Estoy a casi ocho metros del suelo, trepado a un árbol que se mece de manera apenas perceptible. Daría igual que fuesen treinta metros, ya que en la penumbra previa al amanecer no llego a ver el piso del bosque. Este momento de absoluta quietud marca el fin de una hora en la que me parece haber vivido la mitad del día. El despertador había puesto fin a un sueño en el que tuve una visión anticipada del ciervo que ahora rondaba allí cerca, probablemente viviendo su última noche. Con fragmentos del sueño aún rondando mi cabeza, tomé mi arco y manejé hasta la entrada del bosque. Traté de absorber lo último del calor del vehículo antes de salir al frío. Criaturas que no llegaba a ver seguían atentas mis movimientos. Después de un breve instante de desorientación, logré llegar a mi escalera oculta. Por último, después de un ascenso peligroso, el chasquido del broche de mi chaleco de seguridad marca el final de mi intromisión. El efecto perturbador de mi llegada se esfuma. Ahora soy parte del árbol, parte del silencio apacible del bosque, parte del mundo natural.

Dejé atrás el parloteo de mi vida cotidiana para sumergirme en una paz de otro tiempo, otro mundo donde no soy más que un aprendiz y ciertamente un extraño. Pero aun siendo un intruso, soy parte de una antigua sociedad de cazadores; hombres y mujeres unidos, a lo largo de los siglos, en la tarea de proveer alimento para su familia. También ellos, igual que yo, dejaron atrás su hogar y su familia para adentrarse en la naturaleza, un territorio salvaje gobernado por animales cuyos hábitos debían aprender. A veces, cuando cazo desde el suelo, me pregunto si un cazador de la tribu lenape habrá estado parado en este preciso lugar, mirando estas mismas rocas y los antepasados de estos mismos árboles, oyendo los mismos sonidos que ahora oigo.

Tim Maendel sale a cazar con su arco. Fotografía de Andreas Compy 

La banda sonora del bosque pone a prueba mis sentidos. Por un instante, las ardillas moviéndose entre las hojas logran confundirme, pero nada acelera el latido de mi corazón como escuchar el sonido irregular de las pisadas de un ciervo que se acerca. Me inclino ligeramente hacia adelante, y allí está, balanceando su cornamenta mientras rebusca bellotas. Al percibir mi movimiento se detiene; ahora estoy a plena vista, pero permanezco inmóvil de modo que no registre mi imagen como señal de peligro y continúe buscando alimento. Unos pocos pasos más lo dejan en posición perfecta para un disparo letal. Unos minutos después, estoy parado junto al ciervo tumbado en el suelo.

Llegado este momento, en ocasiones, me embarga un extraño sentimiento de incredulidad. El ciervo parece tan tranquilo y a salvo que dudo si soy realmente el responsable de lo sucedido, y hasta dudo de si ese es mi ciervo. Me arrodillo y tomo uno de sus cuernos. Ningún otro ser humano ha estado tan cerca de este ciervo, nadie jamás tocó lo que yo ahora estoy tocando. Nadie lo ayudó a encontrar alimento ni a guarecerse de las tormentas invernales con temperaturas bajo cero, de los aguaceros del verano o del sol abrasador. Conoció los secretos más profundos del bosque. La carne bajo su piel proviene del alimento que él supo conseguir. Murmuro palabras de gratitud y luego comienzo a eviscerarlo. El contacto con el calor de sus órganos internos es la primera recompensa para mis manos heladas. Identifico los órganos a medida que los extraigo y, salvo el hígado y el corazón, dejo el resto para la cadena alimenticia del bosque.

En Estados Unidos, la mayoría de los estados exigen completar un curso de seguridad en la caza como requisito para adquirir un permiso para cazar. Por lo general, los cursos cubren un correcto manejo de armas de fuego, seguridad personal (uno de los accidentes más frecuentes es la caída desde un puesto en un árbol), consejos sobre cómo obtener permiso de los propietarios de tierras y relaciones públicas. Pero la mayor carga horaria está dedicada a principios de gestión de la vida salvaje, identificación de flora y fauna, ética de la caza y la responsabilidad del cazador hacia los animales y el ambiente. Por respeto a los animales y para mejorar la imagen pública de los cazadores, esto suele incluir reglas para una “caza justa”, que se remontan a prácticas instauradas en la Edad Media con el fin de incrementar el desafío y la integridad del deporte. En 1967, el naturalista Bill Wadsworth y algunos compañeros de la caza con arco elaboraron un programa educativo para capacitar a los cazadores y proteger el deporte que tanto querían. “Si queremos que la caza con arco tal como la conocemos y disfrutamos sobreviva, debemos ser cazadores que valoran y respetan el ambiente en el que cazan, además de tener la firme voluntad de mantener los estándares más exigentes en nuestro deporte”, sostuvo Wadsworth. Hoy su programa se implementa a nivel nacional.

Fotografía de Bennie Blough 

La caza con arco es especialmente gratificante porque acerca al cazador a su presa y los conecta a ambos con seres humanos de tiempos inmemoriales, que elaboraban sus propias armas mucho antes de la invención de las armas de fuego. La caza con arco requiere habilidad y paciencia, lo cual le añade encanto. En las clases de arco dedicamos horas a aprender acerca de los hábitos del ciervo, la caza justa y la matanza sin crueldad. También estudiamos la anatomía del ciervo; nos enseñaron a qué parte del cuerpo se le debe disparar y nos dieron una lista de los disparos que nunca debíamos intentar debido al alto riesgo de provocar heridas y sufrimiento en lugar de una muerte limpia. Nos recomendaron esperar entre treinta y sesenta minutos antes de acercarnos al ciervo caído, ya que incluso un disparo letal hará que el animal se acueste para tratar de recuperarse del sangrado. En ese momento, la aparición del cazador estresa al animal haciendo que use sus últimas fuerzas para esconderse en la espesura de los matorrales donde seguramente morirá solo, y la carne se desperdiciará. Nuestra práctica consistió en seguir un rastro de sangre que los instructores simularon usando kétchup. Como prueba final de nuestra valía como cazadores humanitarios, tuvimos que demostrar nuestra puntería.

No siempre la caza resulta como a mí me gustaría. Me apena recordar las veces en que un disparo no certero, por lo general, consecuencia de mi ansiedad exacerbada por una larga espera o varias cazas infructuosas, resultó en una muerte desagradable. En una ocasión, mi primer disparo con ballesta paralizó al ciervo, dejándolo alerta pero inmovilizado. Después de un segundo disparo, me sorprendió su calma, así que me acerqué y me paré junto a él. En ese momento, vino a mi mente una clara imagen que suele presentarse cuando estoy junto al animal o pez que atrapé: el rostro de mi perro Sammy. Quizá se deba a que él es mi nexo más próximo con el mundo animal en mi vida cotidiana. Hubiese querido tenerlo conmigo. Pero la visión se esfumó al ver y oír al ciervo agonizante. Pensé alejarme, pero mi deber era permanecer allí, y me encontré hablándole al animal, disculpándome por cómo habían salido las cosas y dándole gracias por su vida. Me sorprendió que mi voz, seguramente la primera voz humana que oía tan cerca, no lo sobresaltara. No tengo idea de qué inteligencia emocional tiene un ciervo, pero me gusta pensar que hablarle suavemente lo calmó, facilitando su transición.

Otra similitud entre el cazador y su presa es la pulsión del deseo, que puede hacer que tanto los seres humanos como los animales se vuelvan imprudentes. Cuando estoy en el bosque y veo cómo esta fuerza anula las conductas que el animal necesita para mantenerse a salvo y sobrevivir, recuerdo las leyendas de marineros seducidos por bellas sirenas que los llevaban a la muerte. O al rey David, que tiró por la borda los honores que tanto le había costado ganar ante la vista de la mujer de otro hombre. En cualquier canal de noticias encontramos historias de descarríos similares. Aquí, en la naturaleza, esa misma fuerza seduce a los pavos y los ciervos a salir de los lugares seguros en determinada época del año. Hasta el ciervo más precavido y experimentado deja la protección del matorral y se lanza a campo traviesa ante la vista de una hembra o un macho competidor. Los cazadores provocan ese mismo efecto esparciendo aromas artificiales o imitando los gruñidos de un macho que marca su territorio.

Hace años, con mi hijo de dieciséis años decidimos ir a cazar pavos. Preparamos un puesto de caza y, a distancia de tiro, colocamos dos señuelos de goma: un pavo macho joven, alto y erguido, con una barba corta, junto a una hembra, con la cabeza gacha como si estuviera alimentándose. Gracias a YouTube había aprendido a imitar el grito atrevido de un pavo joven, y, asombrosamente, de inmediato escuchamos un grito de respuesta y apareció un enorme pavo macho que quiso saber qué ocurría. Unas semanas atrás, ese mismo pavo se hubiera puesto a cubierto a toda velocidad si me hubiera visto a mil metros de distancia, pero ahora, dominado por su alta carga hormonal, no podía tolerar que un adolescente se quedara con una integrante de su harén. Pasó corriendo frente a la ventana de nuestro puesto, tan cerca que estuvo al alcance de nuestra mano, y en su furia comenzó a picotear la cabeza del ave de goma con tanta violencia que temimos que destruyera el señuelo. Mi hijo y yo estallamos de risa lo cual hizo que fallara en mi primer disparo con la escopeta, pero ni el estampido del disparo distrajo al macho que continuó picoteando al señuelo. “Así no”, dijo mi hijo, “se hace así” y tomando la escopeta mató al ave.

La cantidad de cervatillos y polluelos de pavo que llegan al mundo cada año aseguran la continuidad de su especie, pero un crecimiento descontrolado de la población agotaría rápidamente las fuentes de alimentos. El predador cumple un papel necesario para una sana limitación del crecimiento. Cada especie juega un papel para controlar el crecimiento excesivo de las diferentes poblaciones. Los arbustos invadirían los campos y bosques si no fuera por herbívoros como los ciervos, pero un aumento desmedido de la población de ciervos acabaría con esa misma vegetación. Aquí entran en escena el lobo y el coyote. Los seres humanos indudablemente han sido responsables de romper este equilibrio. Pero la caza, practicada dentro de ciertos límites, es una manera de introducir un predador necesario. A la vez, fortalece nuestra relación con la naturaleza y clarifica el lugar que ocupamos en la cadena alimenticia.

Antes de contar con las actuales leyes, la caza practicada por los humanos llevó a muchas especies al borde de la extinción. A comienzos del siglo xx, la población de ciervos estuvo a punto de desaparecer, pero, en la actualidad, gracias a las prácticas conservacionistas, Estados Unidos tiene una población estimada en treinta y seis millones. La población de pavos salvajes, que alcanzó su punto más bajo hacia fines de 1930, con treinta mil aves, ahora ronda los seis millones. Pero incluso esta exitosa historia de conservación dejó una enseñanza respecto de una intervención indebida de los seres humanos. Uno podría pensar que la solución más sencilla hubiera sido atrapar algunas aves y destinarlas a reproducción para luego liberar más aves en la naturaleza. Sin embargo, esto tuvo un efecto negativo, ya que las aves criadas en cautiverio no eran capaces de sobrevivir sin la ayuda de los humanos. En cambio, lo que sí funcionó fue atrapar con redes una parte de las bandadas, en repetidas ocasiones, y trasladarlas a zonas menos pobladas, con control de los predadores. Los cazadores que hoy nos beneficiamos de estos esfuerzos de conservación tenemos la responsabilidad de apoyarlos.

Me resulta paradójico que el tiempo que paso en la naturaleza me dé tanta paz, siendo que vengo aquí como predador. Sin embargo, de este modo me siento incluido en el ciclo natural de la vida. Los animales que cazo son también presa de animales predadores o mueren atropellados por vehículos en la carretera o mueren de hambre si se vuelven demasiado numerosos. Experimento de primera mano de dónde proviene la carne que consumimos y comparto esta experiencia con otras personas.

Este año, pasé el último amanecer de la temporada parado en el mismo campo donde pacía un ciervo joven al que, después de acecharlo, decidí dejarlo crecer, aun cuando lo tuve a muy buena distancia de tiro. Observé cómo se alimentaba y, en un momento, levantó la cabeza y quedó mirándome directo a los ojos. Permanecimos así unos minutos hasta que me distrajo algo que se movió a mi derecha, y entonces tuve una gratificación aún mayor: un zorro rojo, la cola casi tan larga como su cuerpo, andaba de cacería y pasó silencioso muy cerca de mí antes de volverse y desaparecer porque ya había despuntado el día.

Momentos como este me acompañan por siempre y los revivo en mi mente cuando necesito escapar del ruido de la vida cotidiana. Me gustaría que todo el mundo pudiera sentir esta conexión revitalizante con la creación. Algunos la experimentan haciendo una caminata con vista a la montaña o pasando tiempo a orillas de un arroyo; otros viven esa conexión en la caza o la pesca. Es un privilegio que debemos custodiar responsablemente y pasarlo a la siguiente generación, junto con el respeto, la humildad y gratitud que caracterizan al espíritu de un auténtico cazador.


Traducción de Nora Redaelli