Jesús resume en dos oraciones el pleno de la ley mosaica y de los profetas, indicando el deber de la santidad y la misión profética en el mundo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo en importancia es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más importante que estos” (Mr. 12:30-31). Y aunque estas palabras se encuentran en el Antiguo Testamento, lo que es original en la enseñanza de Jesús es que él las fusiona, convirtiéndolas en un mandamiento único. Jesús dice que nosotros no podemos amar a Dios si no amamos a nuestro hermano; Dios no nos perdonará si nosotros no perdonamos a nuestro hermano (Mt. 6:14-15). En pocas palabras, nosotros seremos juzgados como nosotros juzgamos a los demás.

James Tissot, Jesús habla cerca de la tesorería, aguazo sobre grafito. Dominio público

¿Por qué Jesús es tan rígido en este punto? Porque todo aquel que establece límites para amar a su prójimo edifica una barrera entre él y Dios, cuyo amor no tiene límites. El reino de Dios busca vencer estas barreras. Por eso Jesús es extraordinariamente compasivo con los pecadores. Él demuestra hacia ellos amor y bondad sin límites y nunca deja de creer en la posibilidad de que ellos saldrán del pecado. No obstante, él es severo con los hipócritas; es decir, con quienes son espiritualmente orgullosos y no tienen amor por sus hermanos y hermanas.

El mandamiento nuevo de Jesús exige interpretar la dirección de Dios en el actuar cotidiano con todo nuestro ser: amar al prójimo, servirle, curarlo, aunque esto signifique romper con las tradiciones o leyes. Ceder ante él en lugar de ofenderlo o alejarlo de Dios. Cualquier cosa que hagamos, no debemos ser un obstáculo en su camino hacia Dios. El bienestar físico de nuestro prójimo es tan importante como su vida espiritual; la curación del cuerpo y la curación del alma están unidas en la misma operación. La revolución de Cristo es todo o nada.

La proximidad y simplicidad de este nuevo mandamiento nos libera de los miedos, los planes de la complicada reglamentación emitida por el Estado —ya sea en tiempo de paz o de guerra— y de todo lo que divide a las personas entre sí. Liberado de toda casuística, uno puede servir a los demás con alegría, así como negarse con la misma alegría a cualquier atentado contra la existencia humana. Ya no tenemos que ser impresionados por los grandes principios divulgados a nosotros o con los grandes momentos históricos que llaman al derramamiento de sangre. Es muy simple. Cualquier esfuerzo para atender las necesidades de los demás —especialmente de aquellos que hacen el bien a los niños, los perseguidos, los presos, los explotados, los ancianos y los enfermos— hace que avance el reino de Dios, aunque solo sea un avance minúsculo.

El cristiano objetor de la guerra y del servicio militar, no es un puritano que, de repente, despierta de su sueño para decir “no, me niego a recibir órdenes de matar a mi prójimo”. Es un servidor con manos experimentadas, que está tan ocupado ayudando a su prójimo, que no concibe interrumpir su actividad para comprometerse a la tarea de matar.

El cristiano objetor de la guerra es un servido que está tan ocupado ayudando a su prójimo, que no concibe interrumpir su actividad para comprometerse a la tarea de matar.

Quizá sea verdad que algunos recursos violentos que se emplean contra los tiranos han puesto fin a ciertas formas de maldad, pero no eliminan el mal. El mal en sí mismo echa raíces en otros lugares, como hemos visto a través de la historia. El fertilizante que incentiva su crecimiento es la violencia de ayer. Incluso las "guerras justas y defensa legítima" traen venganza e invariablemente se producen nuevos crímenes.

El Estado —el camino del poder— puede únicamente trabajar desde el pasado para anticipar el futuro y determinar su curso. Mientras que la iglesia siga abandonando su llamado, el Estado no sabrá de arrepentimiento. Sin embargo, el centro de la iglesia es el arrepentimiento. Es la única actitud que puede darle testimonio al Estado, para sanar a las naciones. Si la justicia de los seguidores de Cristo no supera a la del Estado, ellos no pertenecen al reino de Dios; están dejando que el mundo se valga por sí mismo en la agonía de su abandono.

Mientras tanto, Jesús, aunque abandonado por su iglesia, sube el camino del Calvario para continuar la búsqueda y la salvación de todos aquellos que están perdidos.


Seleccionado y traducido por Coretta Thomson de Jesus and the Nonviolent Revolution.