“Ah, hoy eres Caperucita Roja”, dice Anna al ver mi saco rojo y me cuenta la historia de la abuela y el lobo, la gran incisión hecha por el leñador y cómo la niña y la abuela recuperaron su vida y su casa.
Conversamos sentadas en un muro bajo de ladrillo, cubierto de cenizas de cigarrillo y pequeños parches de musgo resiliente, a pocos pasos de la frontera entre Italia y la Ciudad del Vaticano, a la sombra de las magníficas columnas de travertino del lado sur del pórtico de San Pedro. Anna se sienta en este murito todas las mañanas. “Primero, respiro; luego, fumo”. Además del cigarrillo, veo en su rostro unos ojos vivaces y una lengua más vivaz aún. Es dura con los hombres y los provocadores, pero muy dulce con los pequeños y siempre dispuesta a contarle historias a quien sea. Me encuentro con ella aquí casi a diario, y me cuenta historias.
Entre las columnas, vemos la fachada de San Pedro y la plaza con su gente, sus fuentes y las vallas bajas de madera. Un poco más lejos, llegamos a ver el lado norte del pórtico y, por encima de este, el palacio Apostólico, donde el papa Francisco decidió no residir. En cambio, eligió alojarse en la casa Santa Marta, una casa de huéspedes ubicada donde antiguamente funcionó un albergue para pobres, en este mismo lado de la plaza donde nosotras estamos sentadas, apenas doblando la curva, al otro lado del muro.
El palacio Migliori, donde Anna se aloja, se levanta a nuestras espaldas y comparte el mismo aire señorial de sus prestigiosos vecinos: cuatro pisos de estuco amarillo claro, con una puerta de madera oscura y una terraza en la parte superior. Perteneció a la acaudalada familia Migliori, pero en 1930 se convirtió en el hogar de las hermanas calasancias que tenían un ministerio con madres jóvenes solteras. Cuando las hermanas se mudaron, hubo una propuesta de convertirlo en un lujoso hotel boutique, dadas la belleza del edificio y su estupenda ubicación. En lugar de ello, el papa Francisco dio instrucciones de que se lo convirtiera en un refugio para personas sin techo.
El refugio comenzó a funcionar en noviembre de 2019; unos pocos meses después, aquí estoy con Anna, viendo cómo el lugar ha ido encontrando un ritmo de actividad propio. Todas las tardes, poco antes de las siete, mientras algunos arman carpas cerca del pórtico, o se acuestan a la entrada de los negocios, o se envuelven en mantas bajo los puentes del Tíber, un pequeño grupo se reúne frente a la puerta de Borgo Santo Spirito 28. Subiendo la rampa llega Mario en su silla, con Luigi siempre detrás empujándolo. Viene agitando la mano, cual dignatario, y le dice buonasera a Marya y Lilia y a todas las demás damas cuyos nombres no conoce. Detrás, Alessandro, que sí sabe todos los nombres, pero es más callado; Ajim, muy delgado y sonriente, que acaba de venir del comedor en Via Dandolo pero ya tiene hambre otra vez; Anna, tejiendo historias entre un cigarrillo y otro; Mirella, con la cabeza echada hacia atrás, habla con los hombres buscando algo en lo que deban darle la razón. A las siete, alguien abre la puerta, y todos entran y avanzan por el corredor hacia la capilla, a paso lento, porque ha sido una larga jornada para sus pies cansados. Se saludan y se sientan en los bancos, en silencio; de vez en cuando, levantan la vista hacia las pinturas en los paneles de madera del cielorraso o el mural con un San Jorge de halo y armadura luchando contra el dragón. Llegan las personas que estaban preparando la cena, secándose las manos en el delantal. Uno de ellos se ubica detrás del altar y guía un momento de oración, reflexionando sobre la presencia de Jesús en medio de ellos. La congregación comparte el saludo de la paz, estrechándose las manos. Luego, acarreando sus pesados bolsos, suben por escalera o ascensor a los salones comedor que, con sus arañas de luces y bóvedas de ladrillo, bien podrían ser capillas.
Un pan apetecible espera sobre las mesas. La cena consta de dos platos: fetuccini con aceite de oliva y tomate, o bien sopa crema de frijoles blancos, seguido de carne de cerdo guisada con champiñones o estofado de ternera. Cuando todos están servidos, las personas encargadas de preparar la comida se sientan a comer con las personas que vienen a pasar la noche. Podría llamarlos voluntarios y huéspedes, pero esta distinción no capta el espíritu de este proyecto. Sería mejor hablar de residentes, que duermen aquí cada noche, y visitantes, que duermen en otro lugar. Todos comparten la mesa, y a cada uno se lo llama por su nombre. Luego, llegan el té de manzanilla y las cestas con fruta, y la conversación se vuelve muy animada.
Anna cuenta historias, y también historias de historias. Si alguien se fija en su gorro blanco tejido, con un aplique de Hello Kitty, en seguida cuenta la historia:
¡Una niña me lo regaló! Yo estaba en el parque, sentada en un banco. ¿Y la madre? Todo el tiempo con el celular, habla que te habla, sin parar... Así que me pongo a conversar con la niña, que tendría nueve o diez años, y le cuento una historia: Había una vez una muchacha que aprendió a tejer sombreros y llegó a hacerse rica –un cuento cualquiera, como el de Cenicienta–, y conoció un príncipe al que le gustaron mucho sus sombreros.
Cuando por fin la madre termina de hablar, la niña me dice: “Puedes quedarte con mi sombrero”. Y yo le digo: “No puedo usar cosas de bebé, ¡ya soy vieja!”. Pero la madre insiste: “Tiene diez de estos de diferentes colores. Si ella quiere regalárselo, por favor, acéptelo”. Nunca pensé que me pondría un gorrito de bebé, pero ahora lo uso para poder contar esta hermosa historia.
Otros también traen historias, en muchas lenguas y silencios, y cigarrillos para compartir en la terraza. Silvano, el genio, trae su cubo de Rubik, con sus clics y pequeños chirridos. De vez en cuando, un sacerdote de cabello gris sube hasta aquí con algún regalo. La primera vez que vine, vi al cardenal Konrad Krajejewski, el Limosnero de Su Santidad, traer una gran cesta de mimbre con pasteles de canela y variedad de mermeladas, distribuir todo sobre la mesada y no permitir que nadie lo llamara Su Eminencia.
Varias veces a la semana, una médica visita el refugio y habla con todos aquellos que así lo deseen para ver qué los aqueja: en algunos casos será el oído, otros, la espalda, y lo que es común a todos: dolor punzante en los pies. A menudo, alguno de ellos llega tarde a la cena debido a problemas con el servicio de ómnibus de Roma. No hace mucho, Anna llegó cerca de las diez, cuando ya todo estaba ordenado y guardado. “¡No voy a comer!”, dijo en actitud de penitencia. ¿Cómo se te ocurre? Por supuesto que vas a comer, le respondieron. “Bueno, solo pasta o lo que sea, y puedo comerlo frío. Es mi culpa, è colpa mia”. Pero le insistieron que debía comer la cena completa. Para Anna es absolutamente necesario debido a la medicación que toma, pero también para cualquier otra persona, tome o no medicación, los visitantes volverán a traer los fetuccini, la carne de cerdo con champiñones, la sal, el aceite, la pimienta, el pan y el té tantas veces como sea necesario.
Finalmente, va llegando la hora de dar las buenas noches e ir a dormir. Suben al tercer y cuarto piso donde se han acondicionado trece baños, con jabón y toallas, y dieciséis habitaciones con sábanas limpias y mantas. A la mañana siguiente, después del desayuno, se van del refugio por el resto del día, y llega otro grupo de visitantes para hacer la limpieza. Por el momento, cada persona tiene un lugar asignado; sus compañeros de habitación serán los mismos y tiene asegurado un lugar donde dormir y dejar sus cosas durante algunas horas. Los visitantes golpean a la puerta de cada habitación y dan las buenas noches, buona notte, llamando a cada uno por su nombre.
Un lugar de tanta opulencia levanta preguntas: ¿Por qué tanta extravagancia? ¿Por qué no convertirlo en un hotel, embolsar el dinero y abrir un refugio sencillo en una zona más barata de Roma? ¿No sería preferible proveer alojamiento básico para cien personas antes que rodear de tanta belleza a tan solo cincuenta?
Seguramente, a todos nos gustaría un mundo libre de este tipo de cálculos. Pero, si hemos de calcular, todo depende del objetivo. Si nuestro propósito es tener bajo techo a la mayor cantidad de personas posible –cuando la baja temperatura pone la vida en riesgo–, un albergue austero con cien camas es la mejor opción. Esta es la función de los refugios de emergencia, y es muy bueno que existan. Pero en circunstancias diferentes, cuando el clima es benigno y muchas personas no quieren estar en un albergue, el objetivo podría ser crear un lugar permanente, digno, para aquellos que sí lo desean.
Cualquiera sea el tipo de refugio, la pregunta que siempre sobrevuela es: ¿Querrán quedarse? Anna y muchos otros han estado en otros refugios y decidieron que era más seguro, o menos denigrante, correr el riesgo de estar en la calle. A menudo se trata simplemente de qué lugar es más acogedor para un ser humano. Un refugio puede ser “eficiente”, pero si hay un clima de peligro, de desprecio, si el trato es despersonalizado y solo se brinda lo mínimo indispensable, cualquiera de nosotros optaría por estar a la intemperie.
Quienes estamos a cargo de administrar fondos y tomar decisiones podemos autoimponernos la austeridad. Pero cuando se trata de servir a otros, ese es el momento de ser generosos hasta el extremo.
Los Evangelios relatan que, en una ocasión en que una mujer derramó perfume sobre los pies de Jesús, los lavó con sus lágrimas y secó con su cabello, Judas Iscariote se mostró preocupado por la falta de eficiencia: “¿Por qué no se vendió este perfume y se les dio el dinero a los pobres? Su valor equivale al salario de más de un año de trabajo”. Jesús le respondió que dejara a la mujer en paz, porque ella había hecho algo hermoso al prepararlo para la sepultura. Resultó que la objeción de Judas no se debía a su preocupación por los pobres sino a que él tenía a su cargo la bolsa del dinero y se sentía con derecho a quedarse con el sobrante.
Quienes estamos a cargo de administrar fondos y tomar decisiones y hemos tenido, en general, una vida fácil, podemos autoimponernos la austeridad. Pero cuando se trata de servir a otros, ese es el momento de ser generosos hasta el extremo, de dar más de lo que parezca necesario.
El palacio Migliori no es la clase de refugio en el que la gente forma fila cada día a la espera de conseguir un lugar. Carlo, el director, identifica a las personas que no tienen otro lugar adonde ir: los particularmente solos, los más débiles o los que no tienen la documentación requerida en algunos refugios. Aquí se quedan durante algunas semanas, cuando menos. El personal ayuda a los residentes a encontrar una situación de mayor estabilidad; en estos primeros meses, varias personas consiguieron empleo o se reconectaron con su familia, pero no hay plazos de permanencia establecidos. Se los libera de la presión de buscar donde dormir cada noche y se les da la oportunidad de conocer a los demás residentes, de establecer vínculos de confianza, incluso; de comenzar a pensar en su vida en términos de semanas, meses, años.
Anna ha comenzado a pensar en algo más que su rutina de comer, ducharse y dormir y está pensando en cuidar a otros. Esta mañana, está sentada en el murito esperando el ómnibus para ir al hospital a visitar a su amiga Concetta, que está internada con un cuadro de tipo gripal. Ayer, Anna la ayudó a tomar los dos ómnibus necesarios para llegar al hospital, viendo cómo la respiración de su amiga se volvía entrecortada. Hoy, tratará de convencer a la enfermera para que la deje acompañar a su amiga durante un rato. Concetta casi no podrá hablar, pero ¡podrá escuchar historias!
Algunas historias serán tomadas de libros y elegidas según el interés y estado de ánimo de Concetta y también por los sentimientos que la historia transmite y que dependen, principalmente, de su final. Han sido amigas durante cuarenta años, la mitad de su vida, de modo que muchas de las historias serán reales: historias nostálgicas de cuando soñaban con tener una casa en el campo, o la historia heroica del intento de Concetta de ayudar a Anna la primera vez que perdió el empleo y las cosas comenzaron a desbarrancarse.
Anna apenas ha comenzado a contarme lo que ocurrió en aquel momento –su juventud, lo que le pasó a su familia, el origen de su dolor–, pero nunca en detalle, solo una idea general. ¿Dónde se quedaba cuando perdió su casa? “En ninguna parte; en cualquier parte. ¿Dormir? Imposible. Siempre sentada, así, erguida. Era horrible. Siempre en un lugar donde hubiera cámaras, porque tenía miedo. Y en invierno, en cualquier lugar donde no hiciera frío. Una cámara por seguridad y un poco de calor para poder sobrevivir”.
She remembers pedestrians taking wide circles to avoid coming near her, passersby steeling their faces. “Because everybody – except my friend, who is in the hospital – is afraid of poorness. They cannot afford, emotionally, to see themselves in that situation. So they become blind.
“You start from a normal life, then suddenly boom, everything is broken, even if it’s not your fault.” She snaps her fingers. “Just like that! You fall into a whirlpool, and you drown!
Recuerda que los peatones daban un rodeo para evitar pasar junto a ella, escondían el rostro para no verla. “Porque todos, excepto mi amiga que está en el hospital, le temen a la pobreza. Emocionalmente, no soportan verse ellos mismos en esa situación, entonces, se vuelven ciegos.
“Tu vida tiene un comienzo normal y luego, de repente ¡bum!, todo se derrumba, aunque no sea por tu culpa. Y así, de buenas a primeras –dice con un chasquido de sus dedos–, quedas atrapada en un remolino y ¡te hundes!
“¿Y después? Dios es bueno. Él, nuestro padre grande, vio mi pequeñez y mi caída y me levantó y me trajo aquí. ¡Sin demora y sin problema!” –aquí, hace una pausa–. “Sin que hubiera una razón que lo justifique, porque no hice nada tan extraordinario” –extiende sus brazos hacia los lados– “para estar en un palacio tan cerca del papa. ¡Como una princesa! Así que si hay alguien que no cree en los milagros…”.
Cuando Anna cuenta una historia, el final determina toda lo demás. Un buen final, en un palacio, con una cama, buena comida y personas que la conocen, le permite pensar en su vida como si contara un cuento de hadas. El final pudo haber sido: “y la pequeña Anna vivió hasta el final de su vida en un albergue mal iluminado y con falta de personal”. En cambio, el final de la historia es: “y ahora vivo en el lugar de una princesa”.
Este lugar le da a Anna una historia que lleva a la paz, y en esa paz permanece. Hay algo en lo desmesurado de este refugio: los emblemas heráldicos cuidadosamente pintados en el cielorraso, una terraza con vista a la plaza San Pedro, un menú que va mucho más allá de lo necesario; los visitantes que saben cómo te llamas y cuáles son tus preferencias, tus buenos y malos hábitos, que saben que debes ponerte una crema en el pie y, entre broma y broma, insisten hasta que lo haces. Pero, sobre todo, es saber que este lugar pudo haber sido un hotel de lujo, que algunos dirían que en su situación actual es la encarnación misma del despilfarro, saber que no te están dando lo mínimo indispensable.
Cuando amamos a alguien, no pensamos en amarlo de manera eficiente; pensamos cómo amarlo bien. Piensen en cómo los padres preparan la habitación para la llegada de su primer bebé; quizá compren cosas que el bebé no llegue a usar, y, tal vez, ese dinero y esfuerzo podrían tener mejor destino. Sin embargo, conociendo su amor por ese bebé, no nos sorprende que le dediquen a la habitación más tiempo y esfuerzo que el estrictamente necesario.
Sabemos qué cosas hacen que un lugar sea un buen lugar para cualquier persona: un resguardo del frío, un lugar tranquilo para dormir, un guiso caliente, un lugar para higienizarse, un espacio para el arte, el canto, un clima de afecto y calidez. Todo esto puede preverse aun antes de conocer a los destinatarios. Después de conocerlos, comienza la labor de hacer que sea un buen lugar para cada persona en particular: para Astriche, a quien le encanta la manzanilla; para Lioso, que está mucho más cansado que hambriento y solo quiere dormir; para Ajim y su hambre voraz; para Anna, la cuentacuentos.
Poco antes de ser traicionado y arrestado, Jesús, al ver la preocupación de sus amigos, los consoló con una extraña promesa: “Voy a prepararles un lugar” –en la casa de su padre, que tiene muchas habitaciones. Sabemos cómo nos prepara un lugar alguien que nos conoce bien, pero apenas llegamos a imaginar cómo preparará un lugar para nosotros alguien que nos conoce por completo. Mientras tanto, tenemos a nuestro alcance esta silenciosa alegría de hacer que un lugar sea hermoso para alguien que tenemos en mente: preparar el lugar teniendo en cuenta quién es, qué necesita, qué le gusta y a qué le teme.
Que Francisco viva en una casa de huéspedes y Anna, en un palacio, es intencionado. La austeridad de uno es el lujo de otro, y, en definitiva, el papa tiene muchas más comodidades materiales que Anna. Pero el rumbo emprendido es alentador. Cuando gozamos de buena salud y somos amados es bueno y sabio contentarnos con cosas sencillas y vivir con humildad. Por otro lado, cuando se trata de amar y sanar a alguien, debemos dar más de lo que la persona podría pedir o imaginar.
“De verdad”, concluye Anna, “es un edificio fabuloso. Visto de afuera, no impresiona tanto, pero adentro es fabuloso. Si alguien antes me hubiera dicho que, desde el principio hasta el fin, Dios me estaba trayendo a vivir en un lugar maravilloso, cerca del papa, sintiéndome amada por todos; ¡es increíble! Todo lo demás…” –hace un gesto que significa desapareció y se echa para atrás para mirar las habitaciones en los pisos superiores. “¿Quién lo hubiera imaginado?”
Traducción de Nora Redaelli