Cuando el genocidio de Ruanda en 1994 yo era un estudiante de posgrado y me encontraba en Bélgica. Acabábamos de ver las noticias de la tarde en la BBC, que mostraban los cuerpos de los muertos en las calles, iglesias y ríos, y nos disponíamos a abandonar la sala común en un silencio atónito, cuando un colega se volvió hacia mí y me espetó: “¿Por qué ustedes, los africanos, siempre matan a su propia gente?”.

Aunque la pregunta fue sumamente injusta e insensible ―soy hijo de refugiados ruandeses en Uganda―, me ha perseguido a lo largo de casi tres décadas de pacificador y estudioso de dos asuntos que están en el corazón del problema. Primero, la cuestión de la identidad: ¿qué significa ser africano? Y segundo: ¿por qué prevalece tanto la violencia en el continente africano?

Examinar la intersección entre identidad y violencia en África me ha llevado a ver que el genocidio de Ruanda en 1994 no está separado de, sino profundamente conectado con otras formas de violencia ―étnicas, religiosas y ecológicas― que se dan en África. Muchas personas asocian la violencia en África con una actitud primitiva “tribal”, pero no se trata de eso. Hay algo distintivamente moderno acerca de todas estas formas de violencia. Incluso lo que habitualmente es etiquetado como violencia étnica es un fenómeno reciente que refleja las cuestiones no resueltas de la pertenencia y de quién tiene acceso a las instituciones sociales, políticas, económicas y culturales de la África moderna.

Estudiantes crían conejos en la granja modelo de Bethany Land Institute en Uganda. Todas las fotografías cortesía del Bethany Land Institute.

La violencia étnica, religiosa y ecológica en África no constituye tres formas separadas de violencia, sino modalidades ―una mejor palabra podría ser “ecos” ― de esta crisis de pertenencia que actualmente existe. Uno puede rastrear esta crisis hasta una historia, primero contada por los colonialistas europeos, en la cual África es de inmediato rechazada ―“Nada bueno puede salir de África”― y proyectada como la beneficiaria del proyecto europeo de civilización, pacificación y desarrollo. Esta historia permanece y continúa moldeando las instituciones sociales, políticas y económicas de la África moderna, lo que resulta en la imagen ―y, por ende, en una realidad― de África como un continente eternamente discapacitado, deficiente y violento.

¿Puede el cristianismo ofrecer recursos con los cuales sortear de maneras no violentas esta crisis excepcionalmente moderna de pertenencia? ¿O simplemente el cristianismo la amplificará, como a menudo parece ser el caso? Para que el cristianismo sea de ayuda, necesitará contar una historia distinta, una que promueva nuevas formas de comunidad que desafíen las nociones estáticas de identidad y engendren nuevas posibilidades económicas y ecológicas en el África moderna.

Después de todo, el cristianismo es, en su esencia, una historia: la historia del amor de Dios manifestado en el amor autosacrificial de Jesús en la cruz, que da paso a una nueva identidad para sus seguidores, una nueva comunidad, un nuevo pueblo que se expande para incorporar a todas las personas y un nuevo orden social lleno de amor. En mi último libro, Who Are My People?, cuento historias de activistas cristianos y de comunidades en África cuyos ejemplos confirman que no se trata de un sueño utópico o de una idea meramente espiritual; es una realidad social concreta hoy. Acaba siendo el antídoto contra la modernidad violenta de África.

Tres caras de la crisis ecológica de África

La aldea, el asentamiento marginal y la deforestación son tres caras interrelacionadas de la crisis ecológica de África. Aunque más de 65 por ciento de la población africana vive en comunidades rurales, hay un empobrecimiento de la vida en el África rural, con una escasez creciente de agua, inseguridad alimentaria y falta de posibilidades económicas viables. La mayoría de las aldeas no tiene caminos pavimentados, electricidad, atención sanitaria ni cualquier otro servicio social básico. El ya fallecido presidente de Tanzania, Julius Nyerere, dijo una vez que mientras el resto del mundo está intentando llegar a la luna, en África aún tenemos que llegar a la aldea. Se refería no solo a las dificultades físicas para llegar a la aldea, sino a una mentalidad que ignora la aldea, pues la considera irrelevante para el desarrollo. Aún hoy, en la mente de muchos gobiernos y agencias de desarrollo internacionales, la aldea representa lo que representaba para los colonialistas: una imagen de todo lo retrógrado y primitivo, todo lo que debería ser dejado atrás para llevar a cabo los sueños de la modernidad y la civilización.

Según esta mentalidad, la ciudad representa las promesas y los sueños de la modernidad civilizada. Por lo tanto, no sorprende que, atraídos por los sueños de progreso, empleo y mejores condiciones de vida, millones de personas, especialmente los jóvenes, decidan emigrar a las ciudades. Y, en tanto, las ciudades en África están creciendo rápido, sus asentamientos marginales están explotando a un ritmo aterrador. El Foro Económico Mundial de África de 2016 predijo que la población de 1100 millones de personas que tiene África se duplicaría para 2050, con más de un 80 por ciento de esa población viviendo en ciudades y la mayoría viviendo en asentamientos marginales (“asentamientos informales”) donde la pobreza y los delitos violentos están extendidos y los servicios públicos básicos tales como agua potable, electricidad fiable y fuerzas policiales están ausentes.

Ceremonia de graduación para los primeros dieciséis capacitados en 2021.

La rápida deforestación es otra cara de la creciente crisis ecológica de África. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, los bosques antiguos están siendo talados a un ritmo de más de 4 millones de hectáreas por año, el doble del promedio mundial de deforestación. Por ejemplo, en Uganda el área cubierta por bosques ha disminuido de aproximadamente 10.8 hectáreas en 1900 a 4.9 millones en 1990 y a apenas 1,9 millones en 2015. Un número de factores contribuye a este agotamiento de los bosques africanos: el crecimiento de la población, la tala comercial, la expansión de la agricultura y el uso de leña como fuente principal de energía.

Estas tres caras de la crisis ecológica africana ―los asentamientos marginales crecientes, la aldea y el bosque en desaparición― confirman unas cuantas cosas. Primero, son prueba de hasta qué punto el grito de la tierra y el grito de los pobres están interconectados, como el Papa Francisco lo expresa en Laudato si´. De hecho, revelan la única modernidad en marcha actualmente en África, caracterizada por lo que el periodista Christian Parenti ha llamado una “convergencia catastrófica” de pobreza, violencia y degradación ecológica. Como señala el Papa Francisco, encarar este triple desafío requiere un abordaje integrado que se ocupe de la pobreza, se preocupe por la creación y promueva la dignidad humana para los pueblos pobres y marginados.

La violencia étnica, religiosa y ecológica en África no constituye tres formas separadas de violencia, sino modalidades de esta crisis de pertenencia que actualmente existe. 

Segundo, representan las formas de lo que el profesor de Princeton Rob Nixon llama “violencia lenta”. Estas calamidades en desarrollo gradual permanecen imperceptibles, sin detectar y sin tratar durante mucho tiempo. Incidentes como una inundación o una avalancha de lodo son solo síntomas de la violencia subyacente. Referirse al cambio climático y a la degradación ecológica como “violencia lenta” no se trata simplemente de decir que conducen a resultados violentos (la destrucción de la vida y la propiedad) ni que disparan la violencia (conflictos por el control de la decreciente tierra disponible y los recursos hídricos), lo que obviamente hacen. Se trata de reconocerlos, como Kevin J. O´Brien escribe en The Violence of Climate Change, “como el producto de un sistema destructivo que degrada la vida humana, otras especies y el mundo del que todos los seres vivos dependen”.

Tercero, indican una relación cambiante con la naturaleza, en general, y con la tierra, en particular. Quizá la prueba más evidente de este cambio es el rápido ritmo de deforestación y la destrucción del ecosistema natural, pero no menos importante es el éxodo campo-ciudad que conduce al crecimiento de asentamientos marginales y al abandono de las aldeas. La relación cambiante de África con la tierra es el resultado de una perspectiva moderna que rehúye a las espiritualidades tradicionales que propiciaban una relación íntima, simbiótica y sagrada con la tierra, antes considerada “madre”. Los pueblos modernos consideran esas espiritualidades como retrógradas y primitivas, y ven la naturaleza principalmente como un recurso. La economía del desarrollo estimula esta visión del mundo con su foco en una “economía monetaria” y su relación explotadora y extractiva con la tierra.

Como he dicho, bajo esta visión moderna hay una crisis de pertenencia, que el poeta acholi Okot p´Bitek capta bien en su clásica serie de poemas titulada La canción de Lawino.  Se trata de una amarga queja, un lamento de Lawino acerca de su esposo educado, Ocol, que no solo la ha dejado, sino que ha abandonado las costumbres tradicionales de su pueblo, al cual ahora desprecia por considerarlo primitivo y pagano. Él destrata todo lo acholi y considera que todas las costumbres de su pueblo son retrógradas. Lawino solicita a su esposo que “vuelva a casa” y aprenda a respetar las tradiciones de su pueblo, cuyas raíces “se hunden profundas en la tierra”.

Ocol no quiere nada de eso. Para él, el camino hacia delante no implica regresar a casa, sino “destrozar” las costumbres primitivas y abrazar los sueños de progreso y civilización representados por la ciudad:

… veo el gran portón
De la Ciudad abierto
Veo mujeres y hombres
Que por él entran…
¿Por qué no entras con el resto?

Sin embargo, al final, Ocol no deja opción a Lawino:

Solo tienes dos alternativas, hermana mía,
O entras a través del Portón de la Ciudad
O tomas la cuerda y te cuelgas.

Ese absoluto rechazo a la tradición y a la aldea ―y la aceptación de la idea occidental de progreso― es lo que moldea los sueños y las aspiraciones del África moderna. Está contemplado en un modelo particular de desarrollo económico. Como señala el economista Jeffrey Sachs en El fin de la pobreza, la “escalera del desarrollo económico” implica una “progresión de desarrollo que va desde la agricultura de subsistencia hacia la industria ligera y la urbanización, y avanza hacia los servicios de alta tecnología”. Este es el sueño del desarrollo económico promovido por el Banco Mundial, el FMI y otras agencias de desarrollo, y el que abrazan los líderes africanos. Lo que, sin embargo, es cada vez más obvio, es que esta visión del progreso inevitable, de subir una escalera de desarrollo económico, está dejando una enorme huella ecológica de deforestación, polución, pobreza y desempleo masivos en gran parte del África subsahariana.

Parcelas de demostración para un futuro diferente

¿Qué haría falta para redirigir esta modernidad? ¿Cómo luciría una nueva visión económica de África, una “ecología integral”, como el Papa Francisco la describe, una que luche contra la pobreza, proteja la naturaleza y restaure la dignidad humana? El Papa Francisco señala la necesidad de una “conversión espiritual”, y Lawino solicita a Ocol que “vuelva a casa” para redescubrir la sabiduría de “nuestro pueblo” cuyas raíces se hunden profundas en la tierra. ¿Hay algún experimento en esta espiritualidad de conexión y pertenencia profundas a la tierra que pueda dar testimonio de la posibilidad de una nueva modernidad en África? El Songhai Center en Benin y el Bethany Land Institute en Uganda son modelos de ello.

En 1985, Godfrey Nzamujo, un sacerdote dominico, fundó el Songhai Center en Porto-Novo, Benin, África Occidental, para abordar los desafíos de la pobreza, la inseguridad alimentaria y el desempleo en las comunidades rurales. Hasta el presente, el Songhai Center ha formado a más de dos mil jóvenes en agricultura sostenible y orgánica, prácticas de cadena de valor y creación de negocios. Más de la mitad de esos estudiantes se han marchado para crear granjas sustentables en sus propias aldeas.

¿Qué hace del Songhai Center una respuesta efectiva a la convergencia catastrófica de la economía del desarrollo, la pobreza y la degradación ambiental en África? Nzamujo identifica tres elementos en el núcleo de sus esfuerzos.

Estudiantes de Bethany Land Institute colaboran con el servicio voluntariado en las aldeas vecinas.

Primero, un diagnóstico claro de los desafíos del África moderna. La historia del Songhai Center se remonta a la hambruna de 1983-85 en Etiopía, que llevó a la muerte a más de cuatrocientas mil personas. En esa época Nzamujo, que había obtenido sus doctorados en electrónica, microbiología y ciencia del desarrollo, era un profesor investigador en la Universidad de California, Irvine. Mientras observaba en la televisión las imágenes de los niños africanos desnutridos, sintió vergüenza y enojo. Lo que veía reforzaba la imagen estándar de África como un continente “sin esperanza”, un continente de guerras sangrientas, hambruna y pobreza, y de su gente como las víctimas indefensas que extendían las manos suplicando por una limosna. África no tiene por qué ser así, protestó Nzamujo. En su mente estaba el recuerdo de las grandes civilizaciones en la historia africana, como el imperio africano occidental de Songhai en el siglo XV, que atrajo a científicos, eruditos, estudiantes y comerciantes de todas partes, y construyó ciudades como Tombuctú, un prestigioso centro de aprendizaje. Nzamujo se preguntaba qué había salido tan mal para llevar a los africanos hasta el punto donde parecían incapaces de alimentarse a sí mismos.

El problema de África, deduce Nzamujo, es la “trampa de la pobreza”, una “incapacidad para efectivamente aprovechar las oportunidades que están ante nosotros”. En tanto imperios como Songhai confirman que esa capacidad existía en el pasado africano, la hemos perdido hace mucho y “hemos sucumbido a la lógica de la pobreza”. Los problemas de África referidos al desempleo, la pobreza, la hambruna y la degradación ambiental son manifestaciones de esta lógica moderna defectuosa. Por debajo de la trampa de la pobreza, señala Nzamujo, hay una creencia internalizada de que nada bueno proviene de África. En consecuencia, respondemos a las necesidades de África valiéndonos de soluciones y modelos occidentales. Esto lleva a la imitación servil de hábitos occidentales de consumo superficial. Modelados por una herencia colonial, perpetuamos formas de economía del desarrollo que principalmente benefician a menos del diez por ciento de la población. El resultado de esas políticas modernas, me cuenta Nzamujo, ha sido la “erosión de la dignidad” y la destrucción de “las capacidades internas de África para satisfacer los desafíos que tiene por delante”.

Segundo, la necesidad de una nueva imaginación. Lo que se necesita, según Nzamujo es “una nueva forma de mirarnos, de mirar al mundo y a los otros” y “otra forma de situarnos en el mundo. Esto requerirá un cambio de paradigma y “África deberá aprender a aprovechar sus capacidades intelectuales y su conocimiento local”. En tanto la idea de un cambio de paradigma puede sonar excitante, para Nzamujo es algo simple que comienza con, y sucede a través de trabajar con la tierra y cambiar el modo en que cultivamos la comida. “Dios nos ha dado todo lo que necesitamos aquí”. Trabajar la tierra no solo frenará el problema del éxodo campo-ciudad, sino que “recreará las aldeas como unidades sociales y económicas viables” y, por lo tanto, colaborará en la creación de una nueva sociedad africana. Esta posibilidad de reinventar la economía africana desde cero condujo a Nzamujo a renunciar a su cargo en la Universidad de California y regresar al África rural para trabajar la tierra.

Se construyó este vivero de botellas de plástico usadas.

En el corazón del Songhai Center está lo que Nzamujo describe como una lógica simple, es decir que todo está conectado. El modelo Songhai es un sistema integrado de cultivos, ganado y acuicultura, donde el desecho de una unidad se transforma en alimento para la otra. Esta es la producción primaria, apoyada por la producción secundaria de tecnología, procesamiento y manufactura, y el nivel terciario de servicios como mercados, restaurantes y alojamiento. Nzamujo espera que esta microeconomía pueda ser replicada a través de África, convirtiendo las aldeas que la modernidad ha catalogado como “sin esperanza” en unidades económicas y sociales viables.

Tercero, una espiritualidad subyace la tarea de Nzamujo en el Centro Songhai. Esa espiritualidad es una invitación no a luchar contra la naturaleza, sino a trabajar con ella. Nzamujo entiende su trabajo con la tierra en Songhai como “una forma de contemplación, y una oración, que no es otra cosa que un modo de ingresar en el misterio de la realidad”. Se refiere a Songhai como un “sermón” porque “todo lo que estamos intentando hacer es contemplar la danza de la naturaleza” e “imitar el modo en que la naturaleza trabaja”. Nzamujo ve una gran afinidad entre su ser dominico y su formación científica, en particular su apreciación de la física cuántica. Esta última, a diferencia de la física newtoniana de fuerzas externas que actúan sobre la materia, tiene que ver con descubrir la naturaleza interconectada de la realidad. En consecuencia, en Songhai no existe una dicotomía entre naturaleza y ciencia, entre fe y práctica, entre el cuidado de la creación y la producción científica, o entre agricultura e innovación tecnológica. La innovación científica lejos de ser un intento de “someter” o “domesticar” a la naturaleza, es solo otra dimensión de la invitación a “entrar en la danza de la naturaleza” y un ejemplo de aprovechamiento de la interconexión que se da en la naturaleza para propiciar el florecimiento tanto de la comunidad humana como de la propia naturaleza.

Ingresar en la danza de la naturaleza revela otra realidad crucial: que los seres humanos son una parte integral del universo y no unos amos que se colocan al margen de él. El nacimiento conduce a la muerte, y la decadencia a la renovación, tanto como la luz conduce a la oscuridad y la oscuridad conduce a la luz. Cuanto más conectados estamos con la tierra, más descubrimos que, al igual que el resto de la creación, somos parte de este ciclo de muerte y resurrección. Esto se volvió algo personal para Nzamujo después de que le diagnosticaran un cáncer. Escribe: “Si soltamos y aceptamos el sufrimiento, y si aceptamos nuestra muerte, entonces somos liberados. Nos volvemos completamente vivos a medida que nos reconectamos con la frágil fertilidad de la tierra… Solo se puede acceder al poder de la resurrección desde nuestra fragilidad para morir. La experiencia de nuestra fragilidad o de nuestra limitación se vuelve un camino hacia una vida plena”.

Paul, un estudiante, guía una clase de niños de primaria de la zona en un tour del campus de Bethany Land Institute.

La Lawino de P´Bitek pidió a su esposo que “volviera a casa” y redescubriera las tradiciones de su gente, cuyas raíces “se hunden profundas en la tierra”. Eso es lo que Nzamujo ha hecho. Pero su retorno no es a un modo de subsistencia prístino a partir de la tierra y fuera de ella. En lugar de eso, se trata de un regreso a un sentido de pertenencia a la tierra. En Songhai vemos una nueva síntesis que se sobrepone al habitual concepto de lo binario, es decir una cosa o la otra: tradición o modernidad, retraso o progreso, aldea o ciudad, espiritualidad o tecnología, naturaleza o ciencia, pasado o futuro. Lo que vemos en Songhai es la invención de una nueva modernidad, una que no está construida sobre el rechazo a África y cuyas raíces van hasta lo profundo, tanto literal como metafóricamente, de la tierra africana. Esta tierra es en sí un misterio dentro del cual uno también descubre que todo está conectado. La integración de la ciencia y la tecnología con las técnicas de cultivo y la cría de ganado y peces refleja y realza esa interconexión.

Inspirado en lo que presencié en Songhai, y más tarde también por la Laudato si´ del Papa Francisco, decidí dejar mi puesto en la Universidad de Notre Dame y regresar a Uganda para ayudar a crear el Bethany Land Institute, otro centro que busca cultivar esa visión de ecología integral entre los jóvenes de las comunidades rurales. Junto con otros dos sacerdotes católicos ugandeses, Cornelius Ssempala y Anthony Rweza, compré treinta y ocho hectáreas en Luwero, Uganda, sitio de algunos de los choques más sangrientos durante la larga guerra civil ugandesa. En la Biblia, Betania (Bethany) es un lugar de refugio adonde Jesús regresaba a menudo para enseñar, descansar y encontrar consuelo entre amigos. Llamamos a nuestro instituto con el nombre de ese lugar y a nuestros programas con el nombre de los tres amigos que Jesús tenía allí: Granja Escuela de María, Mercado de Marta y Bosque de Lázaro.

En 2021 recibimos el primer grupo de dieciséis estudiantes, llamados Cuidadores, para hacer un programa residencial intensivo de aprendizaje de agricultura regenerativa, reforestación e iniciativa empresarial que luego puedan llevar de vuelta a su aldea. Los Cuidadores se comprometen a entrenar a cuatro aprendices en su propia granja durante los dos años siguientes, y a compartir gratuitamente sus conocimientos con todos. De ese modo, los Cuidadores se transformarán en una red en constante expansión de granjeros creativos, conocedores de su trabajo y preocupados por él.

Un pueblo nuevo y un nuevo nosotros

Me he enfocado aquí en la violencia ecológica. Un análisis similar de la violencia étnica y religiosa revela la misma crisis subyacente de pertenencia, lo que refleja la persistencia de una imaginación colonial en la así llamada época poscolonial. Aquí también necesitamos una nueva mentalidad, una nueva actitud, una nueva imaginación. La identidad cristiana, según parece, podría ofrecer un nuevo modo de observarnos a nosotros y a los otros, de "situarnos en el mundo”, como Godfrey Nzamujo lo expresa. Pero puesto que la vida en Cristo es un don inmerecido, se trata de un modo de ser situados por Dios en el mundo. La identidad cristiana, sin embargo, no es estática. Nuestra situación en el mundo es una invitación a cruzar constantemente las fronteras hacia un sentido en permanente expansión de lo que significa “mi pueblo”. Se trata de un “nuevo nosotros” que va más allá de las fronteras de raza, nación, identidad étnica, género o tribu.

Uno puede hablar sin temor a equivocarse de espiritualidad cristiana como política. El ya fallecido arzobispo de Bukavu, Emmanuel Kataliko, invoca esta política de espiritualidad y su aparentemente contradictoria lógica de “simplicidad” y “exceso”, cuando en 2000, en el pico de la guerra en el Congo, escribe una carta pastoral desde el exilio a los cristianos en Bukavu. En ella, recuerda a los atribulados cristianos que “la lógica del evangelio es una lógica no del poder, sino de la cruz”. Al final, este mensaje simple es la respuesta cristiana a la violencia en África. Pues, como Kataliko recuerda a los cristianos, “la única respuesta al exceso de maldad es el exceso de amor”.

En medio del sufrimiento recurrente y extendido y del sacrificio sin sentido de vidas africanas, Nzamujo y otros activistas cristianos entrevistados a lo largo del continente han comenzado a considerar su propio sufrimiento dentro de un drama mayor: la historia del propio amor autosacrificial de Dios. Esto significa que sanar las heridas de la violencia de África implicará otra forma de violencia, que Oscar Romero ha llamado “la violencia del amor”. A esos hombres y mujeres, el amor de Dios no solo les permite aceptar la realidad de su sufrimiento, también los “sana”, “libera” y “alivia” del miedo, lo que genera una nueva libertad. A partir de esa recién hallada libertad son capaces de “inventar” nuevas comunidades y prácticas a través de las cuales buscan sanar, restaurar y renovar a otras víctimas de violencia. A través de esas “invenciones” uno es capaz de vislumbrar la posibilidad de una transformación radical del sufrimiento de África: del sacrificio de África al auténtico sacrificio (sacra facere es volver sagrado) de África, del sacrificio de otros al servicio autosacrificial, de un amor de violencia a una violencia del amor.

Es posible que no haya una buena respuesta a esa terrible pregunta que me hicieron en 1994: “¿Por qué ustedes, los africanos, siempre matan a su propia gente?”. Pero espero que, en medio de la locura de la violencia actual, lugares como Songhai y Bethany Land Institute puedan ayudarnos a ver indicios de otro futuro naciente en África.


Traducción de Claudia Amengual