistas como Berchimas y Gloria.
Los hospitales confesionales en el África subsahariana son un recurso poco reconocido de capacitación para el personal nacional, en tanto se han transformado en hospitales escuela mayoritariamente dirigidos por la iglesia. Están desarrollando personal y especialistas de alta calidad, pero pocos se han dado cuenta. Los proveedores de salud religiosos “han sido ignorados durante décadas por el mundo de la investigación y de la política”, escribió un grupo de investigadores en salud pública en The Lancet en 2015. “No son simplemente una reliquia de un sistema de salud de una era misionera pasada, sino que tienen importancia y un papel que cumplir (especialmente en sistemas de salud frágiles)”.
En 2014, Jason era el único cirujano en el hospital y atendía a millones de personas en esa área con la ayuda de un anestesista. Él y el personal tenían que improvisar durante los fines de semana o cuando el único anestesista se tomaba licencia. El personal estaba “capacitado para el trabajo y podía aplicar anestesia raquídea”, recuerda Jason. “Probablemente hasta podrían haber hecho una cesárea”.
Joseph Nibigira comenzó a trabajar en el hospital como anestesista en 2015, y recuerda haber usado ketamina en lugar de anestesia raquídea para hacer intervenciones quirúrgicas, una opción más riesgosa que la anestesia.
“Estábamos muy limitados”, dijo Joseph en francés. Y aquí estaba cinco años después, hablando en medio de un procedimiento de anestesia general para un paciente con la cadera fracturada, que requería la inserción de un clavo quirúrgico”. La ketamina “causaba muchos problemas en la cirugía” y agregaba el riesgo de que hubiera aspiración, dijo. Con la ketamina no hubiera podido hablar en medio de una cirugía como estaba haciendo en ese momento, porque hubiera estado preocupado monitoreando al paciente a cada segundo. A veces, después de unos quince minutos, el paciente comenzaba a moverse y había que suministrarle más ketamina.
Con una capacitación a tiempo completo en anestesiología recibida por parte de Greg, el anestesiólogo que comenzó a trabajar en 2017, el departamento de anestesiología creció. De 2018 a 2019 el volumen del hospital aumentó un treinta y cuatro por ciento, con una demanda acumulada de servicios médicos. En 2016, Kibuye hizo dos mil cirugías mayores al año. En 2019, tres mil cien. El hospital internó a ocho mil cuatrocientos pacientes en 2018 y a diez mil quinientos en 2019. Cuando le pregunté a Jason, que se desempeña como funcionario médico en jefe del hospital, cómo era que el volumen del hospital había crecido tanto en un año, me dijo que la pregunta era otra. La pregunta debía ser: ¿Cómo era que el hospital no había crecido más?
“El crecimiento es ilimitado”, dijo. “Internamos a diez mil pacientes. La necesidad es cien mil”.
El personal necesario para aumentar la capacidad del hospital toma años de inversión y capacitación. Berchinas viajó a la Hope Africa University —la universidad cristiana que se encuentra en la capital, y asociada con Kibuye— e hizo una rotación de tres meses en Kibuye donde Greg le enseñó en los pasillos y quirófanos. Cuando terminó su educación, Kibuye necesitaba anestesistas y así fue cómo él se trasladó allí. Una vez en el hospital, Greg le enseñó más, como, por ejemplo, a hacer un bloqueo de nervio.
“Cuando comencé a trabajar, tenía miedo, pero ahora que tengo experiencia, ya no lo tengo”, dijo Berchimas. “Nací aquí y me dio alegría venir y ayudar a los pacientes en mi entorno… A cada momento recuerdo lo que Dios ha hecho por mí”.
El personal capacitado en el medio rural también está dispuesto a improvisar. Un jueves de enero, el hospital quedó sin energía eléctrica mientras los ingenieros trabajaban en su relativamente nuevo sistema de energía solar. El personal que trabajaba en el hospital desde antes de que hubiera un sistema de energía constante estaba acostumbrado a eso, así que las intervenciones quirúrgicas continuaron sin anestesia general.
Ingresó una mujer que había tenido un accidente de tránsito y presentaba fracturas expuestas. No tenían energía eléctrica y debieron operarla sin hacerle antes una radiografía. En el quirófano a oscuras, un anestesista aplicó anestesia raquídea y Joseph sostuvo una linterna, mientras Jason operaba. Al día siguiente la mujer estaba recuperándose en la sala.
Trabajar en un hospital rural como este es también un acto de servicio: el personal podría hacer más dinero en la ciudad, lo que no sería algo egoísta teniendo en cuenta que estos anestesistas sostienen familias con numerosos integrantes. Para trabajar allí, muchos miembros del personal deben pasar alejados de su cónyuge e hijos quienes no necesariamente tienen trabajo, escuela o familia en la Kibuye rural. Los miembros del personal pueden ver a su familia una vez cada varios meses. El anestesista Pamphile Muvunyi tiene esposa y tres niños, que viven a horas de distancia: “Los echo mucho de menos”, dijo en francés.
Un número de anestesistas compartía un cuarto en las cercanías y allí transcurrían las noches. Berchimas vivía en casa de su abuelo y tenía media hora de caminata hasta el hospital donde hacía sus turnos. A veces, esa caminata era bajo lluvia torrencial o por la noche, lo que resultaba atemorizador en la oscuridad absoluta del campo.
“Cuando trabajas en el campo, debes decidir ´Voy a servir´”, dijo Moïse Niyuhire, un médico que estaba haciendo una pasantía de posgrado en Kibuye. Dice que un cirujano en la ciudad ganaría al menos el doble de lo que ganan los cirujanos en el campo. Y en el campo, “no hay lugar para que tu esposa trabaje”.
Cuando se le pregunta a cualquiera de los anestesistas si siente pasión por la anestesia, uno queda perplejo. Se dedican a la anestesia porque les fue bien en la escuela y porque son competentes en su trabajo. Berchimas, que es muy bueno con la anestesia, no lo hace porque sea su pasión, dice, sino para “servir” y porque “debe”. Con su salario paga la escuela de sus seis hermanos.
“Trabajamos como misioneros”, dijo Samuel Nizigiyimana, uno de los anestesistas, que fundó la Asociación Nacional de Anestesistas en Burundi, y da entrevistas en la televisión y en la radio de su país para contar acerca de la necesidad de anestesistas. Acababa de aplicar anestesia en una cesárea. Estuvo allí hasta las 4 a.m., se dio una ducha, luego volvió para otro turno y en ese momento estaba aplicando anestesia a un caso de hernia. En Kibuye, “Hay servicio [médico], y hay un servicio de Dios. Eso construye la reputación del hospital”.
Pero la muerte es frecuente aquí, y hay limitaciones en el tratamiento de enfermedades como el cáncer. En casos así, un buen servicio de anestesia puede ser un paliativo importante. Un jueves, llegó al hospital una enfermera que venía de una clínica regional. Empujaba una silla de ruedas donde iba un paciente de once años. El niño estaba llorando y gimiendo por el dolor. El cáncer estaba tomando su cuerpo. Su brazo estaba tan hinchado que tenía tres veces el tamaño normal, y la carne se había necrosado. Los cirujanos iban a amputárselo como medida paliativa. El niño iba a morir.
Greg habló con la enfermera —según contó ella, los padres lo habían abandonado— y dio al niño anestesia local para que pudiera dormir esa noche en el hospital antes de la operación. Greg tomó una jeringa con anestésico, y con ayuda del ecógrafo identificó un conjunto de nervios. Mientras lo hacía, les enseñaba a los anestesistas. Les explicaba que estaba haciendo un bloqueo interescalénico para anestesiar del hombro hacia abajo. El niño durmió esa noche, pero en la mañana el efecto de la anestesia estaba disminuyendo. Las enfermeras pronto lo trasladaron al quirófano para proceder a la amputación, y luego de operarlo, Greg le aplicó más anestesia.
Ese día Greg aplicó más anestesias en las extremidades superiores junto con el personal de anestesistas. Una vez que cada uno hubo hecho diez, él le entregaba un certificado de técnico en bloqueo de nervios. Al día siguiente, Pamphile, uno de los anestesistas, aplicó una anestesia local en el quirófano y se lo veía entusiasmado: “¡Funcionó!” Pamphile no conocía a otros anestesistas en Burundi que pudieran aplicar anestesia local.
El verano pasado, con el objetivo de que hubiera más personal formado en aplicación de anestesia, Greg dejó Kibuye para iniciar una residencia en anestesiología en otro hospital religioso, Kijabe, en Kenia, a través de un programa de capacitación llamado PAACS. Kijabe ya tenía un programa fuerte de capacitación para los anestesistas. A las dos semanas de anunciar el plan de residencia en anestesiología en Kijabe, Greg hizo treinta aplicaciones para dos lugares dispuestos en el programa.
Era difícil para Greg dejar Burundi después de seis años, pero parecía una buena visión a largo plazo capacitar a más anestesiólogos en lugar de a una enfermera anestesista aquí y allá. Más anestesiólogos podrían capacitar a más anestesistas de alta calidad. Espera reclutar a un médico burundés para que asista a la residencia en anestesiología y luego regrese a Kibuye.
Los anestesistas burundeses se quedaron. Joseph dirigía el equipo. Berchimas, Gloria, Samuel, Pamphile y otros se estaban ocupando de los casos junto a Jason y a los otros cirujanos integrantes del equipo. El hospital echa de menos no tener más a un anestesiólogo pero Greg enseña a través de Zoom y responde preguntas de los anestesistas cada vez que surgen.
“El equipo se siente fuerte”, dijo Joseph. “Aparte de Bujumbura, no hay otro hospital como este”.
Una buena anestesia no resuelve la sarta de otros problemas y sufrimientos referidos al servicio médico en un ámbito rural con pocos recursos. El doctor Ted John, un cirujano misionero estadounidense, practicó la cirugía al bebé de dos kilos y medio y Berchimas se encargó de la anestesia sin inconvenientes. La cirugía salió bien, pero cuando abrió al bebé, el doctor se sintió devastado al ver que tenía un intestino corto.
“Estos niños casi nunca sobreviven”, dijo, dejando salir un profundo suspiro. “No pueden absorber la alimentación”. Introdujo el intestino y cerró la herida. Berchimas despertó al bebé. Ted y el equipo quirúrgico pasaron a la cirugía siguiente, un fémur roto. Luego Ted tuvo otra cirugía de un bebé que necesitaba una colostomía para vivir. Pamphile se encargó de la anestesia, mientras Berchimas era llamado al departamento de emergencia para ayudar con un suero intravenoso. El bebé sobrevivió.
Una tarde, esa misma semana, el equipo quirúrgico —enfermeros, cirujanos, anestesistas y técnicos— tuvo una celebración conjunta en la cantina del hospital. Tomaron Fanta y acumularon platos con arroz, papas, arvejas y carne. Luego Jason empujó su silla de plástico hacia atrás y ofreció a los presentes una evaluación del departamento de cirugía. Mencionó cuánto habían aumentado los casos. Luego compartió tres proverbios burundeses en kirundi, la lengua que se habla en Burundi, que uno de los médicos burundeses me tradujo de manera aproximada. Jason dijo que se necesitan tres piedras para armar el fuego para cocinar. No alcanza con una. Es mejor hacer las cosas juntos. Y si fracasan, poco a poco van a mejorar.
Después de la comida, todos regresaron a los quirófanos.
Traducción de Claudia Amengual