Recosté a mi bebé de cinco días junto a Ellen en su cama de hospital. Ellen, de ochenta y cinco años, había estado inconsciente en los últimos días, comiendo y bebiendo apenas. Su habitación, llena de familiares, cuidadores, flores y una vela perfumada de olor penetrante, parecía asombrosamente tranquila, tan distinta de aquella energía de felicidad que había en su hogar en muchas de mis visitas anteriores. Mientras estaba sentada junto a su cama y le sostenía la mano, reflexioné acerca la improbable amistad que había florecido entre ella y la adolescente que yo había sido, y en aquella mente notable ahora atrapada por el Alzheimer. Su indefensión era muy similar a la indefensión de mi hija recién nacida.

Yo tenía dieciséis años cuando nuestros caminos fueron cruzados. La verdad es que no estaba buscando tener una amiga setentona, y ella no me necesitaba realmente. Sus seis hijos vivos con sus respectivas familias la adoraban, y sus numerosos nietos siempre la visitaban. Pero cuando ella y su esposo Ulrich, “Ullu” ―que eran antiguos amigos de mis padres―, se mudaron al apartamento contiguo al de nuestra familia, se volvieron parte de nuestra vida cotidiana. (En una casa del Bruderhof, cada familia tiene su propio apartamento, pero el pasillo y la cocina pueden ser compartidos). Mis padres esperaban que mis siete hermanos mayores y yo demostráramos a Ullu y a Ellen el mismo amor y respeto que teníamos por nuestros abuelos, incluso si esto se traducía en largos juegos de Scrabble en noches en que yo tenía mucha tarea pendiente.

Esto no suponía una dificultad: Ellen era una compañía fabulosa. Le encantaba reír, y reír con Ellen significaba llegar a un punto inevitable en el que una se quedaba sin aire. Era una anfitriona atenta y conversadora, llena de interés en los demás seres humanos. Las noches en nuestras respectivas casas eran para conversar, jugar a juegos de mesa, leer en voz alta (James Thurber, Damon Runyon, los poemas de Jane Kenyon), con bocadillos y bebidas preparados y servidos con gran amabilidad por Ullu, y un elenco rotativo de amigos que se nos unían. Fue una época maravillosa, y a Ellen no le gustaba que se interrumpiera ni siquiera por un par de días. Por eso, después de un viaje de fin de semana, daba la bienvenida a mi familia con una nota mecanografiada como la siguiente:

Queridos Marcus, Monika y cada uno de ustedes, pequeños queridos,

Esperamos ―y sabemos que así ha sido― que hayan pasado unos días maravillosos juntos, pero la próxima vez que nos hagan esto, podrían pensarlo un poco.

Díos mío (disculpas), por favor, piénsenlo dos veces y tengan en cuenta nuestros sentimientos. Somos personas muy frágiles. No pueden jugar con nuestros sentimientos. ¿Recordarán esto y se lo tomarán en serio? ¿Qué sucedería si volvieran a casa y nos encontraran tirados en el piso, respirando con dificultad? ¿No sentirían un poco de pena? ¿Un poco de remordimiento?

Así que no vuelvan a hacer esto a la ligera, al menos no todos juntos a la vez. Dejen a uno de ustedes en casa. ¿Qué tal Lisabeth? No la extrañarían demasiado, ¿verdad? Ella no anda mucho dando vueltas por ahí, de todos modos, y yo la necesito más que ustedes.

Tómense esto en serio. Un día, quizá un domingo, podría estar bien. Pero no más de un día. Y, ¿saben qué? Extrañé mucho jugar al Rummikub, incluso si Marcus hace trampa. Mi mano tiembla y por eso debo escribir a máquina.

Suya. Ellen

Teniendo en cuenta que en aquella época yo estaba obsesionada con todas aquellas cosas propias de la adolescencia (música, novelas, muchachos), parece extraño que Ellen entablara amistad conmigo tan rápidamente. Y no estoy del todo segura de por qué o cuándo sucedió. Pudo haber comenzado cuando mi mamá me pidió que ayudara a Ellen a limpiar su casa cada sábado por la mañana. Ellen solía mirarme trabajar desde su mecedora, y la invariable charla acerca de qué libros estaba leyendo yo hacía que una hora fluyera velozmente y se transformara en dos. Aprendí a no ir a su casa sin tener preparada una respuesta para “¿Y qué estás leyendo ahora?”, y también aprendí a ser reprendida si mencionaba accidentalmente la novela de John Grisham que acababa de empezar a leer, o alguna apasionante novela rosa. “¡Eso no es un libro!”, solía decir con un desprecio fulminante, y una vez más me instaba a intentar leer uno de sus libros favoritos: Guerra y paz, Los hermanos Karamazov y también Orgullo y prejuicio (“Algún día, tú también encontrarás a tu propio Sr. Darcy”, decía con un guiño).

O pudo haber comenzado cuando empecé a ayudarla a contar sus píldoras para la semana. Además de sus dolencias preexistentes, le habían diagnosticado Alzheimer hacía poco, y le costaba distribuir una infinidad de pildoritas en su organizador de medicamentos. O quizá fue nuestra salida semanal a la sauna local (según ella, una forma de terapia), durante la cual, a pesar de su horrible afección cardíaca, se sumergía en el agua helada del lago en los días más fríos del invierno. Como sea que haya sucedido, de algún modo Ellen tenía una forma de comprender y escuchar a una muchacha de dieciséis años que, por lo demás, estaba bastante preocupada por el drama de la adolescencia.

No me di cuenta de que, a medida que los meses transcurrían, el Alzheimer de Ellen avanzaba y le infligía un padecimiento psicológico. A pesar de toda su alegría, Ellen no estaba ajena al sufrimiento. Años antes, había perdido a sus dos hijos menores: Mark John, de tres años, debido a un tumor cerebral, y solo siete meses después, Marie Johanna, de dos meses, debido a las secuelas de un parto traumático durante el cual el corazón de Ellen se había detenido durante varios minutos. “Creo que una experiencia así puede fortalecerte o quebrarte; y casi me quebró”, escribió décadas más tarde. “Mi pena y mi dolor me acompañaron a lo largo de las noches y los días durante… bueno, por demasiado tiempo, considerando que era cristiana y sabía dónde estaba Mark John y que nuestra dolorosa pérdida significaba su insondable beneficio. Me tomó unos años dejarlo ir y luego pude experimentar que la aflicción se había transformado en una bendición para toda nuestra familia”.

Aunque Ellen me había hablado a menudo de esos dos hijos, mi corazón inexperto no podía entender cuánto dolor le había causado su pérdida. Pero esa familiaridad con el dolor la ayudaba ahora a medida que la pérdida de memoria la obligaba a renunciar a su tan amado trabajo como editora, una tarea que había realizado por décadas. Siguieron otras pérdidas, incluyendo nuestras visitas semanales a la sauna cuando ella ya no podía caminar tanta distancia o ni siquiera recordaba adónde estábamos yendo. Nada de eso, sin embargo, hizo que nuestra amistad disminuyera.

Cuando me fui de casa después de la secundaria, nuestras conversaciones se transformaron en un intercambio de cartas. He guardado las de ella, cientos de páginas mecanografiadas en una máquina de escribir manual.

Querida Lisabeth, te extraño muchísimo. Me lamento por mí y por el trapo en el que me he convertido. Apagada y débil. Y es debido a que la casa está insoportablemente vacía sin ti y sin tu mamá y tu papá. Aún estábamos padeciendo tu hégira (significa “tu desaparición”; lo busqué en el diccionario) cuando aconteció esto: ¡la hégira de tu mamá y tu papá! El día de su partida, tenía el estómago revuelto y mi corazón latía irregularmente, y aún no he mejorado. Mientras escribo, mi corazón está palpitando. ¡Quizá tenga un infarto y, entonces, todo el mundo lo lamentará! (espero).

Una vez cada tanto, mis padres me hacían saber cómo estaba realmente Ellen: los aterradores momentos de olvido que se volvieron más periódicos, los días que pasaba en su habitación, aplastada por una oscura depresión. Pero, al igual que muchos enfermos de Alzheimer, a menudo disfrazaba bien su dolor y esa lucha cotidiana con su enfermedad casi no aparecía en el torrente de cartas que llegaban una, dos o a veces incluso tres veces por semana.

Acabo de terminar Guerra y paz por segunda o tercera vez. Es una obra fabulosa. Supongo que la habrás leído. (¿O aún estás leyendo Sue Barton, Student Nurse? Disculpas).

* * *

Hoy es viernes. El miércoles por la noche tuvimos una genial cena en familia y una larga velada con tu mamá y tu papá. Tu papá había preparado una comida fantástica, una mezcla de tomates asados con todo tipo de hierbas, especias y cosas que no puedo recordar ahora, además de una guarnición de papas tempranas recién cosechadas; esto puede no sonar especial, pero lo fue. Y toda la velada fue especial. Tu papá leyó más de Wesley Jackson (ME ENCANTA Wesley Jackson, en especial cuando tu papá lee) y luego jugamos, en este orden, Rummikub, Tres trece y 10,000, que tu mamá ganó indiscutiblemente, como siempre. Pero tu papá y yo lo damos por hecho y no nos sentimos inferiores. Como dijo tu papá una vez: “Aún soy un hombre”, lo que casi me partió el corazón.

* * *

Lisabeth, es inconcebible. (Acabo de buscar esa larga palabra en el diccionario). La había escrito mal, pero ahora está bien. No sé qué significa. Dicho sea de paso, mientras buscaba en las páginas de las palabras con “I” me topé con una que me parece importante: “inconsútil”, que significa “sin costura” y se refiere a la túnica de Jesús. Hay que meditar acerca de eso.

Bien, es todo en lo que puedo pensar por ahora. Auf Wiedersehen [hasta luego], y no adiós, mi queridísima y mejor amiga. Te quiero mucho.

Ellen

A medida que el tiempo pasaba y yo ingresaba en mis veinte, ella fue la que permaneció optimista; sus cartas siempre me estimulaban a continuar, a trabajar más duro, a creer más, aunque ahora todo eso adquiere un cariz nuevo. En cierto sentido, así como la mente de Ellen la estaba conduciendo a un lugar desconocido, así nuestra amistad me estaba llevando inesperadamente a un nuevo y más profundo lugar de fe. Las lecturas de juventud de Ellen la habían iniciado en un camino que la llevó del judaísmo agnóstico al cristianismo, y finalmente, al Bruderhof. A medida que otros pilares de su vida tambaleaban y luego caían ante la enfermedad invasora, ella se aferraba incluso con más fuerza a aquellos primeros cimientos. Repetidas veces hacía referencia a la exposición del Padre Zósima sobre la “Gran idea" en Los hermanos Karamazov, que “la verdadera seguridad se encuentra en la solidaridad social en lugar de encontrarse en el esfuerzo individual aislado” y que “todos comprenderán de pronto cuán antinaturalmente están separados unos de otros”. Por esto, “un hombre debe poner el ejemplo, y así sacar las almas de los hombres de su soledad y empujarlos hacia algún acto de amor fraternal”. Fragmentos así habían convencido a Ellen de que vivir una vida de hermandad era la respuesta a los problemas de la sociedad, y yo sabía que ella esperaba que yo también descubriera que vivir por esa misma causa valía la pena.

Mientras me abría paso con dificultad en un nuevo camino hacia el discipulado, Ellen continuaba incentivándome desde su fe invencible:

Ullu y yo hemos estado pensando mucho acerca de las palabras de Jesús referidas a buscar primero el reino de Dios y que luego todas las otras cosas vendrán por añadidura. Y yo estoy experimentando la verdad y la realidad de esa promesa. Cuando realmente me centro en Jesús, todo se ve desde la perspectiva correcta.

Es tan genial el pensamiento de que el reino futuro puede estar entre nosotros, de que ya podemos estar unidos con el reino de Dios, que es eterno, que Jesús puede y quiere aquí y ahora y en el futuro guiarnos como rey. 

Hay tanto más que escribir, pero mejor me detengo aquí.

Y unos días más tarde:

Una P.D. a mi última carta. Me preguntaste cuál es mi visión del reino de Dios. Sabes que experimenté el cielo cuando Marie Johanna nació. Sé que no era el reino de Dios, pero era hermoso. Dice en el Apocalipsis que, cuando el reino de Dios irrumpa en la tierra, “¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte ni llanto ni lamento ni dolor…”.

No puedo decirte lo que eso significó para mí cuando Mark John murió. Me volví una y otra vez hacia esas palabras, y también hacia las célebres palabras en Corintios: “Fíjense bien en el misterio que les voy a revelar: no todos moriremos, pero todos seremos transformados… Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible…”, y luego, las palabras más hermosas: “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?”.

Una vez más, sus cartas llegaban en el momento justo: mi fe personal estaba en su punto más bajo mientras luchaba para aceptar los síntomas neurológicos de una meningitis causada por la enfermedad de Lyme, que en aquella época era muy poco conocida. Solo Ellen parecía darse cuenta de lo que estaba atravesando de un modo en que ninguno de mis pares ni mis padres podían. En algún punto, su carta semanal hacía referencia al mensaje de la reunión de culto de esa semana y constituía un estímulo:

En nuestra reunión matinal oramos por protección y sanación según la voluntad de Dios. Michael [el pastor] leyó la historia de cómo Pedro caminó sobre las aguas hacia Jesús y, cuando sintió miedo de hundirse y gritó a Jesús por ayuda, Jesús le tendió la mano. Lisabeth, tú estás caminando sobre las aguas ahora, y sabes que te amamos profundamente y oramos por ti, por tu protección y sanación. Una de tus mejores amigas, Ellen.

Mientras tanto, la misma Ellen estaba deteriorándose. Debido a su afección cardíaca, experimentó varios encontronazos con la muerte. “Llegué a la mitad del camino una vez, no me traiga de vuelta ahora”, le dijo a un médico durante uno de esos episodios, en referencia al nacimiento de Marie Johanna. Más tarde, mientras yacía en la cama con su familia alrededor, cantando sus himnos preferidos, mi hermana entró a decirle lo que creyó que era un adiós. Ellen apretó su mano y susurró: “No puedo sentarme ahora, pero en el estante de abajo encontrarás un nuevo libro de Dorothy Sayers”. (Se recuperó, y más tarde dijo que se alegraba de estar aún entre nosotros).

En sus días buenos, aún iba a la fábrica de muebles comunitaria y allí pasaba varias horas socializando con otras personas de su edad mientras hacía un sencillo trabajo manual. Asistía a las comidas comunitarias y participaba de las reuniones de culto. Visitaba a los bebés recién nacidos y los tomaba en brazos, cantando trocitos de nanas en sus pequeños oídos. En invierno, pedía que la transportaran en trineo mucho después de que ya no pudo caminar. Y mientras pudo, siguió siendo anfitriona, invitando a otras señoras mayores a su casa cada sábado por la tarde para hacer helados. Pero, al final, incluso esas actividades gradualmente desaparecieron.

Fotografías usadas con permiso del Bruderhof Archives.

A medida que el Alzheimer avanzaba, para mi sorpresa, las cartas de Ellen comenzaron a reconocer la enfermedad y me permitieron vislumbrar el miedo que estaba experimentando mientras su mente se escabullía. Yo aún estaba viviendo lejos de casa y sus comunicaciones mostraban cambios pequeños, pero significativos: su frustración por no poder recordar lo que antes le venía con naturalidad a la mente (buscar palabras en su diccionario desportillado, por ejemplo) o escribir su nombre con su caligrafía habitual.

Mi muy querida Lisabeth, acaba de llegarme tu carta y me siento como tú; parece que hiciera décadas desde que nos vimos por última vez. Espero que vuelvas a casa antes de que mi altzeimers (sic) empeore y ya no te reconozca. (No es broma, ¡está empeorando!). Espero que, cuando eso pase, también me quieras.

¿Aún subsistes? Yo estoy apenas subsistiendo con este tiempo horrible. Se supone que va a volver a la normalidad (¿Normalidad? ¿Qué significa la normalidad? De hecho, ¿qué es la verdad?).

Más tarde me abrió una ventana hacia su forma de sentir su incapacidad creciente para comunicarse con quienes la cuidaban.

A menudo NO entiendo bien y tengo fama de dar información equivocada. Por ese motivo, cualquier cosa que diga es tomada con un cierto grado de escepticismo y miradas cómplices. Intentan esconderlo, pero yo me doy cuenta. Ellos creen que no me doy cuenta porque se inclinan y tapan su boca. Yo HAGO COMO QUE no veo. Pero duele. Después de todo, esas son personas que amo y que creo “me aman”. Al menos, eso es lo que dicen. Pero tengo mis dudas. A veces me pregunto, como cuando estoy a medio camino diciendo algo que de verdad creo importante y me doy cuenta de que inician conversaciones MIENTRAS AÚN ESTOY HABLANDO. Bueno, no puedo culparlos. La clase de cosas que se dicen entre ellos debe ser de más sustancial. Pero me he acostumbrado a hablarle a la nada. Todos son muy amables y PARECE que estuvieran escuchándome, pero puedo ver por sus bostezos que sus pensamientos están muy lejos. Una vez más, duele. Lisi, debo hacerte una pregunta, y tú debes decirme la verdad. ¿Sucede lo mismo contigo? ¿Estás siendo simplemente amable cuando parece que estás escuchando? Si es así, subsistiré. (¿Es la palabra correcta, subsistir?) ¿Estás bostezando incluso mientras lees esta carta?)

No creo haber respondido sus preguntas de forma tan explícita, pero puedo decir con certeza que no estaba siendo solo considerada. Nuestra relación trascendía la limitada conversación que ella aún podía articular.

Sin embargo, tengo la misma certeza de que no siempre hubiera podido decir eso. Nuestra amistad no era algo que alguna de las dos hubiera buscado. De algún modo, ambas fuimos llevadas a ella por la estructura de vida en nuestro Bruderhof. En primer lugar, teníamos cercanía y confianza. Debido a que ella, Ullu y mis padres habían elegido dedicar su vida a vivir en una comunidad cristiana, nuestra relación nació dentro de esa intimidad que se da cuando uno comparte el refrigerador. Lo otro que podíamos compartir era tiempo. A cambio de los servicios prácticos que yo le proporcionaba, ella me transfería algo de su conocimiento de la vida ganado con esfuerzo, con mucho esfuerzo. Para mí, Ellen no era una mentora, sino un ejemplo y una verdadera amiga. De ella aprendí acerca de la humanidad esencial, la dignidad y la capacidad de soportar el dolor y transformarlo en amor fiel.

Todo el mundo se enfrenta a oportunidades en la vida que pueden reunir a las personas, y a muchos encuentros que podrían ser el comienzo de una amistad. Aun así, lazos como el nuestro son cada vez más infrecuentes. Parece que nuestra sociedad continúa desperdiciando una tremenda sabiduría al limitar las relaciones intergeneracionales. Un estudio de 2016 llevado a cabo en veinticinco países europeos revela que los adultos jóvenes que tienen amigos mayores de setenta años y los adultos mayores con amigos menores de treinta son grupos minoritarios dentro de sus respectivas categorías etarias, y solo 18 % de los jóvenes y 31 % de los mayores dan cuenta de dos o más amistades en las que hay una gran diferencia de edad. En Estados Unidos se ha demostrado que los adultos jóvenes son más propensos que los mayores a vivir en alojamientos etariamente homogéneos, una tendencia que ha aumentado en los últimos años. ¿Cuántas amistades como la que tuve con Ellen jamás sucedieron por causa de este modelo?

“Los he llamado amigos”, dice Jesús a sus discípulos (Jn 15:15). La amistad es uno de los dones más misericordiosos del Creador, tal como es sabido que C. S. Lewis dijo (y Ellen habría estado orgullosa de que yo lo citara), es “innecesaria, como la filosofía, como el arte, como el mismo universo… No tiene valor de supervivencia; en lugar de eso, es una de esas cosas que le dan valor a la supervivencia”. Como todos los dones, debemos estar preparados para aceptarla y usarla.

La última carta que recibí de Ellen fue en 2014, cuando yo (ahora casada con el Sr. Darcy que ella había anunciado) me mudé de vuelta a la comunidad donde ella vivía. En sus últimos años, fuimos vecinas de nuevo, aunque ya no en apartamentos contiguos. Ullu había fallecido y ella vivía con su hijo mayor y la esposa de este. Para ese momento, Ellen era transportada a lo largo y ancho de la comunidad en una silla de ruedas, casi sin pronunciar palabra y con una mirada lejana en sus ojos. Aún pasábamos noches juntas, pero ya no había charlas sobre libros ni el tintineo de las fichas de Rummikub. De algún modo, ahora éramos extrañas.

Si uno busca la palabra “Alzheimer” en YouTube, encontrará varios videos de personas que han sido “despertadas” por una experiencia o presencia familiar: una bailarina que escucha música y danza de nuevo, un hombre con la mirada perdida que de pronto puede reconocer a su hija cuando ella reitera una actividad que antes disfrutaban juntos. Los rostros aparecen definidos, hay sonrisas de una belleza y un amor sobrenaturales a medida que regresa la capacidad de reconocer. Al observar escenas así, recuerdo un fragmento de Dostoyevski, que era el favorito de Ellen, donde señala la destructividad del aislamiento humano y cómo solo viviendo juntos y apoyándonos unos a otros podemos “sacar el alma de los hombres del aislamiento” y “enarbolar el gran estandarte”. Aunque el Alzheimer había aislado a Ellen y la había arrebatado de las expresiones originales de nuestra amistad, nuestro compromiso compartido a llevar una vida de fe nos mantuvo conectadas hasta el final.

Así pues, aquella hermosa mañana de junio, cuando llevé a mi bebé al lado de su cama cinco días antes de que muriera, Ellen nos regaló unos de esos momentos de “despertar”. Abrió los ojos y una sonrisa llenó su rostro: “¡Estás aquí!”. No se había ido. Había estado allí todo el tiempo. E incluso luego de su muerte, aún está allí, en casa en la Gran Idea.

Entonces, querida vil desgraciada, esfuérzate en atravesar el día y yo haré lo mismo aquí. Algunos días son más duros que otros. Esto solo puede mejorar. Cuando llegue el día en que pueda darte un abrazo de oso será un día mejor. No puedo esperar. Pero hasta entonces, aquí va un gran abrazo por correo internacional. ELLEN (ya no puedo escribir en CURSIVA).


Traducción de Claudia Amengual