A los antepasados se les había dicho: “No matarán.” Jesús va más allá y dice que palabras que expresan odio son como sendas puñaladas ponzoñosas. Quienquiera niegue que su prójimo posee los mismos derechos que él, es un asesino en la vista de Jesús. Y quienquiera fuere a la guerra infringe las palabras: “Amad a vuestros enemigos.” (Mateo 5:43-48)
Antes de morir dijo Jesús que Él iba a ser entregado en manos de los que representaban la autoridad: los religiosos, y el Estado. Dijo que iba a someterse indefenso a su poder. Y cuando Sus discípulos preguntaron, “¿Porqué no invocar a que bajen del Cielo las fuerzas de que disponemos? Podríamos mandar que caiga fuego del cielo, y relámpagos de las nubes,” Jesús contestó: “¿No sabéis a qué espíritu pertenecéis vosotros?” (San Lucas 9:54-55) ¡Olvidasteis el Espíritu! Olvidasteis la causa, olvidasteis vuestra altísima vocación. Abandonáis el Espíritu en el mismo momento en el cual emprendéis la causa de la fuerza en lugar de la causa del amor, aun cuando invocáis celestiales fuegos, celestiales relámpagos y celestiales milagros.
Puede ser que en el nombre de Cristo muramos, pero nunca mataremos. Hacia esto lleva el Evangelio. Si queremos seguir a Cristo de verdad, debemos vivir como vivió y murió Él. Pero esto no se nos hará evidente hasta que no entendamos la finalidad de Sus palabras: No pueden servir a Dios y al Dinero (Mamón.)
Sabemos que la muerte es el enemigo más poderoso de la vida. Por eso nos oponemos a que se mate a gente. Sabemos que es relativamente sin importancia que una persona muera hoy o de aquí treinta años, siempre que él o ella esté interiormente preparada para la Eternidad. Pero la muerte es algo tan tremendo e irreversible, que nosotros dejamos a Dios solo el poder sobre vida y muerte. (Romanos 12:19) Nosotros mismos no presumimos acortar la vida de un ser humano. Rehusamos cometer tal crimen contra la vida creada por Dios. Si creemos que la muerte es el último enemigo, y que Cristo la superó, no podemos consentir en servir la muerte matando a gente.
No importa quienes son nuestros enemigos; Dios ama a cada uno de ellos, y no tenemos ningún derecho de pronunciar un juicio final sobre ellos. Es verdad que hemos de condenar el mal que han hecho, pero son enemigos a quienes amamos sinceramente.
¡Deberíamos dar gracias por nuestros enemigos! Hemos descubierto que el mandamiento de Jesús “Amad a vuestros enemigos”, no exige lo imposible, ni es exagerado. Nos hemos dado cuenta de que la demanda del Espíritu, “¡Ama!” vale lo mismo para amigos y enemigos.
Así nos encontremos con un amigo o un enemigo, queda nuestro corazón estimulado en lo más hondo. Si estamos llenos del Espíritu de Cristo, todo lo que conmueve nuestros corazones no puede sino causar un eco solo: ¡el eco del amor!
Estos párrafos provienen del capítulo ‘La no-violencia y el rechazo de llevar armas’ en el libro La revolución de Dios.