“Mejor ser un guerrero en un jardín que un jardinero en una guerra”. Escucho ese proverbio de vez en cuando, especialmente de mis amigos cristianos. Pero no estoy de acuerdo con ello.

Prefiero ser jardinero en una zona de guerra. Eso fue Jesús, y él llamó a sus seguidores a imitarle. Esta creencia mía creció durante los meses que pasé como un jardinero entre guerreros.

“¡Oye, Chaps!” La voz familiar se destaca sobre el ruido de la muchedumbre. Hace rato que nadie me llama Chaps. Doy la vuelta y veo a un primer contramaestre que conocí durante mi estancia con las fuerzas navales de los Estados Unidos.

“¡Oye, Chief!” respondo mientras nos abrazamos. Los minutos siguientes se llenan intercambiando “historias del mar” sobre el tiempo que pasamos trabajando juntos en la Navy Medicine Training Support Center (NMTSC), en Fort Sam Houston, San Antonio, Tejas. Había dejado el puesto un año atrás y, al ver a Chief, las memorias volvieron a mi consciencia.

Nuestra relación cordial surgió durante los nueve meses que pasé como capellán civil en el NMTSC. Fort Sam es la casa matriz de la medicina militar y NMTSC es el centro de capacitación para el personal médico de las fuerzas navales, llamados corpsmen. La mayoría de los marineros que acuden allí han salido recién del entrenamiento básico.es decir, después de solo diez semanas en las fuerzas militares, llegan para dedicar catorce semanas en capacitación médica.

Un capellán en el portaaviones USS Dwight D. Eisenhower reza durante una misa católica. Fotografía de Matthew Bookwalter.

Cuando los estudiantes se gradúan del entrenamiento de corpsmen básico, van a la flota para trabajar en cualquier lugar del mundo donde las fuerzas navales estadounidenses tengan presencia. Otros se quedan para asistir a uno de los veinte institutos militares que imparten una especialidad médica. Estos institutos también capacitan a los corpsmen que han estado en servicio activo y regresan para realizar estudios adicionales. Los corpsmen “repatriados de la flota” han experimentado las “fuerzas navales reales” y suelen tener unos años más que los novicios.

La mayor parte del tiempo hay, en promedio, 1700 estudiantes recibiendo capacitación en Fort Sam, supervisados por más de quinientos oficiales, militares de carrera y profesores. Para estas personas —aproximadamente 2200— hay un solo capellán. Tal como muchos puestos militares estadounidenses, la capellanía tiene una severa falta de personal. Un instituto del tamaño de NMTSC debería tener varios capellanes (oficiales) y cinco o seis especialistas de programas religiosos (conscriptos). Así que las fuerzas navales tomaron el camino, que es cada vez más normal hoy en día: contrataron a un civil para asistirlos.

En este cargo me desempeñé cumpliendo con los cuatro pilares de la capellanía naval: proveer servicios religiosos, realizando varios ritos; facilitar el trabajo del departamento de servicios religiosos, supervisando la programación religiosa diaria; cuidar de los marineros y sus familias, brindando consejería y apoyo; e informar al alto mando sobre los asuntos religiosos, espirituales, éticos y morales. Pasé casi la mitad de mi tiempo aconsejando a los marineros en charlas privadas y la otra mitad dirigiendo servicios religiosos, facilitando programas e informando al alto mando.

No tenía experiencia militar previa. Mi vida adulta la había pasado en el ministerio y la educación teológica. El nivel del choque cultural que viví fue parecido al de mis experiencias en otros viajes misioneros, aunque esta vez la permanencia fue más larga: como si durante nueve meses, cada semana de cuarenta horas, hubiera viajado a otro planeta. Pero Dios fue misericordioso con este forastero. Forjé relaciones profundas y serví a miles de marineros; incluso aconsejé de manera individual a casi doscientos. Impartí clases de resiliencia y conducta cognitiva a cientos de estudiantes y ayudé a fortalecer la moral y la salud espiritual del alto mando.

Mi título era Proveedor de Servicios de Apoyo Pastoral, pero eso no era nada en una cultura que lo abrevia todo. Al finalizar mi primera reunión con la oficial al mando, se levantó, me estrechó la mano y me dijo: “Bienvenido a bordo, Chaps”. Una vez que ella lo dijo, el mando siguió su ejemplo. Desde entonces, cada vez que me encuentro con alguien a quien serví, me llama “Chaps”.

A menudo, los marineros me preguntaban si había servido anteriormente en las fuerzas armadas o si tenía intención de ser capellán militar en el futuro. Estas conversaciones me abrieron la puerta para compartir que soy un pacifista cristiano. Si alguna vez sirviera, sería solo como capellán, ya que es el único puesto en el ejército estadounidense que no requiere una capacitación armamentística, en el que no se me exigiría llevar un arma y no se esperaría que hiciera daño a otros seres humanos. Aunque muchos pacifistas no servirían ni siquiera en condición de no combatientes —se negarían a desempeñar cualquier papel en una organización basada en la violencia—, yo lo consideré en oración durante un tiempo, antes de decidir pasar a enseñar en un seminario.

Al compartir mis creencias, observé un patrón interesante. Cuanto más jóvenes y menos experimentados eran los marineros, más probabilidades había de que se opusieran a mis convicciones sobre la no violencia. Veían la paz como algo ingenuo y utópico. La guerra era la forma en que funcionaba el mundo. No ocurría lo mismo con los marineros más veteranos, sobre todo los que habían estado en un combate. Normalmente respondían con un silencio dolorido y comprensivo. A veces, compartían sus propias inquietudes sobre el terror de la guerra, los estragos que esta causa y los traumas que deja. Ellos entendieron y respetaron mis convicciones, aunque no las compartieran.

Aunque los horrores de la guerra rara vez afectaban directamente al NMTSC, sí había quienes vivieron el combate, a quienes el trastorno de estrés postraumático (TEPT), el abuso de sustancias y las relaciones fracturadas los atormentaban. Sí, también estaba la “mirada de cien millas” que acompañaba algunas historias del mar. Y sí, hubo incluso un retornado de la flota que me confesó un crimen de guerra entre lágrimas amargas y dientes apretados.

Más allá de estos signos explícitos de daño moral, estaba el omnipresente espectro de la guerra. Merodeaba por cada esquina, recordando a todos su presencia en cada tradición, en cada capacitación, en cada tabú. Se cernía sobre los estudiantes —que aprendieron a vendar las heridas de guerra que sus compañeros marineros sufrirían e infligirían— y sobre los miembros del personal, abrumados por la deshumanizadora tarea de enseñar a los adolescentes a matar gente. La guerra impregnaba la cultura militar que despoja a las personas de su individualidad —y a menudo de su razonamiento moral— a medida que aprendían a asimilarse, a conformarse y, sobre todo, a obedecer. Y, además, sustentaba todo un sistema diseñado para utilizar la fuerza letal con el fin de detener el mal, a pesar de la maldad que de por sí conlleva la fuerza letal.

Sin embargo, el daño moral de la guerra no era más que una parte de los estragos del pecado y la muerte que sufrían aquellos a quienes conocí y serví. Los capellanes gozan de absoluta confidencialidad con los miembros del servicio armado: no se puede informar de nada. En consecuencia, el despacho del capellán es un confesionario para que estos marineros digan todo lo que no pueden decir a nadie más.

¿Mintieron durante el proceso de admisión sobre el abuso de sustancias o una enfermedad mental? ¿Están introduciendo contrabando en la base? ¿Fueron víctimas —o autores— de agresiones sexuales, acoso o novatadas? ¿Se alistaron para escapar de un hogar roto, un pasado delictivo o la falta de hogar? ¿Intentaron suicidarse la noche anterior o mintieron durante el procedimiento disciplinario?

Cuéntaselo al capellán. Porque el capellán te escuchará y se preocupará por ti. El capellán no puede hacerte daño; solo puede intentar ayudarte. El capellán es un jardinero en una zona de guerra. El despacho del capellán es el único lugar donde puedes bajar la guardia y expresar tus miedos, dudas, culpa, rabia o desesperanza. Cuando recibía a cada marinero en el despacho, yo empezaba así:

Hola, me llamo Israel. Soy un civil. Cuando estemos los dos solos no tienes que llamarme señor o doctor Steinmetz. Todo lo que me digas, no importa lo que sea, es completamente confidencial y nunca puedo decírselo a nadie sin tu permiso por escrito.

La única razón por la que estoy aquí es porque me importan las personas y quiero hacer todo lo posible para acompañarte en lo que estés viviendo. Así que, por favor, relájate, respira, quítate la actitud militar y, cuando estés preparado, dime de qué te gustaría hablar hoy.

Y, casi siempre, podías ver cómo se desvanecía la tensión, cómo volvía la luz a sus ojos y cómo se sentían seguros. En ese momento, volvían a ser humanos. Y entonces empezaban a confesar lo que estaba mal, lo que les dolía, lo que estaba oculto, doloroso y roto.

Todos los días me sentaba a escuchar esas confesiones. Aprendí la sabiduría de ser listo para escuchar y no apresurado ni para hablar ni para enojarme (St 1:19). Aprendí a responder con empatía, consuelo y compasión. Cada día, cuando iba al trabajo, intentaba llevar un poco de luz a la oscuridad, de humanidad a la deshumanización, de reconciliación al conflicto, de esperanza a un lugar con escasa esperanza. 

Aprendí a abogar por otros. A veces, eso significaba ayudar a la gente a obtener exenciones o servicios religiosos. Mucho más a menudo, estar al lado de los acusados durante el “mástil del capitán”, abogar por que los marineros obtuvieran permiso para ir a un funeral, ponerlos en contacto con servicios de salud conductual, atención médica o con consejeros de abuso sexual o de sustancias. Ese es el trabajo poco glamuroso de un jardinero en una zona de guerra.

Cuando empecé, no sabía nada de las fuerzas militares. Pero resultó que mi experiencia de seguir a Cristo me había preparado para la capellanía. Como cristianos, entramos en espacios llenos de conflictos y traumas para pronunciar palabras de sanación y esperanza. Escuchamos las confesiones de personas destrozadas por el pecado y la muerte. Entramos en el conflicto entre el reino de las tinieblas y el reino del Hijo amado de Dios (Col 1:13-14). Y allí, como jardineros fieles, trabajamos para reparar la tierra destrozada por la guerra y restaurar a sus habitantes destrozados por la guerra. Abogamos en nombre de la humanidad. Somos ciudadanos del único reino cuyos embajadores tienen la misión principal de rescatar a los extranjeros y enemigos (2 Co 5:14-21).

Dejamos nuestras espadas y agarramos nuestros arados (Is 2:4), proporcionando sustento donde antes reinaba la muerte. Vemos a cientos de millones de guerreros pisoteando jardines en todo el mundo y decimos: “No, es mejor ser jardinero en una guerra”.

Fuimos creados para ser jardineros, no guerreros; para ser fructíferos y multiplicarnos, no para ser mortíferos y diezmar (Gn 1:26-28; 2:15). La guerra es una de las mayores violaciones de la humanidad y uno de los mayores impedimentos para el florecimiento humano. Por el otro lado, es cultivar la tierra lo que hace posible la vida y restaura nuestra humanidad.

Si las ambigüedades morales —con respecto a la guerra en el Antiguo Testamento— nos dejan alguna duda, Jesús no lo hace. Jesús trajo vida, sanación y esperanza a cada lugar. Se negó a aceptar el poder coercitivo o a imponer su voluntad (Mt 4:1-11), se negó incluso a defenderse o a permitir que sus seguidores lo hicieran en su nombre (Jn 18:33-36).

Al final de su vida, Jesús se encontró en un jardín rodeado de guerreros. Se negó a convertirse en guerrero. En cambio, siguió cultivando la vida, hasta su muerte, resurrección, ascensión y reinado (Mt 26:47-56). En el huerto, Pedro había intentado defender a Jesús por la fuerza y fue reprendido (Jn 18:10-11). Más tarde, este discípulo comprendió el camino de Jesús, escribiendo en 1 Pedro 2:21-23:

Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes y les ha dado ejemplo para que sigan sus pasos. “Él no cometió ningún pecado ni hubo engaño en su boca”. Cuando proferían insultos contra él, no replicaba con insultos; cuando padecía, no amenazaba, sino que confiaba en aquel que juzga con justicia.

Pablo, quien antes perseguía a la iglesia con violencia, aceptó el camino de la paz después de su encuentro con Jesús. Escribió sobre el final de Romanos 12:

Bendigan a quienes los persigan; bendigan y no maldigan. […]

No paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos. Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos. No tomen venganza, queridos hermanos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: “Mía es la venganza; yo pagaré”, dice el Señor. Antes bien, “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que se avergüence de su conducta”.

No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien.

Jesús volverá para poner fin a la guerra y restaurar el jardín a la perfección (Ap 21:1-7). El príncipe de la paz (Is 9:6) gobernará su reino de paz con los pacificadores que heredarán su nueva tierra (Mt 5:3-10). Como preparación para esto, me comprometo a ser jardinero en una zona de guerra. En palabras del viejo espiritual, “no voy a estudiar más la guerra”, pero pasaré el resto de mi vida aprendiendo a hacer la paz. Que el Gran Jardinero (Jn 15:1-17) me enseñe a hacer nacer y cultivar la vida. Que sea “Chaps” para todas las personas que conozco.


Traducción de Coretta Thomson