Dentro de dos horas, el tren de carga conocido como La Bestia pasará por la localidad rural de Guadalupe, en el estado de Veracruz, al este de México. Julia, Norma, Bernarda, Teresa y otras voluntarias –Las Patronas– comienzan a cocinar arroz, frijoles y huevos con chili. Calientan tortillas y llenan bolsas con comida. Algunas preparan las botellas de agua que luego lanzarán hacia el tren de carga para que las recojan los viajeros ocultos: migrantes embarcados en un peligroso viaje hacia el norte, procedentes, en su mayoría, de Honduras, Guatemala y Nicaragua.
Alrededor de las 20:30 hora local, suena un silbato, y las mujeres corren hacia las vías del ferrocarril con las cajas de alimentos. Pero el maquinista ni siquiera aminora la velocidad; la mayoría de las bolsas con la comida caen al suelo.
Así es la rutina diaria de Las Patronas; ni siquiera el COVID les impidió continuar la tarea que vienen realizando desde el día de San Valentín en 1995, hace casi treinta años. Aquel día, desde el tren, un grupo de migrantes centroamericanos les gritaron a las hermanas Bernarda y Rosa Romero: “Madre, tenemos hambre". Las dos hermanas y su madre, Leonilia, agricultoras de caña de azúcar, comenzaron a preparar comida para los migrantes que huyen de la pobreza y la violencia de las pandillas en procura de nuevas oportunidades o para reencontrarse con familiares en los Estados Unidos.
“Nos llena de satisfacción ayudar a quienes lo necesitan", dice Bernarda. Nos cuenta que, a lo largo de todos estos años, el proyecto fue creciendo a través del boca a boca y de haber concitado la atención de los medios. “Cuando comenzamos, hace ya veintisiete años, los migrantes no estaban tan expuestos a prácticas extorsivas de parte de bandas criminales y de la policía”, explica Norma Romero, una de las coordinadoras. Todos los días, Las Patronas preparan bolsas con comida para los migrantes que viajan en los trenes y también atienden a los que se alojan en su refugio: curan sus heridas, los ayudan con los trámites, les proveen ropa y calzado y un lugar seguro donde recuperar fuerzas.
“La migración es un negocio, y nosotros somos el negocio”, dice un padre hondureño alojado en el refugio. “Las pandillas nos secuestraron y le exigieron a nuestra familia el pago del rescate”, agrega su hijo que está ayudando a limpiar los frijoles en la cocina. “Nos vendaron los ojos y nos golpearon con un bastón durante cuatro días. ¿Por qué algunas personas pueden moverse por el mundo con toda facilidad y nosotros no?”
“Veíamos a nuestros hijos en el rostro de los migrantes”, nos dice Julia que forma parte de Las Patronas desde hace veinte años. “Un día, antes de unirme al grupo, un migrante de dieciséis años entró al patio de mi casa y me pidió un taco; llevaba tres días sin comer y me recordó a mi hijo que tenía la misma edad», nos contó entre lágrimas. “No olvido la intensidad de su mirada”.
“Eso lo cambió todo”, agrega Julia. “Decidí dedicarme de lleno a los migrantes y comencé a venir todos los días. Conocerlos nos ayuda a romper con la narrativa de que son delincuentes”.
Sostener la tarea año tras año no ha sido fácil. El grupo de mujeres recibió críticas de parte de algunos vecinos: “¿Por qué ayudan a esos delincuentes? ¿Por qué no se quedan en casa atendiendo a sus maridos?”, les preguntaba alguna gente, dando a entender que su obra benéfica podría llevarlas a la cárcel.
Pero durante todo este tiempo continuaron trabajando como un equipo mayoritariamente femenino, tratando de superar los estereotipos sobre los migrantes y conseguir apoyo a través de donaciones y trabajo voluntario.
A lo largo de los años, Las Patronas –este apodo deriva del nombre oficial de la localidad “Guadalupe (La Patrona)”– fueron involucrando a sus familias, amigos y vecinos. Nancy Mota, de veinticinco años de edad, y María Teresa Aguilar, de treinta y ocho, son parte de la tercera generación. Ambas tienen familiares que emigraron a los Estados Unidos. “Veo a mi padre en los ojos de los migrantes. Se fue cuando yo tenía siete años”, cuenta Nancy que se unió al grupo hace dos años.
“Trabajaba como empleada doméstica y, todos los días, veía pasar el tren y a la gente pidiendo comida. Pensaba qué podía darles”, dice Teresa mientras prepara chilaquiles –tortillas de maíz, cortadas en cuartos y ligeramente fritas. “Ojalá nuestro trabajo pueda inspirar a otras personas”.
El apoyo de la comunidad local a Las Patronas ha crecido con el paso del tiempo; hay quienes donan arroz y frijoles y voluntarios que colaboran por largos períodos de tiempo. Uriel, Alejandra, Edgar e Itaviany colaboran con tareas que van desde cocinar y entregar alimentos hasta cuestiones administrativas. También llegan donaciones humanitarias y ayuda financiera de lejos; la Cruz Roja Internacional se cuenta entre los donantes.
“El impacto de este trabajo humanitario tiene un sabor agridulce”, dice Itaviany, mientras cocina el arroz con frijoles. “Es la segunda vez que vengo; siento que son como mi familia”. Este sentimiento es compartido por otros voluntarios, como Edgar de ciudad de México que nos dice: “Aquí aprendí que hacer algo sin esperar recompensa es una manera de trabajar por un mundo mejor”.
“Después de veinte años, siguen faltando políticas de gobierno para los migrantes; se los deja en la calle, desprotegidos y expuestos a situaciones de abuso”, apunta Norma Romero. Está sentada en el patio de la cocina, frente a un mural con el mapa de América Central, en el que se lee Los sueños también viajan. En el mural se ven retratos de los migrantes que Las Patronas han ayudado a lo largo de los años. Algunos de ellos, como Gonzalo y Jaime, llegaron a los Estados Unidos; otros, como Kelvin, murieron al caer del tren.
Las mujeres y las niñas son el grupo más vulnerable de la población migrante. “Muchas mujeres se cortan el cabello, se fajan el pecho y se administran anticonceptivos inyectables antes de emigrar”, escribe Alejandra Uribe Aguirre, voluntaria e investigadora en desarrollo rural de la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco. “Algunas hacen un trato con una persona ofreciéndole sexo a cambio de protección durante el viaje, ya que eso es preferible a sufrir violaciones múltiples a manos de diferentes personas”.
Aunque no hay datos oficiales, según estimaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México y Amnistía Internacional, seis de cada diez mujeres migrantes son violadas durante su travesía por territorio mexicano. Esta cifra surge de las denuncias, pero nadie sabe cuántos casos habrá de mujeres que no denuncian la agresión por temor o porque no saben cómo hacerlo.
Desde su lugar como testigos de violaciones a los derechos humanos, Las Patronas trabajan sin ninguna ayuda del estado para dar a conocer las historias de los migrantes. En 2013, recibieron el Premio Nacional de Derechos Humanos en México, lo cual les aseguró un amplio reconocimiento como defensoras de los derechos humanos, y desde entonces, a menudo dan charlas en escuelas y universidades. “Nunca imaginamos compartir nuestra experiencia en público», dice Julia. “Pero ahora he perdido el miedo a hablar frente a otras personas. Continuamente invitamos a la gente a ayudar a los migrantes y conocer sus historias. Hay tantas pequeñas cosas que todos podemos hacer”.
Los peligros de la ruta migratoria siguen siendo enormes: en 2021, las desapariciones de migrantes centroamericanos en México se cuadruplicaron: más de cien mil personas según las listas oficiales. Este año, Las Patronas alojaron a un grupo de la caravana de madres centroamericanas que seguían el recorrido de La Bestia en busca de sus hijos e hijas desaparecidos.
Las Patronas no cesan en su reclamo por políticas a nivel nacional que reflejen mayor respeto por la vida y la dignidad de las personas. Después de la muerte de cerca de cincuenta migrantes en un remolque en Texas, durante la ola de calor a fin de junio, le escribieron al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador: “¿Cuántas vidas de migrantes deberemos perder antes de que las instituciones nacionales e internacionales comiencen a trabajar por la dignidad de las personas migrantes?”.
“Soñamos con un cambio en las políticas migratorias”, concluye Norma. “Seguiremos dedicando nuestra vida a esta misión. Invitamos a la gente a conocer y ayudar a los migrantes. Cualquiera de nosotros podría encontrarse en su lugar”.
Traducción de Nora Redaelli