En 1927, Millicent Fawcett, líder del movimiento sufragista británico, se refirió a Josephine Butler como “la mujer más distinguida del siglo diecinueve”.1 Entre las primeras activistas feministas, Butler creó conciencia pública acerca de la difícil situación de las mujeres indigentes, trabajó para abordar el tráfico humano y llevó adelante una enérgica campaña para garantizar la igualdad de derechos a las mujeres.
A lo largo de los últimos dos años he estado estudiando la vida de esta mujer, y me he sentido profundamente impactada por su fe. Josephine Butler (1828-1908) vivió una vida inmersa en la oración. La oración surge en sus textos como un diálogo íntimo con Cristo, pero también como la dinámica esencial en una visión radical social y política. Fue en la oración donde Butler reimaginó su mundo y permitió que otros lo hicieran. Fundamentalmente, fue en la oración donde Butler reimaginó la figura de la prostituta —objeto de miedo, odio y lujuria— como un ser humano con dignidad, con una voz e igual valía ante la ley.
Cuando niña, la imaginación de Josephine fue captada por Cristo mientras escuchaba leer la Biblia en voz alta en su hogar. Su padre, John Grey, de Dilston, era un importante terrateniente en Northumberland y, de acuerdo con la tradición, la familia asistía a la iglesia anglicana local. Pero durante su adolescencia Josephine se sintió atraída por asistir a alegres veladas en una pequeña iglesia metodista. Se trasladaba hasta esas reuniones con una sirvienta de la casa Dilston, y las dos viajaban en la parte trasera de un carro, sentadas sobre pilas de arpillera. Fue durante esos años cuando ella desarrolló para toda la vida el hábito de la oración. Reflexionando acerca de ese período, Butler escribe:
Le hablaba a Él en soledad, como a una persona que pudiera responder. A veces dedicaba noches enteras a la oración, porque el día no me pertenecía del todo. No hay que imaginar que en esas ocasiones desarrollaba algún tipo de entusiasmo: el esfuerzo implicaba mucho dolor y una determinación tenaz; tampoco era que un sentimiento devoto me alentara. Se trataba de un deseo de conocer a Dios y mi relación con Él.2
En 1852 Josephine se casó con George Butler, un tutor de literatura clásica en la Universidad de Oxford. Cuando Josephine recién llegó a Oxford quedó encantada con el lugar. Por provenir de una familia rica y liberal, el acceso al conocimiento no era algo extraño para ella. Pero cuando en las librerías apareció una novela altamente controversial, el deleite que Josephine sentía por la cultura de Oxford dio paso a una desilusión. Ruth, la novela de Elizabeth Gaskell escrita en 1853, narraba la historia de una joven mujer seducida por un rico caballero, abandonada por su amante, embarazada, expulsada de su lugar de trabajo sin una referencia, rechazada por su familia y por la sociedad. Butler se sintió cautivada por la historia. En la siguiente cena en Oxford, permaneció sentada en un anonadado silencio escuchando cómo los hombres instruidos de la ciudad desdeñaban el libro. Allí, en torno a la mesa, Butler vio desplegadas las mismas actitudes sobre las que había leído en la novela. Fue en esa misma época cuando Butler comenzó a conocer a mujeres jóvenes en las calles de Oxford, algunas poco más que unas niñas, que habían sido llevadas a la ciudad para satisfacer los apetitos sexuales del establishment masculino. Por primera vez en su vida, Butler se topó con el submundo de la prostitución victoriana.
“Le hablaba a Él en soledad, como a una persona que pudiera responder. A veces dedicaba noches enteras a la oración, porque el día no me pertenecía del todo.”
Los aprietos de una mujer en particular obsesionaron a Butler. Con apenas dieciocho años y abandonada a enfrentar sola un embarazo, sumida en la angustia asesinó a su hijo recién nacido. El escandaloso caso de infanticidio fue informado en la prensa; la mujer fue retratada como la esencia del pecado y arrojada a la prisión para hacer trabajos forzados. Butler también vio el crimen del que jamás se habló: el padre de la criatura sentado a una mesa durante una cena pontificando acerca de la novela de Gaskell antes de hacer su visita habitual al otro lado de la ciudad. ¡La faz pública y la vida privada protegidas por la misma muralla de privilegio masculino!
Cuando aquella mujer fue liberada de la prisión, los Butler la llevaron a vivir a su casa justo en el centro de Oxford. Fue una participación pública en el sufrimiento de esa mujer y también una denuncia. Las puertas de Oxford se cerraron para los Butler y la pareja se encontró del otro lado de la muralla del prejuicio.
Años después, ya con cuarenta y dos años, siendo una ocupada ama de casa y esposa de un director de escuela, Josephine Butler se encontró en el piso húmedo de piedra en el gran sótano bajo el asilo para pobres de Brownlow en el puerto de Liverpool. La familia se había mudado a Liverpool desde Cheltenham, donde George Butler trabajaba como maestro de escuela después de haber dejado su puesto en Oxford. El sótano vacío era un “galpón de estopa”. Allí, a cambio de pan y de un lugar donde dormir durante algunas noches, unas mujeres, la mayoría de las cuales solía prostituirse por monedas, separaban las fibras sueltas de cuerdas viejas para ser usadas para calafatear barcos de madera. “Descendí a los galpones de estopa”, escribe Butler, “y supliqué ser admitida”.
Me llevaron a una cámara inmensa y sombría repleta de mujeres y muchachas; probablemente más de doscientas en ese momento. Me senté en el suelo entre ellas y tomé la estopa. Se rieron de mí y me dijeron que mis dedos no servían para ese trabajo, lo que era cierto. Pero, mientras ellas reían, nos hicimos amigas.3
En los meses que siguieron a esa primera visita, Butler enseñó a aquellas mujeres de Liverpool a orar. Recuerda una de esas visitas vívidamente en sus memorias:
Recuerdo a una muchacha alta, morena, guapa, de pie entre nosotros, entre los desechos húmedos y entre las pilas de cuerda alquitranada, que repetía… las palabras de Jesús de principio a fin y terminaba con “La paz os dejo. Mi paz os doy. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo”. Ella misma había seleccionado este pasaje, y las demás —una audiencia miserable, sucia, ignorante, en algunos casos criminal y en otros, furiosa y desafiante— escuchaban en absoluto silencio… Dije: “Arrodillémonos y clamemos a ese mismo Jesús que dijo esas palabras”. Y cada una de ellas cayó sobre sus rodillas, con reverencia, sobre aquel piso húmedo de piedra, algunas repitiendo las palabras después de mí, otras gimiendo y sollozando. Era un extraño sonido unido en un lamento —continuo, penoso, fuerte— como un gran suspiro o un murmullo de un vago deseo y una esperanza, emitido desde el corazón de la desesperanza, penetrando la atmósfera turbia y sombría de aquella cámara y elevándose para alcanzar el corazón de Dios.4
Lo que esas mujeres en el galpón de estopa no sabían entonces era la dimensión de la pena personal que Butler cargaba en aquel momento de su vida. Los Butler tenían cuatro hijos, tres niños y una niña. Dos años antes de la escena narrada aquí, en agosto de 1864, la hija de los Butler, Eva, cayó de lo alto de la escalera de la casa familiar al recibidor embaldosado. Eva murió después de una agonía en la que se hicieron esfuerzos por salvarla. “Jamás podré olvidarlo”, escribió Butler años después. “La caída, el grito repentino y luego el silencio. Era nuestra única hija, luz y alegría de nuestra vida”.5
Durante los dos años siguientes después de la muerte de Eva, Butler luchó contra la depresión y la desesperación. Fue en ese tiempo que visitó por primera vez los galpones de estopa. “No tenía una idea clara más allá de esa visita”, escribe, “ningún plan para ayudar a los otros; mi único deseo era hundirme en el corazón de algún sufrimiento humano y decir (como después aprendí que podía) a las personas afligidas: comprendo; yo también he sufrido”.6
A mediados del siglo diecinueve no había nada extraño en que las mujeres de clase media hicieran “tareas de rescate” entre las prostitutas, también conocidas como “mujeres caídas”. Pero Butler se negaba a llamar “trabajo” a sus visitas al asilo de Brownlow. En lugar de eso, hablaba de las mujeres mencionando el nombre de cada una, sus rostros e historias, mujeres que eran sus amigas. Se negaba a usar el término “prostituta” o “mujer caída”, y en su lugar, adoptó el término “marginada” para describir la vida de esas mujeres.
Butler continuó visitando a sus amigas durante dos años. Cuando alguna de las mujeres enfermaba y no podía trabajar, la invitaba a vivir con su familia en su casa. Más tarde, instaló pequeñas casas de reposo donde las mujeres que antes se habían ganado la vida a duras penas en las calles pudieran encontrar refugio y empleo.
De manera singular, Butler conectó la experiencia de la pena personal con la pena colectiva del sexo femenino. Entendió su vocación como un acto de intercesión en el cual ella era parte de la experiencia de las mujeres marginadas. En la escritura de Butler hay un vínculo intrínseco entre la angustia y la capacidad para percibir y hablar de la injusticia. El dolor personal se vuelve un dolor político que, a su turno, se vuelve un semillero para un cambio cultural duradero.
En cada punto de su escritura, Butler contrasta la observancia de los códigos religiosos por parte de las personas devotas y respetables con el desesperado grito de la marginada y su simple anhelo de Dios. Es a la marginada a quien Dios escucha cuando ora. Cristo, insiste Butler, no solo acoge a la marginada, sino que se volvió un marginado, sometiéndose a la vergüenza de la exclusión para acabar con las categorías y las definiciones de poder existentes. Dios no es el juez que preside, sino que interviene, al igual que Butler, como un amigo que comparte el sufrimiento.
Mientras Butler seguía visitando a aquellas mujeres en Liverpool, el Parlamento aprobó una serie de leyes conocidas como Leyes de Enfermedades Contagiosas. Instauradas en 1864 y ampliadas en 1867 y 1869, dichas leyes fueron aprobadas para abordar la rápida diseminación de enfermedades venéreas entre las fuerzas armadas británicas. Según lo estipulado en las leyes, cualquier mujer que viviera en una ciudad o puerto donde hubiera una guarnición militar y fuera sospechada de prostitución podía ser arrestada por la policía y sometida a una revisión médica quincenal. Si se comprobaba que la mujer padecía alguna enfermedad venérea, podía ser encerrada en una sala de hospital por un período de hasta nueve meses. Al final de ese período, se entregaba a la mujer un certificado que aseguraba a su futura clientela masculina que su cuerpo no estaba contaminado. Si una mujer se negaba a la revisión obligatoria, se la conducía ante el juez y asumía la responsabilidad exclusiva de probar su virtud.
Si uno esperaba reconfigurar las realidades sociales y políticas, pensaba Butler, uno debía comenzar por la oración personal.
Las leyes fueron entendidas como recursos sanitarios. Por lo general, se creía que la revisión obligatoria era el único modo de lidiar con lo que era una epidemia de enfermedad venérea. Pero Butler consideró esas leyes a través de la perspectiva de sus amigas en Liverpool. Para ella, las leyes eran un símbolo concreto de un doble estándar sexual abominable que causaba un sufrimiento y una pena incalculables. Una vez que una mujer hacía concesiones desde el punto de vista sexual, ya no tenía vuelta atrás. Y, sin embargo, la sociedad hacía la vista gorda a las llamadas “inclinaciones naturales” de los hombres.
En 1869 se constituyó una pequeña Asociación Nacional de Damas para oponerse al proyecto de ley. Se le pidió a Butler que la liderara. Su decisión de oponerse a las leyes provocó indignación entre las mujeres acaudaladas e intelectuales de su círculo social. Adherir a esa causa implicaba desperdiciar los propios talentos en una empresa inútil y moralmente discutible. Una cosa era rescatar individualmente a algunas mujeres de la prostitución y otra distinta, abordar los asuntos sistémicos de la injusticia social.
El 1° de enero de 1870, bajo el liderazgo de Butler, la Asociación Nacional de Damas emitió un manifiesto de ocho puntos en términos incisivos donde se denunciaba las Leyes de Enfermedades Contagiosas como un ejemplo flagrante de discriminación de clase y sexo. Las leyes, argumentaban, eran inconstitucionales y privaba a las mujeres desfavorecidas de sus derechos legales. Arrestar a una mujer sin pruebas ni juicio y obligarla a someterse a una revisión degradante era una parodia de las normas legales. Más aún, al colocar la culpabilidad únicamente en la mujer, las leyes autorizaban la discriminación. Tal como Butler escribió en un influyente ensayo de 1871: “El peligro de toda la comunidad es inminente cuando la salvaguardia de la ley del derecho constitucional es barrida de cualquier porción de esa comunidad”.7 Argumentaba que cualquier reforma futura sería imposible mientras algunos humanos fueran dejados de lado para ser comprados y vendidos como esclavos con el propósito de un placer ilícito que luego era excusado y escondido por la alta sociedad, y respaldado por el estado.
Butler había planteado su desafío. Sin embargo, lo que para ella era evidentemente correcto no lo era para aquellos que, de un modo u otro, se beneficiaban del existente orden de las cosas. Tomó dieciséis años de trabajo agotador antes de que las Leyes de Enfermedades Contagiosas fueran finalmente eliminadas de la legislación. Durante ese tiempo, Butler fue físicamente agredida en varias oportunidades. Su familia fue objeto de repetidas amenazas de muerte y varios ataques incendiarios. En alguna ocasión, cuando Butler se puso de pie para hablar, le arrojaron excrementos. Y otra vez fue necesario que catorce guardaespaldas la protegieran de una turba violenta mientras se trasladaba desde un vagón de tren para dirigirse a una audiencia en el ayuntamiento.
A lo largo de la campaña, Butler oró con mujeres en las calles y enseñó a otros a hacer lo mismo. Oró con líderes de todos los partidos políticos y todas las confesiones religiosas. Armó redes de oración que conectaban a aquellos que carecían de representación social y política con aquellos que tenían mucho poder. Los encuentros relacionales que promovió entre distintos grupos y clases sociales desafiaban las categorías culturales y políticas existentes. Al cruzar las divisiones de clase, educación y religión, la Asociación Nacional de Damas con el tiempo creció hasta convertirse en la columna vertebral de un movimiento de mujeres emergente.
Este grupo trabajó entre prostitutas registradas, recogiendo pruebas, escuchando testimonios y recopilando estadísticas. Sus miembros visitaban a las familias de clase trabajadora a lo largo y ancho de Gran Bretaña y, después de 1874, a través de Europa continental. Introdujeron reformas educativas y laborales locales, proporcionaron asistencia jurídica donde no la había, estimularon a las mujeres a resistir los requisitos legales de las leyes y establecieron conexiones con el Parlamento.
Si uno esperaba reconfigurar las realidades sociales y políticas, pensaba Butler, uno debía comenzar por la oración personal. Sin estar a solas con Dios, los individuos estarían inmersos en el entorno cultural existente, con sus definiciones de poder predominantes: poder de clase, poder sexual y poder religioso. Sin la oración, la conciencia se adormecería y la pasión se apagaría, dejando al individuo incapaz de pensar y actuar sin un criterio independiente.
A lo largo de su vida, Butler continuó dedicando una parte de cada una de sus mañanas a la oración en soledad. Butler se preguntó: ¿Cómo encontraremos la libertad para imaginar algo nuevo si estamos sujetos a la escandalosa tiranía de una sociedad que nos incluye a presión en su modo de definir a los otros? La persona que ora participa en la imaginación de Dios y acaba por ver como Dios ve. Aquellos que oran son liberados de la inculturación y son involucrados en una acción directa con Dios para movilizar y llevar a cabo un cambio profundo y duradero.
Este es el legado de Josephine Butler: una imaginación social y política nueva. La prostituta —considerada un desecho por la cultura victoriana— se volvió para Butler un signo no solo de pena y dolor, sino también de la identificación de Jesús con los excluidos. Fue esa identificación compasiva con los otros en los márgenes de la sociedad lo que volvió el trabajo de Butler tan transformador y con una importancia tan duradera, todo lo que ha inspirado a las generaciones siguientes a buscar los cambios fundamentales en los modos en que hombres y mujeres son tratados en la sociedad.
Traducción de Claudia Amengual
Notas
- M. G. Fawcett y E. M. Turner, Josephine Butler: Her Works and Principles and Their Meaning for the Twentieth Century (Londres: Association for Moral and Social Hygiene, 1927), 1.
- Butler al profesor Benjamin Jowett, s.f. (c. 1860-70), Josephine Butler Collection, The Women´s Library.
- Josephine E. Butler: An Autobiographical Memoir (Bristol: J. W. Arrowsmith, 1909), 59.
- Butler, Autobiographical Memoir, 60.
- Butler, Autobiographical Memoir, 49.
- Butler, Autobiographical Memoir, 58.
- Josephine E. Butler, Social Purity (Londres: Morgan and Scott, 1879), 19.