El día en que carneé mi primer cordero fue uno de esos domingos calurosos y brillantes de setiembre. Mi amigo Achim había venido desde el pueblo vecino ―en aquella época nuestra familia vivía en el área rural de Turingia― para enseñarme y supervisarme. Achim, un ex oficial de policía de Alemania Oriental, tenía su propio rebaño y décadas de experiencia, así como la necesaria pistola de pistón. Vivíamos del magro ingreso que nos proporcionaba un incipiente negocio de jardinería y en casa las proteínas nunca eran suficientes. Pero había un par de praderas contiguas que nadie explotaba, así que tenía sentido criar algunas cabras y ovejas. Luego de una serie de reveses propios de granjeros novatos ―algunos animales murieron después de haber sido alimentados por un vecino bienintencionado con los restos de una torta de cumpleaños―, era hora de obtener algo de carne.

Achim creía en los viejos métodos y había traído su tradicional banco de carnear, que armó en la acera junto al garaje encima de una alcantarilla. Ayudó a traer a la primera víctima. A sus siete meses, el animal había perdido la belleza de la etapa de cordero y había adquirido esa tosquedad fuertemente olorosa de los borregos. Cuando lo alzamos para colocarlo sobre la tabla, antes de que la pistola iniciara el proceso que lo llevaría a ser una costilla asada y una paletilla al horno, tuve un atisbo de sus ojos, hermosos y húmedos.

Esa noche celebramos juntos con la especialidad de Achim ―tapa de falda de cordero arrollada como un crep y rellena con riñones en rebanadas, sazonada con abundante comino y guisada en cerveza― regada con su vino de cereza casero. Fue un buen día. Pero aquella mirada en los ojos del animal permaneció en mí, y con ella el sentido de conexión con una criatura viviente que era mi semejante y cuya vida había sido sacrificada en mi beneficio. El poeta W. H. Auden capturó este sentimiento de un modo conmovedor:

Nuestros padres cazadores contaron la historia
De la tristeza de las criaturas,
Lamentaron los límites y las carencias
De sus rasgos acabados;
Vieron en la apariencia intolerante del león
Tras la mirada de la presa agonizante
El amor arreciando por la gloria personal
Que el don de la razón añadiría…

Un sentido de conexión en nuestra experiencia compartida de vida consciente. Pero también una distancia insalvable entre el mundo del animal y el mío.

Hoy, los sacrificios que los humanos obtienen de las criaturas tristes están en gran medida fuera de la vista y de la mente, y así se elimina nuestra conexión con ellos. Nuestra vida cotidiana se ha vuelto más que nunca urbanizada y vinculada a las pantallas; solo el cuatro por ciento de los europeos y dos por ciento de los estadounidenses son granjeros a tiempo completo.

Allí donde la conexión disminuye, la importancia de lo que nos separa del resto de la naturaleza también se pierde de vista. Muchos de nuestros contemporáneos no están seguros acerca de cuál diferencia, si es que existe una, nos distingue de otros seres vivos en este planeta y cuál debería ser nuestro lugar en el mundo natural.

¿Qué puede decirnos la propia naturaleza acerca de cómo vivir en ella?

Desde la Revolución Industrial, nuestra especie, alineada con el dominio de la tecnología, ha ejercido una supremacía sin precedentes sobre la naturaleza, con consecuencias que ya nos están afectando. La letanía de los males es, a esta altura, un cliché, aunque no por eso menos cierta: polución, deforestación, pérdida del hábitat, cambio climático, una extinción en masa sin igual desde el cretácico. A esa lista hay que agregar los efectos de la agricultura industrial que nos alimenta, incluyendo el agotamiento de los suelos, el envenenamiento de los acuíferos y “operaciones de alimentación animal concentrada” con la que cientos de millones de animales son mantenidos, un sistema muy alejado de las prácticas agrícolas de Achim. Incluso nuestros perros parecen padecer altos índices de ansiedad, según un estudio de 2019 publicado en el Journal of Veterinary Behavior, probablemente en parte debido a su estilo de vida artificialmente confinado y sedentario.

A lo largo de las últimas décadas, un movimiento ambientalista se ha alzado para protestar contra estos hábitos destructivos. La solución es menos clara que el hecho de la explotación. Algunos defienden el aprovechamiento de la tecnología y las finanzas para promover la sostenibilidad. Otros nos instan a abandonar el capitalismo tecnológico y a perseguir el decrecimiento. No pocos argumentan que simplemente hay demasiados humanos, que el descenso de la población, o incluso la extinción de los humanos, sería una buena noticia para el planeta.

Albrecht Dürer, Cabeza de un venado, acuarela, c. 1503.

Puesto que el Occidente industrializado tiene una responsabilidad mayor del colapso ambiental, muchos señalan a la religión occidental históricamente dominante, el cristianismo, como principal culpable. Esto ayuda a explicar por qué el paganismo, muy atractivo para los milennials y la generación Z, es una de las creencias de más rápido crecimiento en sustitución del cristianismo. Según un estudio de 2014 llevado adelante por el Centro de Investigaciones Pew, cerca de un millón de estadounidenses se identifican como paganos o brujas, cuando en 1990 apenas eran unos pocos miles. En opinión de sus críticos, el cristianismo es culpable de valerse del mandamiento del Génesis “llenen la tierra y sométanla” como un permiso para explotar. Su presunta dualidad, que privilegia el alma sobre la carne, ha conducido a un desprecio por el cuerpo y, en un plano más general, por la vida biológica, reclamando el excepcionalismo humano donde debería ver la unidad de la vida.

El paganismo ofrece una alternativa seductora. Nosotros los humanos, sugieren los paganos, no debemos reivindicar una superioridad arrogante sobre la naturaleza; somos parte de ella. Una autodeclarada Bruja Verde explicó a Quartz que su fe implica “una adhesión profunda a la naturaleza y a la ley natural, una atención a los ciclos de la tierra y las vidas que se dan ella”. La naturaleza está cargada con el poder divino, tal como el antiguo panteísmo enseñó; sea cual sea el dios, vive en ella, no fuera de ella. Hablar del excepcionalismo humano opaca nuestro vínculo con otros seres vivos.

Esas ideas, que datan de la era precristiana, resurgieron en el siglo XIX y han crecido en paralelo a la industrialización. En 1939, por ejemplo, tales ideas fueron promovidas por un editorialista anónimo:

Para nosotros, Dios se manifiesta en todas partes en la naturaleza, porque la naturaleza es sagrada, y nosotros la adoramos en la revelación de una voluntad eterna. Desde este punto de vista, el animal es, en nuestra opinión, un verdadero “hermano pequeño”, y nuestra sensibilidad considera que agredir a un hombre capaz de defenderse a sí mismo es moralmente más aceptable que cualquier crueldad hacia una criatura indefensa.

Esas reflexiones aparecieron en el semanario de las SS Das Schwarze Korps, según la cita que Johann Chapoutot incluyó en 2018 en su libro The Law of the Blood: Thinking and Acting as a Nazi. El libro es una exploración fascinante acerca de cómo una tierna idea ―la sacralidad de la naturaleza, los animales considerados nuestros hermanos pequeños― fue utilizada para justificar el comportamiento menos tierno y sagrado jamás visto.

No que las conclusiones nazis sean inevitables, tal como podemos ver a partir de la variedad de paganismos modernos, la mayoría de los cuales simplemente buscan una unidad con la armonía de la naturaleza. Pero la naturaleza también es dura y brutal, y una ideología que “en ella [le] rinde culto a la revelación de una voluntad eterna” se abre a adoptar el lado oscuro de su ley.

Los nazis se enfocaron en ciertos hechos científicos que el paganismo verde preferiría no ver. La lección principal que extrajeron de la naturaleza fue de una crueldad sistematizada: el dominio del débil por el fuerte, la eliminación del no apto, la despiadada competencia por sobrevivir. Alles Leben ist Kampf que en español sería “Toda la vida es lucha” es una película propagandística de 1937 que promueve la eugenesia y una campaña de esterilización. La película busca liberar a los espectadores de cualquier condicionamiento cristiano residual que pudiera tentarlos a proteger a los vulnerables. En medio de escenas de lucha de ciervos, monos y jabalíes, los intertítulos exhortan: “Solo los mejores genes son transmitidos… Aquello que es débil o no apto para la vida debe sucumbir ante lo fuerte. La naturaleza solo permite que las mejores fuerzas de la vida sobrevivan”.

Si nosotros, personas modernas, tenemos dificultad para leer el libro de la naturaleza, quizá eso sea porque, a diferencia de nuestros antepasados preindustriales, carecemos de práctica.

Se trata de una visión sombría. Sin embargo, cuando se la juzga a la luz de la biología evolutiva, la comprensión que la película propone acerca de la naturaleza se acerca a la realidad más que la de los modernos celebrantes del solsticio en Stonehenge. De manera fatídica, da el paso que faltaba al aconsejar a su audiencia que viva de acuerdo con la naturaleza de un modo bastante literal y adopte sus formas ásperas como propias. Al contrario de las enseñanzas de las religiones abrahámicas, sugiere que los humanos no son la excepción a la ley de la supervivencia del más apto, ni deberían desear serlo. La doctrina cristiana del dominio, según la cual el llamamiento excepcional de la humanidad es actuar como administradora de la creación en lugar de Dios, es rechazada en favor de la adopción de nuestros impulsos biológicos. Heinrich Himmler expresó estas ideas en 1942:

Es hora de romper con la insensatez de estos megalómanos, en particular estos cristianos, quienes hablan de dominar la tierra; todo eso debe ser puesto nuevamente en perspectiva. No hay nada particular acerca del hombre. Él es solo una parte de este mundo… El hombre debe reaprender cómo ver el mundo con un respeto de culto.

Esto podría sonar positivamente humilde si uno no toma en cuenta que Himmler estaba en esa época a cargo del Einsatzgruppen, en el frente oriental, en un intento genocida de expandir el hábitat del pueblo alemán (Lebensraum). Su “respeto de culto” involucraba deshacerse de las inhibiciones “antinaturales” como sentir pena por la víctima, basadas en creencias sobrenaturales. Tal como un profesor de eugenesia afín a sus ideas dijo en un discurso de 1937: “Todos somos una parte de la naturaleza, somos el resultado de la ley de la naturaleza. ¿Por qué nuestra inteligencia debería desviarnos de comprender las leyes de la naturaleza para explorar cualquier tipo de ´metafísica´, cualquier cosa ´sobrenatural´?”. La naturaleza es todo lo que hay y su ley es inapelable.

Escritores similares rastrearon la creencia cristiana en lo sobrenatural y su supuesto desprecio por la naturaleza hasta su herencia judía. Como el líder de las SS Richard Walther Darré explicó, los judíos y los cristianos comparten una fe en “Yavé, el dios vengativo, oriental, no nativo, de los desiertos que viene a devastar los bosques y los lagos de la verde Europa”. Al igual que un microbio invasivo, la espiritualidad negadora del cuerpo del cristianismo derivado del judaísmo amenazaba con destruir el gozo originario europeo en la vida corporal.

Albrecht Dürer, El buho pequeño, acuarela, 1508.

Vale la pena preguntar si hay alguna lección para extraer. Después de todo, aquí está la prueba más vívida de una sociedad cristiana anterior que eligió regresar a la ley de la naturaleza. Ilustra las consecuencias externas de una cierta forma de paganismo. Si uno niega cualquier distancia entre la humanidad y la naturaleza, es difícil ver qué podría estar mal en que “la fuerza haga la ley”.

En una era cada vez más poscristiana, esta historia tiene una relevancia renovada. Con certeza, la actual década del siglo XXI no es exactamente igual a los treinta del siglo XX, y sugerir equivalencias exactas sería una tontería. Pero ciertas tensiones la atraviesan. La creencia de que las vidas no aptas no merecen ser vividas, por ejemplo, ha vuelto a afianzarse a través de la eliminación prenatal de bebés con síndrome de Down y con la eutanasia de personas con discapacidad. Las dos prácticas están ahora extendidas a ambos lados del Atlántico, habitualmente promovidas por progresistas con afinidades ambientalistas. Por su parte, la nueva derecha ―con sus referencias a la Edad del Bronce y sus fantasías de “sol y acero”― presenta unas pocas objeciones a la nueva eugenesia. Sus exponentes defienden a los fuertes por encima de los débiles, se burlan de la preocupación de los cristianos por los vulnerables y se obsesionan con supuestas características raciales, incluyendo la reactivación de un antiguo antisemitismo. La descristianizada “ley de la naturaleza” tiene la habilidad de reaparecer en tiempos y apariencias nuevos.

Contradiciendo a sus críticos, por no mencionar a sus practicantes descuidados, la verdadera relación del cristianismo con la naturaleza no es de desprecio ni de disociación. Según una antigua tradición de la iglesia, aunque la naturaleza no debe ser la fuente de la ley según la cual vivimos, aún mantiene un tipo diferente de significado: como un libro para ser leído. Esa imagen se retrotrae al menos hasta un Padre del Desierto del siglo III, Antonio el Grande.1 Antonio fue un porquero analfabeto que pasó quince años como ermitaño en el desierto egipcio antes de fundar uno de los primeros monasterios cristianos. Como no podía leer las escrituras, se volvió hacia la naturaleza: “Mi libro es la naturaleza creada, la que está siempre a mi disposición cada vez que deseo leer las palabras de Dios”.

Si nosotros, personas modernas, tenemos dificultad para leer el libro de la naturaleza, quizá eso sea porque, a diferencia de nuestros antepasados preindustriales, carecemos de práctica. Al igual que una novela tolstoiana en la que hay decenas de personajes y una intrincada trama entrecruzada, el libro de la naturaleza, si se lo abandona por demasiado tiempo, rápidamente pierde su coherencia y su sentido. El lector perplejo debe empezar de nuevo desde el comienzo.

De cualquier modo, esa es mi experiencia. A mediados de mis veinte, después de haber pasado la mayor parte de los últimos tres años casi sin salir, en compañía de otras personas o de mi laptop (había estado dirigiendo una revista), de pronto me encontré solo y con horas libres. Después del trabajo, solía ir a diario al bosque que está en el sudoeste de Pensilvania. La mayoría de los días, en algún punto de la senda me encontraba con Arthur Woolston, un naturalista inglés y compañero del Bruderhof, quien por entonces andaba por sus ochenta.

Arthur era un hombre pequeño y encorvado, con una corta barba blanca, un par de binoculares y un rostro lleno de deleite. Solíamos detenernos durante cinco minutos o media hora; él mencionaba algo acerca del bosque que nos rodeaba, algo que yo había olvidado o desconocía: un tipo de helecho o de hongo, la identidad de un zorzal ermitaño que no se dejaba ver, cómo notar la diferencia entre un arce noruego y uno azucarero. Yo sabía que su familia estaba preocupada por sus largos y solitarios paseos ―tenía un problema cardíaco―, pero nadie se atrevía a detenerlo. La intensidad de su alegría cuando estaba en el mundo natural parecía concentrarse por la certeza de que pronto tendría que dejarlo.

Albrecht Dürer, El gran trozo de pasto, acuarela, pluma y tinta, 1503.

Arthur era una guía Peterson ambulante; sabía de pájaros, árboles, insectos y huellas de animales. Una vez, sus familiares me prestaron su autobiografía inédita, cuatrocientas páginas escritas a máquina que describían su vida itinerante en el Reino Unido y en América del Sur y del Norte. Su relato tendía a pasar por alto los mojones alrededor los cuales la mayoría de las personas construyen su historia de vida. En lugar de eso, se detenía amorosamente en decenas de animales y flores silvestres ―con sus nombres en inglés y en latín― que había visto un día de 1946, mientras caminaba a través de la selva paraguaya rumbo a su trabajo en un aserradero. Arthur sabía que aprender a nombrar a las criaturas puede ser el primer paso hacia prestarles la atención adecuada. La recompensa es el entusiasmo del reconocimiento, incluso de los vínculos.

Para leer el libro de la naturaleza, hay que prestar verdadera atención: sal y llena tu mirada con las estrellas, con un bosque o con un ciervo. Sin esta práctica, el libro es ilegible, y se vuelve difícil dar sentido a la afirmación del salmista que dice que “los cielos cuentan la gloria de Dios, la expansión proclama la obra de sus manos”. Del mismo modo, sería difícil estar de acuerdo con el argumento del apóstol Pablo según el cual “lo que se puede conocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues él mismo se los ha revelado. Porque desde la creación del mundo, las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa”.

¿Cómo es eso posible si la naturaleza es tan cruel como la biología evolutiva nos indica? Lejos de manifestar una unidad apacible, es “roja de dientes y garras”, como Darwin la describió, y posee no solo belleza y orden, sino también agentes patógenos y parásitos. “Toda la vida es lucha” es solo parcialmente falso; la crueldad que los nazis admiraban sin duda está ahí.

Aunque se anticipó a Darwin por catorce siglos, Agustín de Hipona lidió con preguntas similares. Por ejemplo, se preguntó en sus Confesiones cómo era posible que un Dios bueno hubiera creado insectos repulsivos. Vale la pena notar que Agustín nunca consideró que el libro de la naturaleza mostrara una perfección estática, toda armonía e inocencia. En lugar de eso ―parafraseando a Rowan Williams― Agustín describió los fenómenos naturales como emergentes de un mundo en constante cambio, donde nada salvo Dios es inmutable o inmortal, y las fuerzas en competencia siempre están activas una sobre otras. Agustín pensaba que debíamos reconocer que no todo en la naturaleza obedece a un orden ni tiene un propósito ni es bello. Sin embargo, la naturaleza muestra una tendencia notable hacia el orden, el propósito y la belleza, como si fuera atraída hacia ellos. Creía que en esta tendencia se percibe la mano de un Creador bueno.

Albrecht Dürer, Ala de una carraca blanquiazul, acuarela sobre vitela, 1512.

En ciencia, la inteligibilidad de la naturaleza, su tendencia hacia el orden es en sí una maravilla. “Podría decirse que el misterio eterno del mundo es su comprensibilidad”, dijo Einstein. “El hecho de que sea comprensible es verdaderamente un milagro”. Por ejemplo, está el hecho notable de que el universo no sea arbitrario, como posiblemente podría ser, sino que funciona de acuerdo con unas leyes naturales discernibles que son (hasta donde sabemos) válidas siempre y en todas partes. Por ejemplo, la máxima velocidad de la luz, las leyes de gravedad y la masa de un electrón aparentemente son iguales en cualquier parte del universo y en cualquier etapa de su desarrollo. Asimismo, esas leyes pueden ser descritas por la matemática, un sistema coherente y puramente intelectual que, sin embargo, corresponde a la realidad misma. Según el físico Eugene Wigner, “La enorme utilidad de la matemática en las ciencias naturales es algo que roza lo misterioso… No hay una explicación racional para eso”.

Por supuesto que esas consideraciones no prueban que la visión cristiana de la naturaleza sea cierta. Pero están en consonancia con ella. Una de las aseveraciones centrales del cristianismo es que el universo fue creado por el Logos. El término griego ―a menudo traducido como “palabra”, aunque tiene muchos significados, incluyendo “razón” ―deriva de filósofos que van desde Heráclito a Platón. Ya en épocas tempranas el Logos era considerado divino. En tanto principio creativo de inteligibilidad y armonía, dio forma al cosmos. En la época de escritura del Nuevo Testamento, señala el académico Giuseppe Tanzella-Nitti, en la filosofía griega los términos “Logos, Artífice de la creación y Alma del mundo [se habían] vuelto sinónimos para referirse a Dios”.

Este es el significado de “la Palabra” cuando aparece al comienzo del Evangelio de Juan: “Al principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba con Dios al principio. Por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir”. La naturaleza es la creación de una Razón que la precedió y la trasciende.

Hasta aquí Juan profundiza en los griegos. Pero luego va hasta donde ellos jamás llegaron: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y contemplamos su gloria, la gloria que corresponde al Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”. El Logos ha ingresado personalmente en su creación como el ser humano de carne y hueso Jesús de Nazaret, mientras aún permanece siendo quien es. Es decir, cruzó la distancia entre Dios y el hombre, una en apariencia más grande que aquella entre el hombre y el animal. Cuando abrimos el libro de la naturaleza, esa es la Palabra que debemos leer.

Esa visión fue central en el pensamiento del reformador radical Hans Hut, cuyo tema predominante era “el evangelio de todas las criaturas”. Para él, el problema del sufrimiento no complejiza el libro de la naturaleza, sino que es la clave para entenderlo.

Hut era un vendedor de libros ambulante proveniente de Turingia, quien peleó como partisano en la guerra de los campesinos alemanes de 1525. Sobrevivió a la masacre de campesinos que dio por finalizada la rebelión y se unió al movimiento anabautista poco después, a sus casi cuarenta años. Pronto comenzó a viajar extensamente a lo largo de Europa central como misionero anabautista, en una época en que la captura significaba una muerte probable. En 1527 fue arrestado y torturado. Tres meses después murió en un accidente ocurrido en la prisión. Al otro día su cuerpo fue arrastrado hasta el tribunal, recibió una sentencia formal de muerte y fue enviado a la hoguera.

El Logos no es solo el creador cósmico de las galaxias, los muones y la relatividad general; él también es un varón de dolores que sufrió y murió, y cuya señal es el cordero pascual.

Hut fue un místico al estilo de la tradición medieval de Tomás de Kempis y del Maestro Eckhart, quienes enseñaron a imitar a Cristo en la vida cotidiana. Su breve ministerio clandestino que duró dieciséis meses fue extraordinariamente productivo e incluyó cartas y poemas escritos por él a partir de los cuales podemos inferir el contenido de su prédica.

Al igual que Antonio el Grande, Hut ponía énfasis en que el evangelio de todas las criaturas, a diferencia de la Biblia escrita, era accesible para todo el mundo, alfabetizados y analfabetos, ricos y pobres. El poder particular del enfoque de Hut es su énfasis en la pasión. Las criaturas nos predican principalmente no a través de su orden, propósito o belleza, sino a través de su sufrimiento: “Es destacable que en todas las parábolas [de Cristo] las criaturas son hechas para padecer los efectos de la actividad humana. Es a través de este dolor que alcanzan su objetivo, es decir, aquello para lo que fueron creadas… Si uno quiere valerse de un animal, antes debe ocuparse del mismo según la costumbre de los humanos; debe ser preparado, cocinado y asado. Es decir, el animal debe sufrir”.

La pasión de las criaturas debe de haber tenido una repercusión especial para Hut, quien sabía que sus compañeros, incluyendo a una de sus hijas, estaban siendo ejecutados uno a uno, y que no podía esperar vivir demasiado tiempo más. El cordero del sacrificio jamás se aleja de su mente. Claro que, según reconoció Hut, los animales sufren involuntariamente, en tanto su propia disposición para sacrificarse fue una elección. Aun así, para él existía una analogía. En el sufrimiento animal vio un símbolo de lo que la imitación de Cristo exige: “En el evangelio de las criaturas, nada es manifestado ni predicado, salvo el mismo Cristo crucificado… Lo que todas las criaturas enseñan es a predicar a este Cristo”.

El evangelio de Hut señala un modo más profundo de leer el libro de la naturaleza. El Logos no es solo el creador cósmico de las galaxias, los muones y la relatividad general; él también es un varón de dolores que sufrió y murió, y cuya señal es el cordero pascual. En él, la tristeza de las criaturas no es anulado, al menos, no aún. En el Apocalipsis de Juan, una escena culminante involucra a “cuanta criatura hay en el cielo, en la tierra, debajo de la tierra y en el mar, a todos en la creación”. Se reúnen en una gran multitud en torno al trono divino, cerca del cual está el Logos, ahora un Cordero que recibe un rollo, un libro con las respuestas al enigma del sufrimiento de la creación, que solo él puede abrir. En una sola voz, las criaturas anuncian que la gloria y el poder pertenecen al Cordero sacrificado.


Traducción de Claudia Amengual

Notas

  1. Me baso en la investigación del astrónomo italiano Giuseppe Tanzella-Nitte, quien muestra el desarrollo de la metáfora enThe Two Books Prior to the Scientific Revolution” (2005) y “Jesus Christ, Incarnation and Doctrine of Logos” (2008).